La vida familiar de Francisco y Jacinta no era diferente de la de Lucía en la piedad y el trabajo duro. Su padre, “tío Marto”, como era conocido por todos, era inteligente y buen observador, aunque analfabeto. Había estado en África como soldado y luchado en las guerras contra los rebeldes durante 1895-1896 en Mozambique, en ese entonces colonia portuguesa. Según el testimonio recogido por el canónigo Dr. Formigão en el momento de los acontecimientos de Fátima, el señor Marto fue considerado “el hombre más serio del lugar, incapaz de engañar a nadie”. El padre Juan de Marchi, autor de importantes libros sobre Fátima, donde vivió durante un tiempo, se sorprendió por los amplios conocimientos del señor Marto sobre doctrina católica, así como de su sentido común, rectitud, abnegación y valor. Al escribir sobre el modo cómo solían ser sus primos antes de las apariciones, la hermana Lucía reconoce que Jacinta era un poco mimada y que Francisco, que era excesivamente pacífico, tenía tendencia a no preocuparse por nada. Pero eran niños muy inocentes y generosos. Los tres primos eran inseparables y solían jugar en el patio de la casa de Lucía junto a un pozo rodeado de árboles. A Jacinta también le gustaba ver la puesta de sol con sus primos y luego contemplar el cielo contando las estrellas. Los niños llamaron a las estrellas “las lámparas de los ángeles”, al Sol “la lámpara de Nuestro Señor” y a la Luna “la lámpara de Nuestra Señora”. La pequeña solía decir que prefería “la lámpara de Nuestra Señora” porque no hería tanto los ojos como “la lámpara de Nuestro Señor”. Cuando Lucía cumplió siete años, reemplazó a su hermana Carolina, que había cumplido trece años, en el cuidado de las ovejas. Los dos pequeños primos, a los que les gustaba jugar sólo con ella, estaban desconcertados, pero acudían a verla al final del día, tan pronto oían sonar las campanitas de las ovejas. Apariciones del Ángel
Con su viva e inteligente imaginación y audacia, Lucía tenía un don para atraer y liderar a otros niños. En cuanto escucharon que ella iba a pastorear las ovejas de su familia, todos los pequeños pastores de la región querían ir con ella, de modo que un grupo grande de niños irían juntos a los pastos de las montañas vecinas. En 1915, tuvo lugar el primero de los muchos fenómenos extraordinarios que marcarían la vida de Lucía. Ella así lo narra: Hacia el mediodía, poco más o menos, comimos nuestro almuerzo y después propuse a mis compañeras a rezar conmigo un rosario, lo que aceptaron con gusto. Apenas habíamos empezado, cuando vimos ante nuestros ojos, como suspendida en el aire sobre los árboles, una figura como si fuese una estatua de nieve a quien los rayos del sol hacían algo transparente. —“¿Qué es aquello?”, preguntaron mis compañeras medio asustadas. —“¡No sé!” Continuamos nuestra oración siempre con los ojos fijos en aquella figura que, en cuanto terminamos, desapareció. Lucía no dijo nada en casa, pero los otros niños se lo contaron a sus propias familias para que la madre de Lucía lo supiera y le preguntara. No sabiendo cómo explicarse, dijo que parecía una persona “envuelta en una sábana”, a lo que su madre contestó con firmeza: “¡Tonterías de niñas!”. Este misterioso episodio, que parece haber sido una remota preparación para eventos futuros, se repitió dos veces. La madre de Lucía estaba molesta con ella y sus hermanas empezaron a burlarse. Comenzaba así a saborear el sufrimiento que amargaría su vida en el futuro, la animosidad de su familia, que hasta entonces sólo la había tratado con la mayor ternura. Al año siguiente, 1916, Francisco y Jacinta obtuvieron permiso de sus padres para cuidar los rebaños de su familia junto con los de Lucía. El inseparable trío estaba de vuelta unido. Un “buen día”, como escribe Lucía en su lenguaje sencillo, los tres primos, después de pastorear un rato, subieron al cerro del Cabeço para tomar un refrigerio y rezar el rosario. Una lluvia fina cayó, por lo que entraron en una gruta para cubrirse. Allí permanecieron largo tiempo aunque la lluvia había cesado y el Sol despuntaba. Lucía narra lo que pasó después: Comimos nuestra merienda y rezamos el rosario —no sé si no sería uno de aquellos que con el afán de jugar, acostumbrábamos a rezar pasando las cuentas, como ya dije, diciendo solo las palabras ¡Avemaría y Padrenuestro! Terminada nuestra oración, comenzamos a jugar a las piedrecitas. Solo habíamos jugando unos momentos cuando un viento fuerte sacude los árboles y nos hace levantar la vista para ver qué estaba pasando, pues el día estaba sereno. Entonces vimos que sobre el olivar se encamina hacia nosotros la figura de la que ya hablé. Jacinta y Francisco todavía no la habían visto ni yo les había hablado de ella. Mientras se aproximaba íbamos divisando sus facciones: un joven de unos catorce a quince años de una gran belleza, más blanco que la nieve y a quien el sol hacía transparente como si fuera cristal. Al llegar junto a nosotros nos dijo: —“No temáis, soy el Ángel de la Paz. Orad conmigo”. Y arrodillándose en tierra, inclinó la frente hasta el suelo y nos hizo repetir por tres veces estas palabras: —“Dios mío, yo creo, adoro, espero y te amo. Te pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no te aman”. Después, levantándose, dijo: —“Orad así. Los corazones de Jesús y de María están atentos a la voz de vuestras súplicas”. Sus palabras se grabaron de tal manera en nuestra mente que jamás las olvidamos. Y desde entonces pasábamos largo tiempo así postrados, repitiéndolas a veces hasta caer rendidos. Recomendé que era preciso guardar secreto y esta vez, gracias a Dios, me hicieron caso.
Esta primera aparición del ángel a los tres pastorcitos juntos fue también la primera vez que el ángel permitió a los niños verlo claramente en forma de adolescente y comenzó a prepararlos para su futura misión. Esto fue un punto de inflexión en sus vidas, un distanciamiento de la vida inocente pero ordinaria de los campesinos en una región muy católica y el comienzo de una vida extraordinaria de heroísmo. Algún tiempo después, los niños estaban jugando cerca del pozo en la casa de Lucía cuando el ángel apareció por segunda vez: —“¿Qué hacéis? Orad, orad mucho. Los Corazones Santísimos de Jesús y de María tienen sobre vosotros designios de misericordia. Ofreced constantemente al Altísimo oraciones y sacrificios”. —“¿Cómo debemos sacrificarnos?”, pregunté [Lucía]. —“De todo lo que podáis ofreced a Dios un sacrificio de reparación por los pecados con que Él es ofendido y de súplica por la conversión de los pecadores. Atraed así la paz sobre vuestra patria. Soy el ángel de su guarda, el Ángel de Portugal. Sobre todo aceptad y soportad con sumisión el sufrimiento que el Señor os envíe”. En esta segunda aparición el ángel continuó atrayendo a los niños hacia una vida más perfecta de aceptación y conformidad con la voluntad de Dios. La tercera y última aparición del ángel, según las palabras de Lucía, tuvo lugar de la siguiente manera: Pasó mucho tiempo y fuimos a pastorear nuestros rebaños a una propiedad de mis padres que queda en la ladera del monte ya mencionado, un poco más arriba de los Valinhos. Es un olivar al que llamábamos Pregueira. Después de haber merendado decidimos ir a rezar a la gruta que quedaba al otro lado del monte. Dimos para eso una vuelta por la ladera y tuvimos que subir unas rocas que quedan en lo alto de la Pregueira. Las ovejas consiguieron pasar con mucha dificultad. En cuanto llegamos allí, de rodillas con el rostro en tierra, comenzamos a repetir la oración del ángel: “Dios mío, yo creo, adoro, espero y te amo… etc.”. No sé cuántas veces habíamos repetido esta oración cuando advertimos que sobre nosotros brillaba una luz desconocida. Nos incorporamos para ver lo que pasaba y vimos al ángel teniendo en la mano izquierda un cáliz sobre el cual está suspendida una hostia de la que caen algunas gotas de sangre dentro del cáliz. El ángel deja suspendido el cáliz en el aire, se arrodilla con nosotros y nos hace repetir tres veces: —“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, te adoro profundamente y te ofrezco el preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Jesucristo, presente en todos los sagrarios de la tierra, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con que Él mismo es ofendido. Y por los méritos infinitos de su Santísimo Corazón y del Corazón Inmaculado de María, te pido la conversión de los pobres pecadores”. Después se levanta, toma en sus manos el cáliz y la hostia; me da la sagrada Hostia a mí, y la Sangre del cáliz la divide entre Jacinta y Francisco, diciendo al mismo tiempo: —“Tomad y bebed el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, horriblemente ultrajado por los hombres ingratos. Reparad sus crímenes y consolad a vuestro Dios”. Prosternándose de nuevo en tierra repitió con nosotros otras tres veces la misma oración: “Santísima Trinidad… etc.”, y desapareció. Nosotros permanecimos en la misma actitud repitiendo siempre las mismas palabras y, cuando nos levantamos, vimos que anochecía y, por lo tanto, era hora de volver a casa. A pesar de la bondad que el ángel manifestó, su naturaleza superior dejó a los pobres niños como aniquilados. Durante mucho tiempo después de las visiones fueron incapaces de hablar o moverse. Incluso unos pocos días después sentían algunas dificultades para hacerlo. Ya entonces presente en estas primeras manifestaciones sobrenaturales había algo que se convertiría en una constante misteriosa: solo Lucía tomaría la iniciativa de hablar, Jacinta solo podía ver y oír, mientras que Francisco solo veía mas no podía oír nada. Mientras estos eventos tenían lugar, otros alteraron la vida de la aldea y de la familia de Lucía. El párroco local, padre Pena, fue reemplazado por uno más severo, el padre Manuel Marques Ferreira, conocido por el apodo de Padre Boicinha, como era común en los pueblos portugueses de la época. Combatió la excesiva inclinación de los campesinos por el baile y esa costumbre desapareció gradualmente entre los adultos y niños. El padre de Lucía cayó en malas compañías, abusando del vino y descuidando sus negocios, con lo que la familia perdió varias propiedades. Dos de las hermanas de la vidente se casaron y dejaron la casa; la madre de Lucía, debido a los reveses económicos, mandó a dos de sus otras hijas a trabajar como sirvientas (regresaron después de un tiempo, cuando la madre de Lucía cayó enferma). Lucía comprendió aún mejor qué era el sufrimiento cuando vio a su madre, a la hora de la cena, mirar los lugares vacíos alrededor de la mesa, inclinar la cabeza y llorar: “¡Dios mío! ¿A dónde ha ido a parar la alegría de esta casa?”.
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