PREGUNTA Tengo una gran interrogante, por lo que les escribo. En el artículo “El Concierto de los Campanarios”, de Gabriel J. Wilson [Tesoros de la Fe, enero de 2017], hacen unos comentarios sobre el Concilio Vaticano II. Mi pregunta en resumen es: ¿En qué parte del Concilio Vaticano II indica que los obispos sean más administradores y menos pastores? Por favor, agradeceré mucho su respuesta. RESPUESTA
El artículo que motivó la pregunta de nuestra lectora, decía: “La catedral es la madre de las iglesias o parroquias. El obispo es el padre de los fieles. ¿No son los obispos los continuadores de los Apóstoles? […] hoy la idea dominante sobre los obispos está vuelta hacia la administración de los bienes materiales de la diócesis, o para insuflar la lucha de los pobres contra los ricos. Después del Concilio Vaticano II, se puede decir que el obispo dejó de ser ‘padre’ para ser administrador, político, comunicador o manipulador de masas… Con cierta exageración, todo, menos el pastor realmente preocupado en salvar a sus ovejas”. Me duele decirlo, pero estoy de acuerdo con esa valoración. No en el sentido de que todos los obispos correspondan a esa imagen, sino en el hecho de que los fieles y el público quedaron con esa imagen en la retina, a causa de los pronunciamientos episcopales de tipo “revolucionario” y de los obispos más aplaudidos por la prensa izquierdista. También es un hecho que eso ocurrió principalmente después del Concilio Vaticano II; y, en lo que concierne a América Latina, después de la reunión del CELAM (1968), en Medellín, donde fue aprobado un plan pastoral de apoyo a las reivindicaciones políticas y sociales de la izquierda, en nombre de una “opción preferencial por los pobres” distorsionada. “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos” En cuanto a la pregunta concreta, si existe algún documento del último concilio señalando que los obispos deben ser más administradores y menos pastores, la respuesta es que, obviamente, eso no esta dicho textualmente en ningún lugar. Pero es necesario reconocer, en sentido contrario, que las novedades conciliares en materia de eclesiología (la parte de la teología que estudia la naturaleza y la estructura de la Iglesia) contribuyeron de hecho para esa evolución. Lo que se vuelve patente al comparar el concepto tradicional del carácter jerárquico de la Iglesia y el punto de vista de los documentos conciliares, en particular la Constitución dogmática Lumen gentium. Como decía el antiguo Catecismo, la Iglesia “es la sociedad o congregación de todos los bautizados que, viviendo en la tierra, profesan la misma fe y ley de Cristo, participan en los mismos sacramentos y obedecen a los legítimos pastores, principalmente al Romano Pontífice”.1 En contraposición a la herejía protestante, por lo tanto, se acentuaba su carácter de sociedad visible y con límites definidos (la misma fe, los mismos sacramentos, la obediencia a los legítimos pastores). La eclesiología tradicional, sin embargo, no se limitaba a registrar los lazos externos que distinguen a la Iglesia Católica, sino que obviamente insistía en su carácter espiritual y místico de verdadera familia de Dios, en la cual los miembros son engendrados y nutridos por la unión con Jesucristo, que dijo a los apóstoles: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). En esta familia espiritual, como enseña san Pablo, “hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo”, en el cual “Dios distribuyó cada uno de los miembros como quiso” (1 Cor 12, 13 y 18).
Omisiones en documentos conciliares La eclesiología tradicional destacaba que esa dignidad fundamental de cada fiel, en cuanto miembro del Cuerpo Místico, no impide el carácter jerárquico que Jesús dio a la Iglesia, la cual “en virtud de su misma naturaleza” es, como enseña san Pío X, “una sociedad compuesta de distintas categorías de personas: los pastores y el rebaño, esto es, los que ocupan un puesto en los diferentes grados de la jerarquía y la multitud de los fieles. Y estas categorías son de tal modo distintas unas de otras, que solo en la categoría pastoral residen la autoridad y el derecho de mover y dirigir a los miembros hacia el fin propio de la sociedad”.2 En esta concepción, así como el Papa es sucesor de san Pedro en el gobierno de la Iglesia universal, así también los obispos son sucesores de los apóstoles, como pastores legítimos de una porción del rebaño, en unión con el Papa y con los demás obispos. Ellos son ministros de Cristo, maestros de la fe, pontífices y dispensadores de los misterios de Dios (1 Cor 1, 4), verdaderos pastores con poder propio, ordinario e inmediato sobre los fieles bajo su jurisdicción, aunque su ejercicio sea regulado por la autoridad suprema del Papa. En virtud de tal poder, los obispos tienen el derecho y el deber de legislar, juzgar y gobernar en lo referente al bien de sus ovejas, al culto y al apostolado. Sin negar de frente ninguna de estas verdades, la eclesiología de la Lumen gentium y de otros documentos conciliares, por sus omisiones y/o énfasis excesivos, proporciona una visión de conjunto muy diferente. Es bastante elocuente el orden que fue dado a la redacción de los tres primeros capítulos de la Lumen gentium: el misterio de la Iglesia, el pueblo de Dios y constitución jerárquica de la Iglesia. En ellos, se acentúa el carácter de “sacramento” del encuentro de Dios con la humanidad (en detrimento del carácter de sociedad visible) y su existencia comunitaria (en desventaja de su naturaleza jerárquica). Para no hablar del ofuscamiento de las fronteras visibles de la Iglesia, a causa del ominoso subsistit in, que desborda a la Iglesia de Cristo más allá de las fronteras institucionales de la Iglesia Católica. “Colegialidad”, inspirada en la Iglesia ortodoxa rusa El cardenal belga Leo-Joseph Suenens, líder del ala progresista, comentó en 1968: “Si me preguntaran cuál es el ‘germen de vida’ más rico en consecuencias pastorales que debemos al Concilio, respondería sin dudarlo: el haber vuelto a descubrir al Pueblo de Dios como un todo, como una globalidad”. Según el padre Bruno Chénu, profesor de eclesiología de la Universidad Católica de Lyon y jefe de redacción del periódico “La Croix” (1988-1997), “la imagen del Pueblo de Dios permite, en efecto, resaltar el carácter peregrino de la Iglesia, su naturaleza igualitaria y comunitaria, sin omitir el llamado de Dios que la constituye. Porque todos los cristianos participan del oficio sacerdotal, profético y real de Cristo”.3
Dicha “eclesiología de comunión” del Vaticano II supone una revalorización del episcopado frente al Papado (por medio del concepto de “colegialidad”4 desconocida en la teología católica e inspirada en la sobornost de la iglesia greco-cismática rusa), así como una valorización paralela del presbiterado y de los laicos frente a los obispos (por el acento de la “sinodalidad” en el ejercicio de las funciones episcopales). Teóricamente el ministerio episcopal salió reforzado por el reconocimiento de un poder supuestamente supremo —aunque cum Petro et sub Petro— del colegio de los obispos. En realidad, fue debilitado por el decreto conciliar Christus Dominus sobre el ministerio pastoral de los obispos en la Iglesia. Por un lado, este decreto confiere un carácter permanente y jurídico a las conferencias episcopales5 de los diversos países de la región (descritas como una “asamblea en que los obispos de cada nación o territorio ejercen unidos su cargo pastoral”), lo que tiene como consecuencia práctica que, en muchas materias de importancia, el poder y la responsabilidad personal de cada obispo en su diócesis quedan limitados desde arriba. Por otro lado, el mismo decreto conciliar expresa el deseo de que “se establezca en la diócesis un consejo especial de pastoral, presidido por el obispo diocesano, formado por clérigos, religiosos y seglares especialmente elegidos”, limitando desde abajo, si no en la teoría, al menos en la práctica, el poder y la responsabilidad del ordinario. Por ejemplo, la carta circular Omnes christifideles de la Congregación del Clero a todos los obispos afirma que “el obispo debe tomar muy en serio las propuestas y sugerencias del consejo y dar mucha importancia a un parecer unánime” (§8, b). Asimismo, el decreto conciliar Presbyterorum ordinis, sobre el ministerio y la vida de los presbíteros, dispuso que haya, al margen del cabildo de canónigos de la catedral, “un consejo o senado de sacerdotes, representantes del presbiterio, que puedan ayudar eficazmente, con sus consejos, al obispo en el régimen de la diócesis” (§7). El consejo presbiteral fue de hecho prescrito en el nuevo Código de Derecho Canónico (c. 495), el cual, dotado de estatutos propios, debe ser oído “en los asuntos de mayor importancia”, con voto sólo consultivo (en teoría…). En el gobierno de su diócesis, el obispo, además de oír al consejo presbiteral y al consejo pastoral, debe celebrar cuando las circunstancias lo aconsejen sínodos diocesanos, cuya composición está prescrita por el Código y en el cual pueden participar “como observadores, a algunos ministros o miembros de Iglesias o de comunidades eclesiales que no estén en comunión plena con la Iglesia católica”.6 No es de sorprender que, después de haber colocado al obispo a la cabeza de tal máquina administrativa, bajo la presión simultánea de la Conferencia episcopal (por arriba) y de los consejos y sínodos diocesanos (por abajo), el motu propio Ecclesiae Sanctae, promulgado por Paulo VI en agosto de 1966 “para la aplicación de algunos decretos del Concilio Vaticano II”, haya dispuesto que todos los obispos diocesanos “que, no más allá de cumplidos los setenta y cinco años de edad, presenten espontáneamente la renuncia de su oficio a la Autoridad competente”. Pues es comprensible que a esa edad el obispo este agobiado, sobre todo, ¡si a lo largo de su carrera episcopal, tuvo que pasar por (y adaptarse a…) una diócesis tras otra! Pontífice y monarca vitalicio de su diócesis
Una movilidad reciente y abusiva, contra la cual protestó el cardenal Vincenzo Fagiolo, ilustre canonista de la Curia romana, en un artículo publicado el 27 de marzo de 1999 en el “Osservatore Romano”: “La dignidad del episcopado reside en el munus que comporta y es tal que de por sí prescinde de todas las hipótesis de promoción y traslados, que deberían si no eliminarse, ser raros. El obispo no es un funcionario, un interino, un burócrata de paso, que se prepara para otros cargos más prestigiosos”.7 En sentido contrario, la belleza del viejo modelo de obispo, pontífice y monarca vitalicio de su diócesis, fue resaltada por el cardenal Bernardino Gantin, que durante catorce años fue prefecto de la Congregación para los Obispos: “Con su nombramiento el obispo debe ser un padre y un pastor para el pueblo de Dios. Y el ser padre es para siempre. De modo que, cuando un obispo es nombrado para una determinada sede, en principio debe permanecer allí para siempre. Que quede claro. La relación entre el obispo y su diócesis se presenta también como un matrimonio, y un matrimonio, según el espíritu evangélico, es indisoluble”.8 Con estas consideraciones, esperamos haber respondido convenientemente a nuestra amable lectora.
Notas.- 1. Catecismo Mayor, p. I, c. X, a. 151. 2. Enc. Vehementer, 11 de febrero de 1906. 3. “La Croix”, 30-9-2002. 4. Para imponer una interpretación tradicional del capítulo III de la Lumen gentium, que trata de la colegialidad episcopal, Paulo VI mandó insertar una “nota explicativa previa”. Sus redactores recurrieron a la teoría de un doble sujeto, inadecuadamente distinto, del poder supremo de la Iglesia, según la cual el poder del Papa sólo, tiene la misma finalidad y la misma extensión que el poder del colegio entero (incluido el Papa). Tal bicefalía es inédita en la teología católica. 5. La Lumen gentium resalta que “las Conferencias episcopales hoy en día pueden desarrollar una obra múltiple y fecunda, a fin de que el afecto colegial tenga una aplicación concreta” (§23). 6. Código de Derecho Canónico, c. 463 §3. 7. Edición del 27 de marzo de 1999. 8. Entrevista a la revista “30 Días”, abril de 1999.
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