Vidas de Santos El martirio de las dieciséis carmelitas de Compiègne

Hace algunas décadas, dio la vuelta al mundo con gran éxito la obra de teatro de George Bernanos, «Diálogos de carmelitas», llevada después al cine y más recientemente a la televisión. Bernanos se basó en el libro de una escritora alemana conversa, Gertrud von Le Fort, «La última en el cadalso»,
que narra de forma novelada el martirio de dieciséis religiosas
carmelitas durante la Revolución Francesa.

Caio Xavier da Silveira

Al conmemorarse 230 años de su glorioso martirio, Tesoros de la Fe ofrece a sus lectores una resumida historia de la epopeya religiosa de estas insignes carmelitas, cuya inmolación tuvo lugar el 17 de julio de 1794.

¿Cuál es la verdadera historia de este holocausto, que no solamente resultó fecundo para el campo del arte, sino que también llevó a san Pío X a beatificar a estas religiosas el 27 de mayo de 1906?

Un carmelo amado por los reyes

Luis XIV a la edad de diez años, Henri Testelin, 1648 – Óleo sobre lienzo, Palacio de Versalles. Cinco años antes, el rey había visitado el convento carmelita de Compiègne en compañía de su madre Ana de Austria y obsequiado a la comunidad religiosa un cáliz y un soberbio ostensorio.

En 1640, las carmelitas de la ciudad francesa de Amiens, para satisfacer el deseo de una noble y santa viuda, madame de Louvancourt, de fundar un nuevo monasterio, sortearon entre varias ciudades seleccionadas para ver sobre cuál recaería la elección divina. Compiègne fue la elegida.

El nuevo Carmelo, como suelen ser las obras de Dios, tuvo unos comienzos humildes, pasando por muchas dificultades, hasta que consiguió un lugar permanente ocho años más tarde. Y esto a pesar de la protección de la familia real que periódicamente pasaba temporadas en el castillo de la Corona en Compiègne.

Las Crónicas de la Comunidad narran que un día, mientras asistía al Oficio Divino en el convento, la reina Ana de Austria, entonces regente de Francia, se percató de la pobreza del cáliz utilizado para el Santo Sacrificio y de la falta de un ostensorio para la exposición solemne del Santísimo Sacramento. En otra visita, vino acompañada de Luis XIV, que entonces tenía cinco años de edad, trayendo en una mano un cáliz y en la otra un soberbio ostensorio. “Ved, madres mías —dijo la reina a las religiosas— el regalo que os hace el rey”. Una humilde hermana lega, animada por la bondad de la soberana, le dijo con toda sencillez: “¡Ah, Madame, cómo me gustaría ver a este buen rey con su pequeño manto real!”. Ana de Austria, encantada por la ingenuidad y el buen espíritu de la religiosa, envió a buscar el manto y lo colocó sobre los hombros del pequeño rey.

Muchos años después, el Rey Sol no dejará de favorecer y visitar de nuevo el carmelo, cosa en la que posteriormente será imitado por la reina María Leczinska, esposa de Luis XV, y por su hija Madame Luisa de Francia, más tarde también carmelita.

Bajo la tormenta revolucionaria

Estas pacíficas religiosas contemplativas, ocupadas en alabar a Dios, como innumerables otras en Francia, pronto van a experimentar un verdadero calvario. Bajo el impulso de las nuevas ideas, sembradas especialmente por los enciclopedistas, los acontecimientos antirreligiosos comienzan a precipitarse en aquella nación, hija primogénita de la Iglesia. El 2 de noviembre de 1789, los bienes eclesiásticos fueron puestos compulsivamente a disposición del poder público. Al año siguiente, es promulgada la cismática Constitución Civil del Clero, a la que todos los sacerdotes deben jurar fidelidad, bajo pena de ser considerados “fuera de la ley”. También se prohíben nuevos votos religiosos, y los ya pronunciados no reciben la garantía del gobierno.

Así es como, el 4 de agosto de 1790, las carmelitas reciben en Compiègne a los “comisarios del pueblo” para hacer un inventario de sus bienes. Regresan al día siguiente para invitar a cada religiosa en particular, para que “aproveche” el privilegio concedido por la ley y regrese a su casa.

En París, entretanto, las cosas se precipitan. El 10 de agosto de 1792, la monarquía es derrocada y el rey es hecho prisionero. A principios de setiembre, una turba previamente organizada, con una asombrosa libertad de acción, lleva a cabo una salvaje carnicería en las cárceles. Mil cien víctimas indefensas, entre ellas varios obispos y numerosos sacerdotes, perecen en las siniestras “masacres de setiembre”, que duraron tres días.

Por un decreto de agosto de ese mismo año, los religiosos se ven obligados a desalojar sus conventos, que son puestos a disposición del poder público. En Compiègne, las carmelitas reciben la orden de abandonar su edificio el 14 de setiembre, fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. A continuación buscan refugio, en grupos de cuatro o cinco, en casa de amigos. Tres días después, se les propone prestar el juramento de “Libertad-Igualdad”. Como varios obispos y el propio superior carmelita no ven inconveniente en ello, prestan el juramento. Ni el superior ni ellas conocían los textos de dos breves de Pío VI, uno de los cuales afirmaba: “Se ve manifiestamente que la libertad y la igualdad proclamadas por la Asamblea tienen por objeto, como Nos ya lo probamos (Quod aliquantum, 10 de marzo de 1791), derrocar la religión católica, a la cual, con este fin, niegan el título de religión dominante en el reino” (Cum populi, 13 de abril de 1791). Esa intención quedará más patente cuando, en octubre de 1792, la Convención comenzó a debatir un nuevo calendario para sustituir al gregoriano. En dicho calendario, el mes se divide en tres décadas y los días 10, 20 y 30 se consideran de descanso. “‘¿Para qué sirve su calendario?’, preguntará alguien al ponente Romme. ‘Para suprimir el domingo’, responde este”. Y el historiador Pierre Gaxotte, que relata el hecho, concluye: “Suprimir el domingo, los santos, las iglesias, el clero y Dios, ese era el objetivo…”.

Más tarde, las carmelitas se retractaron noblemente de aquel juramento, que habían prestado sin pleno conocimiento de causa.

Elegidas desde siempre

Iglesia de San Antonio en Compiègne

Cuenta la hermana María de la Encarnación —una de las tres únicas sobrevivientes— que durante las festividades de la Pascua de 1792, se rememoraba en el recreo el sueño de una antigua hermana del convento de hacía más de 70 años. Ella había visto a toda la comunidad, con la excepción de dos o tres religiosas, subir al cielo en medio de un gran esplendor para acompañar al Cordero, privilegio de las almas vírgenes. Comentando este sueño, la superiora, madre Teresa de San Agustín, exclamó: “¿Tendrá el cielo reservada para nosotros la gloria del martirio? Todas en un mismo día, ¡qué alegría!”.

Algún tiempo después de Pascua, Mons. de Maillé-la-Tour-Landry, obispo de Saint-Papoul, visitó el carmelo. Cuenta el prelado que, al administrar los últimos sacramentos a una joven de quince a dieciséis de edad, “virtuosa como un ángel”, ella entró en éxtasis viendo a un gran número de religiosas, concretamente a toda una comunidad, subir al cielo con las palmas de martirio en las manos. La madre Teresa, conmovida, le dijo a sus hijas:

“¿Podíamos esperar que nuestra comunidad fuera la que el Cielo predestinase a tan gran favor?”

A partir de entonces, a medida que arreciaba la tormenta revolucionaria, la idea del martirio se hizo más recurrente en el espíritu de la madre Teresa. Así, en determinado momento, la superiora comunicó a sus religiosas que, “habiendo hecho su meditación sobre este asunto [el martirio], le vino a la mente hacer un acto de consagración por el cual la comunidad se ofreciera en holocausto para aplacar la cólera de Dios, para que la divina paz que su Hijo vino a traer al mundo sea concedida a la Iglesia y al Estado”. La idea fue unánimemente compartida, y la superiora procedió a leer el acta de consagración, a la que se unieron todas las religiosas.

Así es como el Cielo preparaba con antelación a estas almas para el martirio, aceptado de antemano y cuando las circunstancias aún no permitían suponer que tendría lugar tan pronto.

Fidelidad en la prueba

Pero volvamos a la dispersión impuesta a las carmelitas.

La proximidad de las casas en las que se distribuyen les permite, atravesando algunos jardines y patios traseros de personas amigas, reunirse para algunos actos en común sin llamar demasiado la atención. De este modo, pueden llevar una vida religiosa de cierta intensidad, “conservando la unidad de obediencia a nuestra santa regla y a la reverenda madre priora, manteniéndonos todas, por la gracia de Dios, en perfecta armonía de principios, sentimientos y conducta”, comenta la hermana María de la Encarnación. Asisten al Santo Sacrificio celebrado por un sacerdote refractario —es decir, que no ha prestado el juramento cismático a la Constitución Civil del Clero— en la iglesia de San Antonio; no son molestadas por nadie y son admiradas en secreto por muchos, dada la vida santa que llevan.

El 21 de enero de 1793, la Convención, en un extremo de audacia y para que la Revolución fuera irreversible, ordenó guillotinar a Luis XVI. “¿Es posible no lamentar a un rey tan bueno, que nunca tuvo en mente otra cosa que la felicidad de su pueblo?”, escribió la madre Teresa de San Agustín a una amiga. “Nunca se mostró más digno de gobernar que cuando quisieron perderle”. ¡Esta carta será presentada más tarde como una de las pruebas de su “fanatismo”!

Cuando la religión católica es oficialmente suprimida por “oscurantismo y superstición”, y se proclama el culto a la “razón”, en Compiègne la iglesia de Santiago se transforma en el templo de la nueva “diosa”, a la par que su alcalde anuncia que en adelante el “catecismo” de los franceses será la Declaración de los Derechos del Hombre, y su “evangelio”, la Constitución…

En marzo de 1794, dos religiosas viajan a otra ciudad para asistir al hermano de una de ellas, que había enviudado, y la hermana María de la Encarnación se dirige a París para atender asuntos familiares. Por designios secretos de la Providencia, estas tres religiosas se verán privadas de la gracia del martirio. La madre Teresa de San Agustín corre el mismo riesgo, pues sus superioras la envían a la capital para atender a su madre, anciana y recientemente viuda, que se traslada al interior del país. Pero, alertada por un presentimiento sobrenatural, acorta su estancia en París y llega a Compiègne el mismo día en que los miembros del Comité de Vigilancia de la ciudad registran las casas de las religiosas.

La inoportuna visita se repitió en los días siguientes, y los “representantes del pueblo” se tomaron la libertad de apropiarse incluso de las comidas de las carmelitas, de modo que, se sumaron “a los sufrimientos del espíritu, los del cuerpo, debido a la privación de alimentos”, según el relato de la hermana María de la Encarnación. Así, pues, el asedio se estrecha y ellas se preparan para lo peor.

Prisión de la Conciergerie (recreación), París

Los acontecimientos se precipitan

Después de examinar las “pruebas” de la “conspiración” encontradas, las religiosas fueron detenidas el 22 de junio. El “peligroso” material incautado fue enviado a París en los términos siguientes: “Hacía tiempo que sospechábamos que las antiguas religiosas carmelitas de este municipio, aunque alojadas en casas diferentes, vivían en comunidad, sujetas a las reglas de su exconvento. Nuestras sospechas no eran vanas.

“Al cabo de varias visitas, encontramos una correspondencia criminal: no solamente paralizaban los progresos en el espíritu del pueblo admitiendo a la gente en una supuesta cofradía del escapulario, sino que además hacían votos por la Contrarrevolución y la destrucción de la República y el restablecimiento de la tiranía”.

Al mismo tiempo en que la Revolución predica a voz en cuello la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad, se considera un grave delito tener una idea diferente sobre las formas de gobierno, ¡así como propagar la devoción al escapulario de Nuestra Señora del Carmen!.

El 12 de julio, mientras almuerzan en la cárcel, las religiosas reciben la orden de partir inmediatamente hacia París. Unos vehículos las esperan ya fuera, rodeadas de mujeres histéricas, muchas de ellas antiguas beneficiarias de las carmelitas, que las insultan gritándoles: “Qué bien hacen en acabar con ellas, porque no son más que bocas inútiles. ¡Bravo! Bravo!”

El “consummatum est”

Cuando llegan a la capital, las detenidas son conducidas a la Conciergerie, un palacio transformado en prisión que servía de antesala a la guillotina. Al bajar de las carretas, lo hacen con gran dificultad porque llevan las manos atadas.

El carcelero, impaciente, empuja a la mayor de ellas, anciana casi octogenaria y enferma, haciéndola caer boca abajo sobre los adoquines de la calzada. La gente presente no puede contener una protesta: “¡Ay, desgraciado, la has matado!”. Herida y con el rostro ensangrentado, la anciana agradece todavía a su verdugo por no haberla matado, porque eso la habría privado de la gracia del martirio. Durante la terrible noche que pasaron esperando el juicio, se oyó en la Conciergerie a las religiosas cantar el oficio divino.

Junto con otras quince personas, las carmelitas comparecen a la mañana siguiente ante el Tribunal Revolucionario. No hay testigos ni abogados defensores para las acusadas. Han sido juzgadas de antemano.

Las hijas espirituales de santa Teresa son así condenadas a muerte “por haber celebrado reuniones y conciliábulos contrarrevolucionarios, mantenido correspondencia fanática, conservado escritos liberticidas, así como símbolos de aglutinación de los rebeldes de la Vandea”, es decir, emblemas del Sagrado Corazón de Jesús.

Para valorar la “objetividad” de esta sentencia, merece la pena señalar que uno de los acusados, Mulot de la Ménardière, primo de una de las religiosas, quien había sido detenido por haberse encontrado correspondencia suya en el Carmelo, fue condenado a muerte como “sacerdote refractario … jefe de la aglutinación contrarrevolucionaria de una especie de cuartel general de la Vandea [¡sic!] compuesta por antiguas religiosas carmelitas y otros enemigos de la Revolución”. Ahora bien, el juez que presidía el proceso era Toussaint-Gabriel Scellier, originario de Compiègne, quien ciertamente conocía a Mulot, que siempre había vivido allí e incluso había sido candidato a la alcaldía en 1791. Mulot de la Ménardière nunca fue sacerdote, estaba casado y era un agricultor muy conocido en la ciudad.

Mientras esperan las carretas que las llevarán al lugar del tormento, como están en ayunas, la madre Teresa de San Agustín, temiendo que la menor debilidad física pueda ser tomada como miedo a la muerte, le vende a un circunstante el chal de una de las religiosas y le entrega a cada religiosa una taza de chocolate que, según los testimonios, “todas toman con la mayor tranquilidad”.

Durante el largo trayecto hasta la Plaza del Trono “derribado”, lugar de la ejecución, las carmelitas cantan el Miserere, la Salve Regina y el Te Deum. Por primera vez desde el comienzo de la Revolución, la multitud guarda un silencio casi reverencial, ni siquiera se oye a las “furias de la guillotina”, unas arpías libertinas sedientas de sangre que habitualmente acompañaban a las víctimas, insultándolas y saboreando su angustia y su terror.

Era el 17 de julio de 1794. Al pie de la guillotina, la madre Teresa de San Agustín pidió ser la última en morir con el fin de poder animar a sus hijas hasta el final. Sosteniendo en sus manos una pequeña imagen de la Santísima Virgen, entona el Veni Creator Spiritus.

La hermana Constanza, la primera en ser llamada al suplicio, se acerca a ella, besa la pequeña imagen y pide a la superiora su bendición y permiso para morir. Luego sube serenamente los peldaños del cadalso, yendo a colocarse bajo la cuchilla para no permitir que los verdugos la toquen. Las demás religiosas siguen su ejemplo. Los verdugos, llenos de respeto, no muestran prisa ni impaciencia, dejando que todas cumplan con este último ritual de la comunidad.

Según los testigos, las carmelitas visten el hábito religioso, incluido el manto blanco para ceremonias. ¿Hubo algún sacerdote disfrazado entre la multitud para impartirles la absolución suprema? Es probable, porque está demostrado que a lo largo del Terror siempre hubo más de uno de estos heroicos defensores de la fe que, arriesgando sus vidas terrenales, hicieron posible que otros alcanzaran la eterna.

Mueren “in odium fidei”

El historiador del Terror y del Tribunal Revolucionario, Henri Wallon, del Instituto de Francia, senador, exministro y “padre de la Constitución de 1875”, en el Proceso de Beatificación de las dieciséis carmelitas, declaró bajo juramento: “En mi opinión, ellas fueron llevadas a la muerte in odium fidei [por odio a la fe] … Que la religión se haya convertido en un ‘crimen de Estado’ se desprende claramente de todas las actuaciones del Tribunal Revolucionario, por las que muchas personas, no solo religiosos, sino sacerdotes y laicos, fueron condenados a muerte únicamente por motivos religiosos”.

El sacrificio de estas mártires no fue en vano. Apenas diez días después de su muerte, algunos de los principales impulsores del Terror revolucionario perecieron a su vez en la guillotina, evidentemente sin la resignación, ni la serenidad, ni la convicción de inocencia de las carmelitas. Al contrario, la mayoría de ellos murieron, como Robespierre, desesperados, maldiciéndose a sí mismos y a los demás.

Con la muerte de este corifeo revolucionario terminó el Terror, periodo que la nueva corriente histórica “consensualista” considera una “desviación” del proceso. En realidad, la condenación y posterior ejecución de las religiosas de Compiègne —uno de los crímenes más simbólicos del Terror—, como todos los demás delitos y abominaciones cometidos durante esta fase, revelan la realidad más profunda de la Revolución. Tales monstruosidades no constituyen “desviaciones” de un proceso histórico, sino que están en el corazón del mismo.

Este es un buen momento para denunciar la burda maniobra que pretende maquillar la cara siniestra de la Revolución Francesa.

 

* Este artículo se basa en el erudito libro Le sang du Carmel - La véritable passion des seize Carmélites de Compiègne, del padre Bruno de J. M., carmelita descalzo, director de Études Carmélitaines y autor de otras obras. Se trata de un trabajo documental completo de más de 560 páginas, en el que se transcriben documentos públicos y privados relativos a la vida y la muerte de estas carmelitas. En particular: los manuscritos de una de las tres supervivientes de la tragedia, la hermana María de la Encarnación; todo el proceso de acusación existente en el Archivo Nacional; y los procesos canónicos arquidiocesano (1896-1899) y romano (1902-1905) para la beatificación de las venerables carmelitas.

San Elías, el profeta de fuego ¿En qué casos se puede recibir la absolución general sacramental?
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Tesoros de la Fe N°271 julio 2024


Espada de fuego del Señor Dios de los Ejércitos
Palabras del Director Dios no manda nada imposible Regreso del perdón de Santa Ana de Fouesnant a Concarneau San Elías, el profeta de fuego El martirio de las dieciséis carmelitas de Compiègne ¿En qué casos se puede recibir la absolución general sacramental? Elegancia y destreza venciendo a la fuerza y la materia



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