Giuseppe De Nittis, 1878, Felipe Barandiarán El viejo Palacio de Westminster levantado en el siglo XI por Eduardo el Confesor, y convertido en la sede del Parlamento poco después, había sido devastado por un incendio en 1834 y reconstruido en 1876. Dos años después, De Nittis captura esta escena de la vida cotidiana en Londres, protagonizada por la típica bruma que lo envuelve todo, creando una atmósfera y magia singular. La silueta difuminada del majestuoso edificio, con sus altas torres góticas, aparece recortada sobre un cielo mustio y enrojecido por un sol que no calienta. A sus pies, las aguas del Támesis discurren serenas y caudalosas. Algunas embarcaciones lo atraviesan. Todo desdibujado. Sobre el puente, trazando una línea diagonal en la pintura, transitan varios personajes en un rutinario ir y venir. Algunos se han detenido y están pasando el rato, sin hacer nada, mirando el panorama. En el primer plano, apoyados en la barandilla, dos hombres conversan ajenos a cualquier urgencia. Podemos imaginar el tono de sus palabras: frases sueltas, pausas prolongadas, momentos de reflexión que se pierden en el humo de sus pipas. Incluso los silencios tienen su peso, permitiendo que la vista del río, envuelto en la niebla, y la mole del palacio sean parte de ese diálogo compartido. Su actitud transmite una calma que no solo es física, sino también mental, haciendo que el tiempo transcurra a un ritmo más humano, en sintonía con la naturaleza y el entorno. * * * ¡Qué contraste con la vida moderna! Hoy vivimos de forma acelerada, enganchados al celular, incapaces de disfrutar de un momento de calma, de no hacer nada, simplemente contemplar, rumiar los pensamientos. No soportamos el silencio, nos resulta incómodo, incluso angustiante. Necesitamos ruido, música, la radio de fondo o la televisión. Estamos viciados en “producir” siempre algo, aunque sea una foto para compartirla con alguien que no está ahí, desatendiendo a quien tenemos al lado. Bombardeados constantemente por estímulos, estamos olvidando el “ser”. * * * Este cuadro nos invita a reflexionar sobre esa desconexión con el presente. Nos muestra un momento de humanidad que contrasta con nuestra existencia apresurada. La serenidad que emana de los hombres junto al puente parece desafiarnos a recuperar la capacidad de quedarnos quietos, de observar sin prisa, de disfrutar los silencios, de encontrar belleza en la lentitud. Quizás sea una llamada de atención para hacernos ver que en la pausa y la contemplación está la profundidad y la vida.
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