Estimados amigos:
Siracusa es una ciudad predilecta de la Santísima Virgen. Evangelizada primero por San
Pablo y después por San Marciano, discípulo de San Pedro, vio florecer en sus catacumbas en los
siglos II y III la devoción a la Madre de Dios, atestiguada por venerables monumentos de piedad erigidos al interior de tales refugios.
Bajo el Pontificado de San Gregorio Magno (590-604), un templo del siglo V a.C., levantado
en homenaje a la diosa Minerva, fue dedicado a la Natividad de María y es ahora su Catedral.
La portentosa lacrimación de una simple imagen de yeso del Inmaculado Corazón de
María, ocurrida en esa ciudad entre el 29 de julio y el 1º de agosto de 1953, conmovió no sólo
a Sicilia sino a toda Italia y al mundo entero. La ciencia certificó que se trataba de verdaderas
«lágrimas humanas»; los milagros se sucedieron uno tras otro y la Iglesia aprobó su devoción.
En Lourdes, la Santísima Virgen, con la fisonomía iluminada por una discreta sonrisa,
formuló a través de Santa Bernardita un insistente llamado a la penitencia. En Fátima, sin
embargo, Nuestra Señora se presentó con un semblante «serio y con aire de suave censura», y
anunció un terrible castigo si la humanidad no atendiera sus pedidos de oración, penitencia y
enmienda de vida. Finalmente en Siracusa (como también en Nueva Orleans en 1972), la Madre de
Dios no encontró lenguaje más adecuado para expresarse que el del prolongado llanto.
¿Cuál es su significado?
El lector podrá deducirlo, conociendo la historia de esta
advocación mariana, narrada por nuestro colaborador Umberto Braccesi, desde Sicilia.
En Jesús y María,
El Director