Concluimos hoy los artículos sobre la tolerancia. ¿Hasta qué punto y de qué modo se puede o se debe tolerar? Ejemplos de tolerancia virtuosa y de tolerancia defectuosa. Plinio Corrêa de Oliveira Admitiendo que en una situación determinada sea el caso de practicar la difícil y arriesgada virtud de la tolerancia, nos preguntamos: ¿Cómo practicarla? Tolerar un mal es consentir que él exista. Ahora bien, así como el bien produce, por sí mismo, efectos buenos, así también el mal produce malos resultados. De donde, cuando nos vemos obligados a tolerar algo, se debe circunscribir cuanto sea posible los malos efectos de esa tolerancia, y preparar con toda diligencia una situación en que ella se haga superflua, y el mal pueda ser extirpado. En medicina, esto es elemental. Si alguien sufre de un tumor incurable que, por motivos clínicos, no puede ser operado inmediatamente, el cuidado del médico consiste en circunscribir de todos los modos posibles los malos efectos de la presencia del tumor en el organismo.
El deber de expulsar al lobo con piel de oveja Así —para ejemplificar— en una asociación religiosa ingresa un mal elemento. Él difunde a su alrededor un espíritu de mundanismo, de sensualidad, de relativismo doctrinal. Si la asociación está en condiciones de resistencia excelentes, es el caso de no expulsar inmediatamente a este miembro, para intentar reformar su espíritu. En esta hipótesis, sin embargo, el presidente de la asociación, durante todo el tiempo del “tratamiento”, tendrá una mirada particularmente atenta sobre este asociado, sus relaciones, su ámbito de acción, etc. Al menor síntoma, empleará todas las medidas para que el contagio cese. Más aún, preventivamente, ejercerá una acción continua sobre los otros miembros, a fin de vacunarlos contra el peligro. Procediendo así, ese presidente habrá usado la tolerancia de una manera verdaderamente virtuosa, pues habrá hecho bien al malo, sin que de ahí resultase un mal para los buenos. Todo esto da trabajo, requiere adoptar medidas, toma tiempo. Supongamos que el mismo elemento malo de la asociación sea una persona de gran seducción, que inmediatamente va influenciando a todos. Como es mucho más fácil influenciar para el mal que para el bien, el presidente ve que en breve, diversos asociados habrán sido enteramente deformados, sin que nada se pueda hacer en sentido contrario. Se pone ante él una alternativa: o consiente en la permanencia del miembro malo, y en este caso corre el riesgo de perder varios buenos; o expulsa al miembro malo. Éste probablemente se perderá, y los buenos se salvarán, volviendo el orden, el buen espíritu y la paz de otrora a la asociación. ¿Cuál es su deber? El camino sólo puede ser uno. EI bien de varios vale más que el bien de uno. El bien del inocente vale más que el bien del culpable. Es necesario expulsar cuanto antes al lobo con piel de oveja. Si no procede así, el presidente habrá traicionado su deber, y tendrá que prestar cuentas a Dios por las almas que podría y tendría que haber salvado, y que, sin embargo, se perdieron. Después de cierta contemporización, Supongamos por fin otra situación. El individuo malo entra en la asociación y comienza a ejercer su acción envolvente y rápida. Al poco tiempo, tal fue su éxito que, si lo expulsan, incluso los mejores no lo comprenderán. Su expulsión determinará en la asociación una crisis en la cual ésta se disolverá. Y, lo que es más grave, disuelta la asociación, sus miembros, privados de todo amparo, correrán el riesgo de perderse. ¿Qué hacer? Evidentemente contemporizar. Pero contemporizar con astucia, inteligencia, decisión. Le será necesario al presidente emplear todos los medios directos o indirectos para mejorar las disposiciones de la oveja negra, y también para cohibirle la acción, y, al mismo tiempo, preparar los espíritus para que comprendan la necesidad urgente de una expulsión. Cuando los espíritus estén preparados, cabe proceder a la indispensable amputación. Aun ahí, la tolerancia habrá sido virtuosa, pues habrá salvado a la asociación, en cuanto que una acción precipitada la habría perdido.
La laicidad contraria al catolicismo De estos principios genéricos, pasemos a un gran ejemplo histórico. Es la cuestión de la separación entre la Iglesia y el Estado. Como se sabe, antes de la Revolución Francesa la unión era el régimen vigente en todos los países católicos de Europa. Y, en los países protestantes, eran las sectas más poderosas las que estaban unidas a la Corona. Como consecuencia de los principios laicistas de la Revolución, la separación se fue introduciendo gradualmente a lo largo del siglo XIX y del siglo XX. Hoy en día, en la mayor parte de las naciones occidentales, el Estado es laico. Y, donde no lo es, los privilegios de la iglesia oficial son casi insignificantes. Esta inmensa transformación fue altamente perjudicial para la Santa Iglesia por lo que expresa en sí misma. Pues es el fruto natural y típico de una tendencia a la laicización, que se hacía sentir progresivamente en varios sectores de la cultura, de la sociedad y de la propia vida en Occidente. Ahora bien, la laicización es lo contrario de la fe. La fe es la raíz de todas las virtudes. Y la virtud es condición esencial para la salvación de las almas. Así, se puede fácilmente imaginar cuánto riesgo existe para éstas en la atmósfera laicista en que vivimos. Si el fin de la Iglesia es salvar las almas, es fácil ver cuánto Ella se opone a toda forma de laicismo. Decimos estas cosas elementales con tanto pormenor y claridad, pues hoy en día hasta las cosas más elementales están completamente olvidadas. O corren el riesgo de quedarlo en breve. Lo contrario del catolicismo no es apenas el materialismo ateo, sino también el laicismo liberal. Desastre debido a la débil reacción católica Por misteriosos designios de la Providencia, y sobre todo por la deplorable culpa de los hombres, la reacción católica no tuvo la fuerza suficiente para impedir la laicización de las naciones occidentales. Puesto el hecho lamentable de la separación entre la Iglesia y el Estado, ¿qué hacer? Si no tuvimos fuerza para evitar la separación, menos aún la tendríamos para imponer su inmediata revocación. Sólo había un camino: tolerar. Hay males muy graves, que traen consigo ventajas que, aunque secundarias, no dejan de ser preciosas. Se puede decir esto de la separación. En el régimen de la unión, la vida de la Iglesia estaba limitada por numerosas intervenciones de los gobiernos, cada cual más peligrosa e irritante. Con la separación, estas intervenciones cesaron legalmente. Dado el valor inestimable que tiene la libertad de la Iglesia, bien se comprende cuánto provecho podría traer, bajo este punto de vista, la nueva situación. Convenía aprovecharlo íntegramente. Por otro lado, la separación traía inconvenientes. El más grave de ellos era la afirmación explícita, solemne, provocadora, de que la religión es un asunto de mero fuero interno, por lo que el Estado y todos los dominios de la vida pública son y deben ser laicos. A partir de las instituciones, este principio influenciaría fácilmente todas las esferas de la vida mental de la nación: caso típico de un fruto que refuerza el efecto de la propia causa. Y con esto vendría un debilitamiento del sensus Ecclesiae (sentir de la Iglesia), capaz de falsear en su raíz y de deteriorar en sus frutos la vida religiosa del país. Era menester tolerar lo inevitable, pero emplear todos los medios para dejar patente tan desastrosa consecuencia. Sin esto, la tolerancia, en lugar de ser recta y sabia, originaría un desastre tan grande, que no hay palabras para calificarlo suficientemente. Con una simple honda, David abatió a Goliat En otros términos, todo el mundo continuaba profesando la tesis: la separación es un mal. Pero, en la hipótesis de aquel entonces, ella era un mal menor. Es lo que todos también aceptaban. En consecuencia, cabía tolerar la separación… somnolienta, lenta y perezosamente. Enunciada la tesis, se hablaba de la hipótesis con una resignación que daba a entender que la separación estaba destinada a durar siglos, sin un daño más profundo para la Iglesia. Por ende, poco o nada se hizo para inculcar una noción clara de los riesgos de ese régimen, de la gravedad de estos riesgos, de la acción continua que se hacía indispensable para que estos riesgos no se convirtiesen en realidad. Del lado anticatólico, se empleaban los medios más eficaces, más poderosos, más refinados, para formar a la opinión pública, en el sentido de laicizar hasta sus últimas fibras a las naciones de Occidente. Es posible que nuestros medios, muy inferiores a los del adversario, no hubiesen tenido resultado en el plano humano, si hubiesen sido empleados cabalmente. Pero Dios no le falta a quien hace todo lo posible. Por el contrario, castiga a los que por no confiar principalmente en la Providencia, son negligentes al emplear los pocos recursos que tienen en sus manos. Una honda era insuficiente, pero David con ella abatió a Goliat. Si hubiésemos rezado… si hubiésemos actuado… si hubiésemos luchado… En fin, el pasado es el pasado. ¿Para qué exhumarlo? Porque está candente, delante de nosotros, el problema de la tolerancia. Se trata de saber, en mil ocasiones, hasta qué punto y de qué modo se puede o se debe tolerar. Como “el cestero que hace un cesto, hace ciento”, tenemos todos los motivos para temer que el hombre contemporáneo, además de tolerar lo intolerable, muchas veces tolera con pereza y apatía lo que debería ser tolerado con vigilancia, firmeza y astucia. Para evitar un mal tan grande, aquí quedan estas reflexiones, escritas con espíritu de simpatía ardiente, franqueza fraterna y leal cooperación.
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