La seriedad de una conversión Andrés se transformó de “lobo” en “cordero”, y de “cordero” en “pastor”. Uno de los grandes santos del final de la Edad Media, oriundo de una de las más nobles familias de la brillante Florencia del siglo XIV. Plinio María Solimeo Nicola y Peregrina pertenecían a la noble y antigua familia florentina de los Corsini. A fuerza de oraciones y promesas, obtuvieron del cielo un hijo, que consagraron a la Virgen en el convento de los carmelitas. En la víspera del parto, Peregrina soñó que había dado a luz a un lobo cachorro que, al entrar en una iglesia se transformó en amable cordero. Andrés llamaron al niño, nacido en la fiesta de aquel Apóstol. En su infancia y adolescencia, realmente, se asemejaba más a un lobo que a un cordero. Era desobediente, pendenciero, mundano, no respetaba ni a sus padres ni a sus maestros, y pasaba el tiempo entre cacerías y el juego, siendo la causa de constantes riñas en el hogar. La conversión del “lobo” que se transformó en “cordero” Cierto día, cuando tenía algo más de 15 años de edad, maltrató a su madre que le había reprendido por descomedirse. En aquella ocasión, ella le dijo en un mar de lágrimas: “Verdaderamente eres tú el lobo de mi sueño”. El joven quedó sorprendido. “¿Qué lobo? ¿Qué sueño? Cuéntame todo”. Peregrina le narró entonces el sueño que había tenido, agregando que al nacer sus padres lo habían consagrado a la Virgen. Y que su proceder era lo opuesto a lo que ellos esperaban de él. Andrés, tocado por la gracia, quedó muy conmovido. Salió de casa y se dirigió a la iglesia del convento carmelita, donde se postró a los pies de la Virgen del Pueblo, a quien fuera consagrado. Y rezó del fondo del alma: “¡Oh gloriosísima Virgen María! Aquí tienes a tus plantas al lobo feroz y repleto de culpas que a ti acude humildemente. Ya que eres Madre del Cordero sin mancha cuya sangre nos ha lavado y redimido, te ruego que me limpies y de tal manera conviertas mi cruel naturaleza de lobo, que de hoy en adelante sea yo mansísimo y fidelísimo cordero digno de serle ofrecido como víctima y servirle hasta mi muerte en su santísima Orden carmelitana”. ¿Cuánto tiempo pasó allí, postrado a los pies de la Virgen? Los oficios terminaron, la iglesia se cerró y los hermanos legos comenzaron la limpieza del recinto para el día siguiente. Uno de ellos lo descubrió. ¿Qué hacía allí a aquella hora? “Lléveme al superior, por favor”, exclamó el joven. Frente a él, cayó de rodillas y suplicó que le diese inmediatamente el hábito de la Orden. Sin embargo, todos conocían a su familia y sus excesos. El superior titubeó…arguyó que si procedía de una familia rica, en que nada le faltaba, ¿por qué quería abandonarlo todo? Andrés le explicó la gracia que acababa de recibir y que deseaba cumplir los votos de sus piadosos progenitores. Estos fueron llamados y, exultantes, dieron su consentimiento. Recibió el hábito en 1318, siendo de ahí en adelante un hombre nuevo. Penitencias, oraciones y tentaciones diabólicas Claro está que una persona, que ha vivido tanto tiempo al sabor de sus caprichos y mal temperamento, no se transformaría de una vez sin un remedio eficaz. Andrés utilizó para ello el método del “agere contra”, es decir, actuar de modo totalmente opuesto al vicio o defecto que quería combatir. Para domar sus malos impulsos y su espíritu de independencia, se convirtió en el más obediente y más observante novicio. ¿Había vivido rodeado de un lujo excesivo y de todas las comodidades? Ahora escogía para sí el más viejo hábito del convento y usaba de ásperas penitencias, disciplinas y ayunos continuos. También observaba un riguroso silencio, mortificaba la vista, oídos y paladar, y dedicaba largas horas a la oración. Soportaba el escarnio de sus antiguos compañeros de libertinajes y el desprecio de algunos parientes. Su conversión fue verdaderamente profunda, abrazando con entusiasmo el camino de la perfección. El demonio no podía resignarse a perder definitivamente a aquel que durante tanto tiempo fue su presa. No lo dejaba en paz, asaltándolo con violentas tentaciones. Pero Andrés recurría a la Santísima Virgen y así neutralizaba los asaltos del espíritu infernal. Un día, estando encargado de la portería del convento, golpearon con insistencia a la puerta durante la cena de la comunidad. Andrés, que tenía orden de no dejar entrar a ningún extraño, abrió apenas un pequeño postigo de la puerta y vio a un garboso señor acompañado de varios criados. —“Abre deprisa, pues soy tu pariente y no puedo consentir en que permanezcas más tiempo entre esos indigentes. Tus padres también quieren que salgas, pues escogieron y eligieron para ti a una esposa joven, noble y hermosa”. Respondió que no le reconocía por pariente, que sus padres estaban satisfechos con su estadía en el convento y que no le abriría la puerta por no tener autorización. Reconociendo en el embustero al padre de la mentira, con la señal de la cruz lo hizo huir. Para practicar la humildad, Andrés pidió se le permitiera salir a pedir limosnas para el convento por las calles donde vivían las personas más prominentes de la ciudad y algunos parientes suyos. De muchos de ellos recibía insultos y reprensiones, alegando que había deshonrado el nombre de su familia. Una vez profeso, en nada disminuyó sus austeridades. Su vida se convirtió en una continua penitencia. Ayunaba varias veces por semana y dormía sobre paja, llevando atado en la cintura un rudo cilicio.
Don de milagros y de profecía La Providencia pronto lo premió con el don de hacer milagros y el de profecía. Así, curó milagrosamente de una horrible úlcera en la pierna a un tío mundano y adicto al juego, restaurándole junto con la salud del cuerpo la del alma. Un día, atendiendo a las insistencias de un amigo, aceptó ser padrino de su hijo. Durante la ceremonia, cuando tenía al niño en sus brazos, comenzó a sollozar. Cuando le preguntaron el porque de sus lágrimas en ese momento, respondió: “Lloro porque este niño nació para su pérdida y la ruina de su casa”. Eso fue justamente lo que sucedió. Al crecer, el infeliz traicionó a su patria, siendo ejecutado por la justicia y cubriendo de infamia a toda su familia. Fray Andrés fue enviado por sus superiores a París, donde estaba la universidad más famosa de la época, para perfeccionarse en teología. Cuando regresó, fue elegido prior del convento de su ciudad. De fraile carmelita a obispo eminente Al vacar en 1360 la silla episcopal de Fiésole, cerca de Florencia, el clero escogió a fray Andrés para ser su obispo. Pero este, al conocer en quién había recaído la elección, se escondió en la cartuja de Florencia. Después de buscarlo inútilmente, el clero de Fiésole resolvió reunirse y escoger a otro para obispo. En ese momento entró en el recinto un niño de tres años, que dijo: “Dios escogió a Andrés para prelado; él está en oración en la cartuja, donde lo encontrarán”. Al mismo tiempo el ángel de la guarda de Andrés se le apareció, también con la figura de un niño vestido de blanco, y le dijo: “No temas, Andrés, porque yo seré tu guardián y María será en todas las cosas tu ayuda y tu protectora”. El santo se dirigió a Fiésole, encontrándose en el camino con la comitiva de los que venían a su encuentro. Conocedor de la gran responsabilidad que pesa sobre un obispo, para obtener el auxilio divino, Andrés aumentó aún más sus austeridades y penitencias, de tal modo que resulta difícilmente comprensible para el hombre de nuestros días. Basta decir que se disciplinaba hasta verter sangre todos los días, mientras rezaba los siete salmos penitenciales y algunas letanías. Usaba un cinturón de fierro que le apretaba la carne y un cilicio. Restaurador espiritual y material de su diócesis Jamás hablaba con mujeres, a no ser lo mínimo indispensable, y no toleraba oír lisonjas. Visitó toda su diócesis, procurando enfervorizar a su clero y a sus diocesanos. Hizo una lista de todos los pobres de la ciudad, especialmente de los pobres vergonzantes, a quienes socorría secretamente. Se llamaba “pobres vergonzantes” a las personas pertenecientes a la nobleza u otras clases elevadas, que habían caído en la miseria. Durante un año de carestía, dio a los pobres todo lo que poseía. Un día en que ya había dado todo el pan disponible, surgieron otros pobres. Los panes se multiplicaron milagrosamente, satisfaciendo a todos.
Los días jueves lavaba los pies de doce pobres, entregándoles después una generosa limosna. Cierta vez uno de ellos, que tenía en la pierna una úlcera tan asquerosa, quiso impedir que el obispo la tocara. Pero apenas el santo lo hizo, la pierna se curó inmediatamente. Su espíritu dulce y pacífico serenaba toda querella, pues tenía el don de restablecer amistades y acabar con las discusiones. Por eso el Papa Urbano V lo mandó como nuncio a Bolonia, ciudad en la cual había una guerra entre dos facciones. No sólo obtuvo la pacificación general, sino que unió a la nobleza y al pueblo con los lazos de una caridad mutua. El santo trabajaba también para restaurar los templos. Así, reedificó su catedral, que estaba en ruinas. A los 71 años de edad, cuando celebraba la misa de Navidad, la Santísima Virgen se le apareció, previniéndolo de que vendría a buscarlo el día de los santos Reyes Magos. Andrés se preparó adecuadamente, puso en orden todos los asuntos de su diócesis y esperó la hora de la muerte, recitando con los presentes el Símbolo de los Apóstoles, de Nicea y de san Atanasio. Cuando cantaba el “Nunc dimittis servum tuum, Domine” (Dejad partir ahora a vuestro siervo, Señor), entregó su alma a Dios.
Obras Consultadas.- * Les Petits Bollandistes, Vies des Saints, d’après le Père Giry, Bloud et Barral, Libraires-Éditeurs, París, 1882, t. II, p. 257-262. * Edelvives, El santo de cada día, Editorial Luis Vives, Zaragoza, 1946, t. I, p. 353-362. * Fray Justo Perez de Urbel OSB, Año Cristiano, Ediciones Fax, Madrid, 1945, t. I, p. 234-239. * P. José Leite SJ, Santos de cada día, Editorial A.O., Braga, 1993, p. 44-45.
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