Paulo Roberto Campos Un amigo me sugirió, debido a graves daños causados a los niños por la seudo “educación sexual” en las escuelas, que expusiera cómo tal educación debería ser puesta en práctica. Esto porque existen padres, hasta de familias católicas, que debido a la vida moderna y al caos doctrinario de nuestros días, se encuentran en una “orfandad religiosa” —según expresión de mi amigo—, y “desconocen la enseñanza católica sobre educación sexual”.
Le respondí con la misma frase que emplee tiempo atrás, cuando unos lectores me pidieron que tratara del problema de la “educación sexual”: “Soy incompetente para exponer a respecto de un tema tan delicado”. Pero, este último fin de semana, anduve hurgando sobre el asunto. Me puse a buscar en algunos documentos pertinentes de la doctrina social de la Iglesia y encontré un libro que lo leí casi de un sólo porrazo: “L’Église et l’Education Sexuelle” (Editado por la Association du Mariage Chrétien). El libro es bien antiguo (1929), lo que me agrada especialmente tratándose de materia religiosa, pues es muy anterior al período en que “por alguna fisura haya penetrado la humareda de Satanás en el templo de Dios”1 —conforme la célebre expresión del Papa Paulo VI. Habiéndolo leído, resolví aventurarme a escribir algo al respecto, sin pretender entrar en detalles, sino apenas esbozando algunas consideraciones de orden general. Pido a los lectores que me rectifiquen o me envíen sugerencias que complementen para una eventual publicación, lo que podría servir para ayudar a otros padres de familia — otros “huérfanos” de religión… Nociones elementales Para comenzar, tal “educación sexual” no compete al Estado ni a los colegios. Éstos deben respetar el principio de subsidiariedad. O sea, no deben interferir con la institución familiar en aquello que compete a los padres. Podrían, eso sí, auxiliar en la formación religiosa y moral de los estudiantes, pero en primerísimo lugar le cabe a los padres la educación de la prole, particularmente en esta delicada cuestión. ¿Al fin de cuentas los hijos pertenecen al Estado o a los padres? El Estado, que fracasa en tantas cosas que le son propias, ¿cómo osa entrometerse en el sagrado recinto de un hogar? Peor aún cuando se mete a tratar de “educación sexual”, según un programa que nada tiene de verdadera educación, pero sí de una “iniciación sexual” —en muchos colegios se llega al colmo de enseñar verdaderas perversiones sexuales— y hecha colectivamente en una clase con alumnos de ambos sexos, cada uno de ellos con diferentes capacidades de entendimiento y de madurez. Ante todo, los padres deben ayudar a sus pequeños no propiamente en la “educación sexual”, sino en la “educación para la pureza”. Según expone San Francisco de Sales, “La castidad es el lirio de las virtudes; ella hace a los hombres iguales a los ángeles. Nada es bello sino por la pureza, y la pureza de los hombres es la castidad”.2 Así, para citar algunos ejemplos, los padres deben actuar incentivando nobles y elevados sentimientos en los hijos, mostrándoles la belleza de la virtud de la virginidad y de la castidad e infundiéndoles el horror al pecado. Más tarde, les deberán hablar de la finalidad del matrimonio, que es la formación de la familia y la procreación teniendo en vista la gloria de Dios, Creador de todas las cosas. Después, calmamente, de modo simple y sin entrar en detalles inútiles —en muchos casos, bastará una media palabra, pues el propio instinto humano percibe el resto—, decirles que las relaciones sexuales son lícitas apenas en función de la conservación y perpetuación de la especie humana; que fuera del matrimonio, monogámico e indisoluble, tales relaciones constituyen una grave ofensa a Dios, un pecado mortal, etc.
Pero para hacer tal abordaje, los padres de familia deben observar atentamente a sus hijos y saber esperar el momento oportuno. Anticipar la hora podría surtir un efecto contrario: podría despertar la curiosidad infantil, llevando a imaginar lo que no se debe, a sacar conclusiones nefastas, o incluso, incitar al pecado. Un momento, que algunos padres ya comprobaron que es muy adecuado, es la época del aprendizaje del catecismo, por ejemplo, cuando se explican los Diez Mandamientos de la Ley de Dios. También por ocasión de la primera confesión o de la primera comunión. ¿A qué edad? No sé precisar —pues depende mucho de cada niño, según su propio grado de precocidad—, pero generalmente en la edad de la pubertad. Sin embargo, mejor que nadie —por un designio y una gracia de Dios— los mismos padres conocen las necesidades de sus hijos, y tienen el sentido común para discernir exactamente a qué edad, cuándo y en qué circunstancias levantar el asunto. A veces, por un discernimiento especial, consiguen incluso descubrir qué tipo de pregunta ronda en las cabecitas infantiles. Especialistas en moral familiar recomiendan no tratar con niños o niñas explícitamente sobre cuestiones sexuales sin tomar en consideración los principios morales. Y, así mismo, nunca en conjunto —de preferencia, le toca al padre tratar con el hijo y a la madre con la hija—, siempre con la debida prudencia y con la mayor discreción, teniendo en cuenta la modestia y el pudor natural de los niños. Todo tiene su tiempo y los padres necesitan respetar y esperar la ocasión propicia para abordar tan delicada cuestión, tomando en consideración el temperamento y la madurez de cada uno de sus hijos.3 Las palabras convencen, los ejemplos arrastran No obstante —como bien dijo San Juan Bosco: “La prédica más eficaz es el buen ejemplo”— más que tratar el asunto de un modo teórico, los buenos ejemplos y las buenas costumbres que los pequeñitos observen dentro del hogar, serán lo que los lleve a amar la pureza: las buenas conversaciones entre los padres; los buenos modales; la compostura del cuerpo y la modestia de los trajes; el ambiente confortable de la residencia; donde por ningún motivo se debe colocar la televisión y la computadora en las habitaciones de los niños —los buenos libros pueden ocupar perfectamente tales espacios en sus dormitorios—, que deben estar siempre limpios y ventilados, con las camas bien tendidas, etc. ¿En vez de videojuegos, por qué no una partida de ajedrez? ¿En vez de ver televisión durante las comidas, por qué no una buena conversación en familia? Es una óptima ocasión para contar noticias domésticas y procurar informarse cómo pasaron el día los chicos, por ejemplo, en el colegio. Durante la convivencia doméstica, los padres deben aprovechar cada ocasión para enseñar a sus hijos lo que está bien y lo que está mal; lo que es debido y lo que está prohibido según la Ley de Dios. En ese sentido, el Papa León XIII afirmó: “Téngase ante todo por indudable que es mucho lo que puede en los ánimos de los niños la educación doméstica. Si los jóvenes encontraren en sus casas una moralidad en el vivir y una como palestra de las virtudes cristianas, quedará en parte asegurada la salvación de las naciones”.4
Además de ello, los padres no pueden olvidar igualmente la necesidad de formar a sus hijos con un carácter bien templado y una voluntad vigorosa. Como sabemos, la inteligencia debe gobernar la voluntad y ésta la sensibilidad. Estando ellos así educados, aunque no se haya tratado de todos los puntos mencionados, ellos mismos, cuando llegue el momento en que se manifiesten las pasiones humanas desarregladas, los apetitos de la sensualidad, tendrán el dominio de sí y la fuerza de voluntad suficiente para dominar las malas inclinaciones, para rechazar las tentaciones, las malas compañías, las amistades peligrosas, las invitaciones al mundo de las drogas, etc. Para una buena formación de la personalidad de los hijos, se exige de los padres una obra de largo aliento —que se debe iniciar desde la más tierna infancia—, dando el buen ejemplo e infundiendo en los pequeños el aprecio por los principios morales y religiosos. ¿Es difícil? Sí, pero nada de grande se hace sin dificultad. Los padres serán auxiliados con gracias sobrenaturales siempre que las pidan a Dios y a su Madre Santísima. Ella, que tan eximiamente cuidó del Niño Jesús, ¿no velará particularmente por los hijos de su Divino Hijo? Consideraciones finales Termino con una posible objeción que alguien podría levantar: “La casa no es un convento para pasar el tiempo entero tratando de religión”. – Claro que no. Estas enseñanzas deben ser prodigadas poco a poco, de acuerdo con la capacidad de asimilación de los niños. Entre un asunto doméstico y otro, ir sacando lecciones de vida con base en cuestiones morales. Es mejor hacer eso en casa, que dejar que otros (por ejemplo, las malas compañías) lo hagan con base en cuestiones inmorales. “Es mejor prevenir que lamentar”… Además, si se pone tanto esmero en cuidar de la salud física de los hijos —lo que es indispensable—, ¿por qué no velar también por su salud moral? (Mens sana in corpore sano — “una mente sana en un cuerpo sano” — preceptúa la lapidaria expresión latina). En este esfuerzo de los padres, aplicado a una primorosa educación de los niños, tengo la seguridad de que ellos tendrán una gran satisfacción y serán inmensamente recompensados cumpliendo la misión para la cual Dios los destinó. Particularmente la de preservar la inocencia de sus hijos, preparándolos así para vencer las dificultades de la vida, para que en el futuro sean hombres grandes y heroicos, otros buenos padres, otras buenas madres de familia, otros mejores maestros de otros pequeñitos. Notas.- 1. Alocución del 29 de junio de 1972, en la conmemoración de la Fiesta de los Apóstoles San Pedro y San Pablo.
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