La vida en una aldea de la sierra portuguesa a comienzos del siglo XX estaba llena de encanto, paz y tranquilidad, lo cual era fruto del sentido del deber y de las consolaciones de la fe. Una vida de trabajo llena de fe Era una vida de trabajo marcada por el cultivo de los campos, el pastoreo y las tareas domésticas, al compás de las oraciones que se rezaban a lo largo del día y de las fiestas litúrgicas que se celebraban durante el año. El trabajo y la oración se intercalan con naturalidad, así como el simple entretenimiento de participar en animadas conversaciones o cantando nostálgicas o alegres canciones acompañadas por una guitarra, pífanos y flautas. Esa vida sencilla, sin afectaciones y realista, pero con los ojos puestos en el cielo, mantuvo unidas a las familias y creó estrechos y durables lazos de amistad entre los vecinos. La aldea era como una gran familia donde todos se conocían, se ayudaban, dependían unos de otros, compartían los trabajos, las alegrías y las tristezas, se apoyaban mutuamente en la enfermedad y en la necesidad y asimismo se consolaban en la desgracia, practicando la caridad cristiana. Aljustrel, en las laderas de la Serra do Aire, era un caserío que pertenecía a la parroquia de Fátima, a unos 130 km al norte de Lisboa, la capital de Portugal, y a 85 km al sur de Coimbra, la antigua capital de los primeros reyes portugueses y sede de su célebre universidad. Es allí donde comienza nuestra historia. Dos familias extrelazadas Las familias Dos Santos y Ferreira da Rosa eran las más prósperas de Aljustrel, dueñas de algunas casas y propiedades rurales, pero que trabajaban tan duro como cualquier otra persona. Profundamente religiosas, ambas familias estaban unidas por dos matrimonios: Antonio dos Santos se casó con María Rosa; y la hermana de Antonio, Olimpia, se casó con José, hermano de María Rosa. Antonio y María Rosa tuvieron seis hijas y un hijo: la menor de todas, Lucía, nacida el 22 de marzo de 1907, se convertirá en la principal vidente de Fátima junto con sus primos Francisco y Jacinta. Estos era hijos de Olimpia, que después de perder a su esposo José, se casó con Manuel Pedro Marto, un pariente distante, con quien tuvo siete hijos; los dos menores fueron Francisco, nacido el 11 de junio de 1908, y Jacinta, nacida el 11 de marzo de 1910. Intensidad de la vida familiar Al leer las memorias de la hermana Lucía, se percibe que la vidente evoca con cierta nostalgia la intensa vida familiar cristiana de su infancia. El sol apenas se había levantado cuando empiezan los trabajos del campo, cuidando animales, gallinas ponedoras y pollos criados para comer. Cada uno tenía sus propias tareas específicas, algo que, lejos de ser considerado como una carga, era visto como una manera perfecta para que todos en la familia se sientan que están del mismo lado. De hecho, era en medio de constantes ocupaciones que los miembros de la familia se relacionaban entre sí y con los vecinos. La vida rural era el común denominador de los habitantes de los pueblos de la sierra portuguesa.
Ocupaciones que parecían naturales para aquellas personas sencillas que veían su laboriosa vida como una bendición del Señor, una manera honesta y religiosa de ganarse la vida en la alegría de cumplir con su deber y aceptar su propia suerte, y las faenas eran una ocasión para conversaciones, cantos y oraciones. Especialmente por la noche, cuando la familia se reunía, mientras las hermanas tejían o cosían, un hermano tocaba la guitarra y todo el mundo cantaba, atrayendo a los vecinos a venir y participar de esa alegría, comentando entre risas, “ya que no nos dejan dormir, hemos venido a unirnos al canto”. En aquellas reuniones nocturnas, también se entretenían contando viejas historias de leyendas de castillos encantados o de fabulosas batallas, transmitidas a lo largo de generaciones. La madre, sin embargo, no pasaría por alto esas ocasiones para contar episodios de historia sagrada o de la vida de santos. María Rosa era una de las pocas mujeres en la aldea que sabía leer, que aprendió de una tía suya, una piadosa dama que enseñaba a las jóvenes por caridad. De su piadosa tía María también había heredado algunos libros que le gustaba leer los domingos. Cierta vez, ella dijo que prefería más conversar con los santos que con sus vecinas. Durante la semana, en el descanso del mediodía, aprovechaba para enseñar la doctrina cristiana a sus hijas menores. Caridad cristiana La caridad de la familia de Lucía era proverbial. Cuando horneaban el pan o trituraban las aceitunas para extraerles su delicioso aceite, siempre reservaban algo para los pobres. Los pobres a menudo venían a pedir limosna y, cuando no eran de la zona, también debían estar preparados para atenderlos de noche. Una vez, cuando Antonio le dio limosna a un pobre que llamaba a su puerta, Antonio le pidió oraciones para sí y para Lucía, que estaba a su lado. María Rosa protestó con buen humor: —“¿Así que no pediste oraciones para mí?”. Antonio contestó con una sonrisa: —“Lo que es mío es tuyo, y por lo tanto rezar por mí es lo mismo que rezar por ti”. María Rosa concordó, satisfecha. Cuando alguien estaba enfermo en el pueblo, venían a pedir ayuda a la madre de Lucía; ella cuidaba de los enfermos por caridad. Cuando María Rosa estaba ocupada, mandaba a una hija en su lugar. Cierta vez, a los once años de edad, Lucía fue enviada a quedarse con el hijo enfermo de una pobre viuda, permitiendo así que la mujer descansara un poco. El joven estaba en la última fase de la tuberculosis y pasó todo el tiempo sentado en la cama para poder respirar. Lucía a menudo lo abanicaba para que pudiera respirar mejor, y él agradecía, sonriendo y diciendo: —“Parece que el tiempo pasa más rápido cuando estás aquí”. Alguien advirtió a su padre que era imprudente que ella se quedara con un paciente con tuberculosis debido al riesgo de contagio. El padre respondió con sencillez: —“Dios no me pagará con mal el bien que hago por él”. La hermana Lucía, que escribió sobre este episodio cuando tenía 82 años, comentó que hasta ese momento nunca había padecido aquella terrible enfermedad.
Una educación sana y realista La madre de Lucía, una buena maestra, no solo tenía un gran sentido de la realidad natural de las cosas, sino también de la realidad sobrenatural, y no dudaba en hablarle a los niños sobre el infierno, inculcando en ellos un santo temor de ofender a Dios. Así fue que cierta vez, uno de los chicos que María Rosa dejaba por caridad quedarse con sus hijas mientras sus madres cultivaban el campo, dijo una mala palabra. María Rosa, dulce pero firmemente, reprendió al niño diciendo que eso era un pecado, que disgustaba al Niño Jesús y que aquellos que pecaban se iban al infierno. Estas palabras produjeron una sana impresión en la pequeña Jacinta, que estaba presente. Cortejando castamente para un matrimonio feliz Una de las hermanas de Lucía, ya de edad adulta, comentó con sus padres que un joven le había propuesto tratarse más asiduamente, con la intención de casarse, pero que ella estaba en duda porque otro hombre se lo había propuesto primero. Su madre respondió que lo que importaba era que el pretendiente fuera serio y casto, que huyera de los que proponían cosas malas, porque es mejor quedarse soltera que casarse mal. Y su padre agregó: —“Cuando me propuse cortejar a tu madre, lo primero que acordamos era mantener pura la flor de nuestra castidad hasta nuestro matrimonio, para ofrecerla a Dios a cambio de su bendición y de los niños que Él estaría dispuesto a darnos. Así nos ha bendecido con esta pequeña muchedumbre”. Primera comunión de Lucía La oración era parte integral de la vida familiar. Lucía aprendió a decir el Avemaría mientras aún estaba en los brazos de su madre. Como era inteligente y tenía buena memoria, la pequeña aprendió el catecismo de tanto escuchar a su madre enseñarlo a sus parientes y vecinos. Cuando Carolina, su hermana mayor, comenzó a asistir a las clases de catecismo en la iglesia parroquial en preparación para su primera comunión, María Rosa la envió junto con Lucía a pesar de que esta tenía solo seis años de edad. Cuando llegó el momento de fijar una fecha para la ceremonia, el párroco informó a la niña de seis años de edad que no podía recibir la comunión con los demás. Al oír esto, Lucía lloró con todo su corazón, se inclinó implorando sobre las rodillas del buen párroco. En ese preciso momento, el padre Cruz, sacerdote ejemplar e incansable misionero, entró y le preguntó cuál era la razón de sus lágrimas. Al oír la causa, llamó a Lucía a un lado y la examinó en detalle. “Padre Pena —le dijo al párroco después de examinar a Lucía— puede dejar comulgar a esta pequeña. Ella sabe lo que está haciendo mejor que muchos de estos mayores”. El párroco puso reparos debido a su edad; pero el famoso sacerdote replicó: —“No importa. Yo asumiré la responsabilidad”. Y así se le permitió a Lucía recibir la primera comunión a la edad de seis años. Gracia mística La alegre Lucía le contó a su madre lo sucedido y le pidió hacer su primera confesión con el padre Cruz, lo que efectivamente hizo. Pero al salir del confesionario se dio cuenta de que todos los demás en la fila de la confesión se estaban riendo.
Su madre entonces le explicó que, en la confesión, uno debe susurrar. Ella había hablado tan alto que todos habían oído sus pecados. Sin embargo, nadie escuchó el consejo que el sacerdote le dio. La hermana Lucía lo cuenta en sus memorias: —“Hija mía —le dijo el misionero— tu alma es templo del Espíritu Santo. Guárdala siempre pura para que Él pueda continuar en ella su acción divina”. “Al oír estas palabras —escribe la hermana Lucía— me sentí penetrada de respeto en lo más íntimo de mi alma, y pregunté al confesor qué debía hacer”. “Ve al altar de Nuestra Señora y, de rodillas, pídele con mucha confianza que tome tu corazón, que lo prepare para recibir mañana a su querido Hijo de una manera digna y que lo guarde Él solo”. La hermana Lucía continúa: “Había en la iglesia más de una imagen de la Virgen, pero como mis hermanas arreglaban el altar de Nuestra Señora del Rosario, tenía la costumbre de rezar delante de esa imagen, y allí me arrodillé de nuevo. Le pedí con todo el fervor de que era capaz, que guardase mi corazón solo para Dios. “Al repetir varias veces esta humilde súplica con los ojos fijos en la imagen, me pareció que me sonreía y que, con una mirada y gesto de bondad me decía que sí. Quedé tan inundada de alegría que casi no podía hablar”. Al día siguiente, como última recomendación, María Rosa le dijo a su hija que pidiera a Nuestro Señor que la haga una santa. Lucía escribe sobre este momento memorable: “Cuando el sacerdote bajaba los escalones del altar, mi corazón latía tan fuerte que parecía querer salirse del pecho. Pero luego que posó en mis labios la Hostia divina sentí una serenidad y una paz inalterables. Sentí que me invadía una atmósfera tan sobrenatural que la presencia de nuestro buen Dios me era tan sensible como si lo viese o lo oyese con los sentidos corporales. Le dirigí entonces mis súplicas: ‘Señor, hazme santa; guarda mi corazón siempre puro, sólo para ti’”. Lucía agregó: “Aquí me pareció que nuestro buen Dios me dijo en el fondo de mi corazón estas inconfundibles palabras: ‘La gracia que se te ha concedido hoy permanecerá viva en tu alma, produciendo frutos de vida eterna’. ¡De qué manera me sentía transformada en Dios! … Perdí desde entonces, el gusto y atractivo que comenzaba a sentir por las cosas del mundo y únicamente me sentía bien en un lugar solitario donde, a solas, pudiese recordar las delicias de mi primera comunión”.
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