Una aparición mariana a un joven santo jesuita en el siglo XVI nos muestra cuán importante es conocer cuál es nuestra vocación y, al descubrirla, seguirla seriamente Valdis Grinsteins “En la vida, yo voy a escoger mi propio camino” Este es el pensamiento de muchísimos jóvenes de hoy, si no de la casi totalidad de ellos. Que no se toman el trabajo de indagar si ese camino fue elegido por el propio Dios. A nosotros corresponde discernir la voluntad divina y, una vez que la sepamos, seguir el camino que reservó para nosotros. Cuántos jóvenes sentirían un verdadero choque al conocer esto; y el choque sería aún mayor al constatar que, para un gran número de personas, es dificilísimo encontrar una respuesta, por más que la deseen conocer. Varios eclesiásticos, por ejemplo, ingresan a una orden o congregación religiosa y por algún motivo se trasladan a otra. Si esto se aplica a religiosos, ¿qué pensar de los demás? Caminos diversos Para la inmensa mayoría de las personas, Dios indica como plan de vida el matrimonio. Es la vía común. Deben formar una familia y santificarse junto con su cónyuge, concibiendo y educando a los hijos para que alcancen el cielo. No se trata aquí de una retorcida visión pecaminosa y romántica, que admite y estimula el intercambio de cónyuges; mucho menos se considera el caso de familias concertadamente sin hijos. Esa visión hedonista y neopagana del matrimonio está bastante lejos de la que aspira un católico, cuyo objetivo debe ser la búsqueda del cónyuge más adecuado; y, una vez casados, que ambos mantengan la fidelidad conyugal hasta el final. Para algunas personas, sin embargo, Dios planea algo diferente, llamándolas a un género de vida superior y más sacrificado: dejarlo todo y dedicarse únicamente a Dios. Frecuentemente esas personas reciben un llamado (o vocación, del latín vocare = llamar) para seguir la vida religiosa en alguna institución canónicamente erigida. Hay aún llamados muy especiales, extremamente raros. Como por ejemplo la vocación de san Alejo (412 d. C.), que vivió como mendigo en su propia casa. Muchos sienten un llamado para ser religiosos, aceptan y quieren seguir esa vocación, pero existen tantas opciones que no saben cuál elegir. ¿Será sacerdote secular, miembro del clero de una diócesis? ¿Será monje, encerrado en un monasterio? ¿O misionero en una orden dedicada a la conversión de paganos? ¿O capellán en otra orden? Al leer las vidas de los santos, constatamos que muy frecuentemente ellos sufrieron esa falta de claridad en el camino que debían seguir. Otros santos, al contrario, desde un comienzo lo discernieron claramente, surcando su propio camino, aunque con dificultades y pruebas.
Obstáculos y valentía Por motivos muy concretos y específicos, a veces la elección de una vocación se vuelve tan complicada, que sin una intervención sobrenatural sería imposible discernirla y realizarla. Fue el caso de san Estanislao de Kostka, a quien la Santísima Virgen indicó su camino. Estanislao nació en 1550 en una noble familia de Polonia. Era el segundo de siete hijos, y su hermano mayor, Pablo, era malo, estaba dotado de un carácter realmente ruin. El padre educaba a la familia con mucha severidad y no aceptaba oposiciones. A los 14 años de edad, Estanislao fue enviado a Viena junto con Pablo y un tutor, llamado Juan Bilinski, para que estudiaran en el colegio de los jesuitas. Allí tuvo que sufrir muchísimo, pues se hermano lo agredía persistentemente. Para empeorar las cosas, la salud de Estanislao no era buena, intuyendo que no viviría mucho tiempo. En vista de ello, deseaba encontrar pronto su vocación, debido a su falta de salud. Pensaba en hacerse sacerdote, pero no sabía dónde. ¿Con los jesuitas? Sentía especial atracción por la milicia de san Ignacio, pero no estaba seguro de ello. Sabía además que, si le pedía a su padre permiso para entrar en algún convento, la respuesta sería una orden categórica para regresar de inmediato a casa. En noviembre de 1566 Estanislao cayó gravemente enfermo, y en diciembre de aquel año los médicos que lo atendían juzgaron que no viviría mucho. Cuando la situación ya era realmente difícil, tuvo una visión de la Santísima Virgen, que le puso en los brazos al Niño Jesús y le dijo: “Debes terminar tus días en la Sociedad que lleva el nombre de mi Hijo, debes ser jesuita”. En cuanto tuvo al Niño en sus brazos, sintió que recobraba la salud. Al devolverlo, la Virgen le sonrió y desapareció. Su tutor Bilinski estuvo presente cuando ocurrió la aparición, y tanto él como Pablo no escondieron su sorpresa al verlo repentinamente curado. La casa donde tuvo lugar este hecho es hoy un santuario. En busca de una autorización
Después de aquel milagro, Estanislao procuró a los jesuitas para pedir su admisión en el seminario. Aquí comienzan los problemas que nos hacen comprender que si no hubiera sido por una aparición de la Santísima Virgen, él jamás hubiera tenido la completa seguridad de qué hacer para seguir su vocación. Su confesor, el padre Doni, dio crédito a su narración y le mandó hablar con el superior de los jesuitas en Viena, el padre Lorenzo Maggi. Este, sabiendo que los jesuitas habían sido fuertemente atacados por aceptar a novicios sin la debida autorización paterna, pidió a Estanislao que la obtuviera o, en caso contrario, esperara a ser mayor de edad. Pero el postulante sabía que nunca obtendría el consentimiento paterno y estaba seguro de que no tendría tiempo para aguardar la mayoría de edad. Por eso fue a hablar con el cardenal Commendone, que había sido nuncio en Polonia y conocía a su familia. El cardenal se mostró simpático con la idea, sin embargo, cambió totalmente de opinión luego de conversar con el padre Maggi. Estanislao buscó entonces a otro jesuita, el padre Antoni, y avisó que, como no había conseguido nada en Viena, huiría de su casa e iría a Augsburgo para entrar en contacto con el superior de la provincia (san Pedro Canisio); o, si no, iría a Roma y conversaría con el General de la Compañía de Jesús (san Francisco de Borja). Con apenas 16 años de edad, inició su caminata a pie, solo. Fueron 400 km difíciles, subiendo y bajando montañas, cruzando bosques por caminos bastante primitivos. Cuando llegó a Augsburgo, le informaron que el padre Canisio se encontraba en Dillingen, a 37 km de ahí. Sin siquiera descansar, partió y consiguió hablar con el padre Canisio, que lo aceptó en la escuela… como cocinero y no como novicio. Era un recurso para ponerlo a prueba. Viendo que Estanislao perseveraba después de un mes, decidió enviarlo a Roma, aun previendo el inmenso problema que el padre crearía. Fueron otros 1200 km a pie, cruzando los Alpes. San Francisco de Borja lo recibió, escuchó su historia y lo admitió en el noviciado jesuita en Roma, donde vino a fallecer en menos de un año. En el momento de su muerte, volvió a ver a la Santísima Virgen. De esta segunda aparición solo conocemos lo que, ya moribundo, dijo al padre Ruiz: “Nuestra Señora vino, del mismo modo como en Viena”. Poco tiempo después llegó su hermano Pablo, que había sido enviado por su padre para amenazar a los jesuitas. Al recibir la noticia de la muerte de su hermano, se conmocionó y él mismo terminó más tarde haciéndose jesuita. Seguir la vocación hasta el final Por la seriedad con que san Estanislao siguió su vocación, podemos medir cuánto importa saber cuál es y seguirla decididamente. Es una decisión de la que depende toda la vida y posiblemente también la vida eterna. Además, el hecho de que la Santísima Virgen se dignara venir a la tierra por una vocación revela la importancia que tiene una buena elección del camino a transitar en nuestra vida. No nos dejemos engañar por la literatura mundana, que insiste en convencernos que en la elección de la vocación somos totalmente independientes, hasta de Dios, y que podemos hacer lo que bien entendamos. La propia Santísima Virgen no actuó así. Cuando fue visitada por el arcángel Gabriel, que le anunció que había sido escogida para ser la Madre de Dios, su respuesta fue inmediata: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38). No se puede pedir mayor sumisión a una vocación dada por Dios.
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