Comparable a la «mujer fuerte» 1 de la Sagrada Escritura
La cofundadora de la Orden de la Visitación, modelo de esposa y madre, se separó de la familia para ser un ejemplo de santidad en la vida religiosa, en medio de grandes probaciones. Plinio María Solimeo En el siglo XVI, la herejía protestante devoraba como un cáncer a casi toda Alemania. Haciendo metástasis por Europa, penetró tan peligrosamente en Francia, que en poco tiempo su poderío llegó a ser el de un estado dentro del Estado. Aprovechándose de la debilidad y omisión de la dinastía francesa de los Valois, dirigida efectivamente por la inescrupulosa Catalina de Médicis, y del apoyo de miembros de la más alta nobleza, seducidos por la nueva herejía, ésta amenazaba la propia existencia de la única y verdadera religión, la católica. Frente al peligro, los católicos, liderados por la familia de los duques de Guisa, formaron una Santa Liga para la defensa de su religión. Disuelta por Enrique III, la referida Liga renació en 1587, cuando el Edicto de Beaulieu favoreció desmedidamente a los hugonotes, como eran llamados los protestantes en Francia. De la Liga hacía parte el enérgico y ardiente católico Benigno Frémiot, presidente del parlamento de Borgoña, casado con Margarita de Berbisey. Fue en ese ambiente, cargado de las guerras de religión, que nació Juana, segunda hija de estos esposos. No hay duda de que el amor materno es insustituible en la formación moral y religiosa de la prole. El caso del presidente Frémiot fue una de las más notables y raras excepciones a esa regla. Juana tenía apenas dieciocho meses cuando falleció su madre, en el parto de su tercer hijo, Andrés. Desde siempre, enérgico rechazo a la herejía La pequeñita Juana fue dotada por la Providencia de un carisma especial, que la llevaba, aún antes del uso de la razón, a discernir a los herejes. Estando en los brazos de su ama, cuando veía a uno de ellos comenzaba a llorar. Y si éste quería acariciarla, gritaba y escondía la cabeza contra el pecho del ama, y no se tranquilizaba hasta perderlo de vista. Cuando sus hijos fueron creciendo, el presidente Frémiot contrató a maestros escogidos para reforzar su formación. “Juana aprendía con gran facilidad y viveza de imaginación; se le enseñó todo lo que debe saber una señorita de su clase: leer, escribir, bailar, tocar instrumentos, la música, el canto y las labores propias de su sexo, etc., etc.” 2 Al recibir el sacramento de la Confirmación, por devoción al Poverello de Asís, Juana añadió a su nombre el de Francisca. A los 20 años, Juana Francisca fue dada por el padre en matrimonio al barón de Chantal, valeroso oficial del ejército francés y católico, aunque desde la muerte de su madre llevara una vida un tanto disipada. En el matrimonio y en la viudez: fortaleza y generosidad El primer cuidado de Juana fue conquistar el corazón de su marido para llevarlo totalmente a Dios. Eso no fue difícil, pues el barón, además de las buenas predisposiciones que poseía, pronto percibió que Dios le había dado por esposa a una santa. La unión entre ellos fue tan grande que se diría que tenían un sólo corazón. Cuando su marido estaba ausente, Juana se entregaba más a Dios y al ejercicio de la caridad. Cuidaba de los pobres y de los enfermos con sus propias manos y atendía todas sus necesidades. En breve, quedó conocida en la región como la santa señora. La pareja fue bendecida con seis hijos, de los cuales los primeros dos fallecieron al nacer. Les sucedieron otro hijo y tres hijas, habiendo nacido la última pocas semanas antes de la muerte del barón. Mortalmente herido por su mejor amigo en un accidente de cacería, recibió los últimos sacramentos, perdonó a su homicida y recomendó a la baronesa que se resignara a la voluntad de Dios. Juana quedaba así viuda a los 28 años, con cuatro hijos que educar y la baronía para dirigir. Le fueron necesarias toda su fe y energía para aceptar el rudo golpe. ¡Esta alma fuerte y generosa fue sometida en la viudez a nuevas probaciones! El barón de Chantal —el suegro de Juana, cuyo carácter orgulloso, vanidoso y extravagante ella conocía— sintiéndose muy sólo en su vejez, quería que la joven viuda, con sus hijos, fuese a hacerle compañía. En su nuevo domicilio —cuyo desorden era igualmente de su conocimiento— Juana se entregó a todas las obras de apostolado y misericordia por ella desarrolladas en el anterior. Pero sintiendo la necesidad de encontrar un buen director espiritual, pidió a Dios insistentemente esa gracia. La conjugación de dos santos transpone obstáculos insuperables En 1604, el ya merecidamente célebre obispo de Ginebra, San Francisco de Sales, fue a predicar la cuaresma en Dijon, ciudad natal de Juana. Ésta convenció a su suegro para trasladarse a casa de su padre para poder atender así los sermones. El gran predicador, a quien Dios había mostrado en sueños a su futura penitente, la reconoció inmediatamente, atenta y recogida, en medio de los fieles. Ésta también reconoció con emoción a aquel que Dios había designado para ser su padre espiritual. Comenzó así uno de los más bellos parentescos espirituales de la Historia de la Iglesia, que tantos y tan bellos frutos produciría. San Francisco de Sales le trazó una minuciosa regla de vida. Bajo su dirección, Santa Juana de Chantal progresó tan rápidamente, que el santo se admiraba de ello, dando gracias a Dios. Poco a poco maduraba en la mente del obispo de Ginebra el proyecto de una nueva congregación religiosa, con reglas adaptadas a vírgenes y viudas que, deseando servir a Dios, no se sentían atraídas por las grandes austeridades de las familias religiosas ya existentes. Tendrían como oración en común solamente el Pequeño Oficio de Nuestra Señora; deberían dedicarse también a la asistencia de los pobres y enfermos. La mano de Dios se hizo sentir entonces para abreviar el tiempo de espera. La baronesa de Chantal se volvería amiguísima de la baronesa de Boisy, madre de San Francisco de Sales, señora virtuosísima, viuda y madre de trece hijos. Tal era la confianza que ésta tenía en Juana que confió a la joven viuda la educación de su hija menor, de nueve años. Ésta vino a fallecer pocos años después en los brazos de Santa Juana. Para unir con lazos más fuertes que los de la amistad a las dos familias, la señora de Boisy propuso el matrimonio de su hijo, el barón de Thorens, de 14 años, con María Amada, hija mayor de Santa Juana, entonces de 12 años. El matrimonio fue oficiado por San Francisco de Sales y, como era costumbre de la época, la joven esposa fue a vivir con la familia del marido hasta alcanzar la edad núbil. Santa Juana confió a su hijo, Celso Benigno, al abuelo, el presidente Frémiot, que con la ayuda de un virtuoso preceptor completaría la educación del adolescente. Cuando logró llevar a sus dos hijas al convento para terminar su educación, la baronesa de Chantal quedó libre para la realización de la gran obra. Antes de partir, renunció a todos sus bienes en favor de los hijos y se embarcó para Annecy, que entonces hacía parte del Ducado de Saboya. Poco después, Dios llamó a su gloria a la hija menor de Juana, aquella a quien ella más amaba por su inocencia y docilidad. Cofundadora y alma de la Congregación de la Visitación En Annecy ya la esperaban tres doncellas virtuosas, dirigidas de San Francisco de Sales, que con ella emprenderían la obra. La congregación idealizada por el obispo de Ginebra era una innovación. Hasta entonces sólo había conventos de clausura. En la recién fundada congregación —denominada de la Visitación— las religiosas no guardarían clausura, pues deberían cuidar de los pobres, lo cual suscitó muchas controversias. A pesar de la pobreza y de las críticas recibidas, nuevas postulantes fueron ingresando a la congregación y tres jóvenes viudas de Lyon pidieron permiso para fundar allí una casa. En esa ocasión, intervino el Cardenal arzobispo local, convenciendo a San Francisco de Sales a erigir y transformar la congregación en una orden religiosa y aceptar la obligación de la clausura perpetua. El fundador, habiendo aceptado la propuesta, estipuló sin embargo que en sus conventos se pudiesen recibir señoras y doncellas que quisiesen retirarse temporalmente del mundo para poner en orden su conciencia. La finalidad perseguida para su congregación por San Francisco de Sales sería llevada adelante poco después por su gran amigo, San Vicente de Paul, mediante la creación de las Hijas de la Caridad. Fue cediendo a las instancias de la madre Chantal y dedicándolo a sus hijas de la Visitación, que San Francisco de Sales escribió su famoso Tratado del Amor de Dios. “Hija mía —le dijo el santo obispo— el Tratado del Amor de Dios está escrito para vos”. En el prefacio de la obra, dice: “Como Dios sabe lo mucho que estimo esta alma, no fue poco lo que ella influyó en esta ocasión … lo que más me movió a llevar adelante mi proyecto fueron las reiteradas instancias de esta alma”. Sufrimiento modela “alma de las más santas” A aquellos a quienes ama, Nuestro Señor les regala con su cruz. Como alma electa y muy sensible al afecto, la Providencia fue despojando a Santa Juana de sus más queridas afecciones, para que se desapegara completamente de las criaturas. Su madre murió a temprana edad. Apenas se casó, le fue arrebatada la hermana que compartiera con ella la orfandad, dejándole como herencia a tres huerfanitos. Dos de sus hijos fallecieron recién nacidos y su marido le fue arrebatado en un accidente de caza, como vimos. Vio morir, sucesivamente a su padre, al suegro, a sus cuatro hijos, a su nuera y al yerno, convirtiéndose a los 60 años en “madre” de sus nietos, siendo superiora de la Visitación. Cabe mencionar que su único hijo varón, Celso Benigno, murió heroicamente a los 31 años, luchando contra los protestantes en la isla de Ré. Su esposa le siguió a la tumba poco después, dejando una hijita de un año, que vendría a ser la famosa epistológrafa Madame de Sevigné.
A cada nuevo luto, Santa Juana de Chantal se superaba a sí misma, saliendo del convento para cuidar de los intereses de sus hijos con un tino y una habilidad superiores. En medio de los negocios del mundo, no dejaba de ser menos religiosa que en el monasterio. Irradiaba en todas partes el reflejo de su santidad, suscitando verdadera veneración. Sólo por contemplarla, varias doncellas fueron atraídas a su convento. A estas probaciones se sumaron las espirituales, como terribles tentaciones, algunas veces contra la fe. Conoció la noche oscura y la aridez espiritual para llegar a un grado sublime de contemplación. San Vicente de Paul afirmó que, aunque aparentaba paz y tranquilidad, Santa Juana “sufría terribles pruebas interiores… Se veía tan asediada de tentaciones abominables, que tenía que apartar los ojos de sí misma para no contemplar ese espectáculo insoportable. […] Pero en medio de tan grandes sufrimientos jamás perdió la serenidad ni cejó en la plena fidelidad que Dios le exigía. Por ello, la considero como una de las almas más santas que me haya sido dado encontrar sobre la tierra”. 3 Después de la muerte de San Francisco de Sales, no apenas consolidó la obra naciente sino que la expandió. Durante su vida, los monasterios de la Visitación llegaron a los 65. A todos los visitó para satisfacer el deseo que muchas de sus hijas espirituales tenían de conocerla. En 1641, la reina Ana de Austria la invitó a París, colmándola de honras y distinciones. Era la exaltación que la realeza prestaba a la santa que fue, en vida, comparable a la propia mujer fuerte del Antiguo Testamento. Poco después, fue a recibir al cielo la “recompensa demasiado grande” que Dios reserva para sus elegidos (cf. Gén. 15, 1). Entregó su alma en Moulins, el 13 de diciembre de 1641. Fue beatificada en 1751 y canonizada en 1767. Su fiesta se conmemora el 12 de agosto. Notas.- 1. Cf. Prov. 31, 10 y 28: “¿Quién hallará una mujer fuerte? De mayor estima es que todas las preciosidades traídas de lejos y de los últimos términos del mundo”… “Se levantaron sus hijos y la aclamaron dichosísima; [se levantó] su marido y la alabó”.
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