P. Leo John Trese Tanto los padres como los hijos tienen necesidad de examinar regularmente su fidelidad al cuarto mandamiento de Dios. En él, Dios se dirige explícitamente a los hijos: Honrarás a tu padre y a tu madre, mandándoles amar y respetar a sus padres, obedecerles en todo lo que no sea una ofensa a Dios y atenderlos en sus necesidades. Pero, mientras se dirige a ellos, mira a los padres por encima del hombro de los hijos, mandándoles implícitamente que sean dignos del amor y respeto que pide de los hijos. Las obligaciones que establece el cuarto mandamiento, tanto las de los padres como de los hijos, derivan del hecho de que toda autoridad viene de Dios. Sea esta la del padre, una potestad civil o un superior religioso, en último extremo, su autoridad es la autoridad de Dios, que Él se digna compartir con ellos. La obediencia que dentro de los límites de su recta capacidad se les debe, es obediencia a Dios, y así debe ser considerada. De ahí se sigue que los constituidos en autoridad tienen, como agentes y delegados de Dios, obligación grave de ser leales a la confianza que en ellos ha depositado. Especialmente para los padres debe ser un acicate considerar que un día tendrán que rendir cuentas a Dios del alma de sus hijos. Este es un punto que hay que recordar a la madre falta de dinero que decide trabajar fuera del hogar; al padre ambicioso que descarga en su familia la tensión nerviosa acumulada durante la jornada. Es un punto que hay que recordar a los padres que abandonan a sus hijos al cuidado del servicio por sus ocupaciones o distracciones; a los padres que reúnen en casa a amigos bebedores y de lengua suelta; a los padres que disputan a menudo delante de sus hijos. De hecho, es un punto a recordar a todo padre que olvida que el negocio más importante de su vida es criar a sus hijos en un hogar lleno de cariño, alegría y paz, centrado en Cristo. ¿Cuáles son en detalle los principales deberes de los padres hacia sus hijos? En primer lugar, claro está, los cuidados materiales: alimento, vestido, cobijo y atención médica si se necesitara. Luego, el deber de educarlos para hacer de ellos buenos ciudadanos: útiles, suficientes económicamente, bien educados y patriotas inteligentes. Después, tienen el deber de procurar los medios para el desarrollo de su intelecto en la medida que los talentos de los hijos y la situación económica de los padres lo permita. Y como no puede haber desarrollo intelectual completo sin un conocimiento adecuado (y creciente, según la edad) de las verdades de la fe, tienen el deber de enviarlos a centros de enseñanza donde se imparta buena educación religiosa. Es este un deber —no se olvide— que obliga en conciencia.
Y con esto pasamos de las necesidades naturales de los hijos —materiales, cívicas e intelectuales— a sus necesidades espirituales y sobrenaturales. Es evidente que, como el fin de los hijos es alcanzar la vida eterna, este es el más importante de los deberes paternos. Y así, en primer lugar, tienen obligación de bautizarlos lo antes posible después de su nacimiento, normalmente en las dos semanas siguientes o un mes a lo sumo. Luego, cuando la mente infantil comienza a abrirse, surge el deber de hablarle de Dios, especialmente de su bondad y providencia amorosa y de la obediencia que le debemos. Y, en cuanto comienza a hablar, hay que enseñarles a rezar, mucho antes de que tengan edad de ir a la escuela. Si por desgracia no hubiera posibilidad de enviarlos a una escuela en que se dé buena formación religiosa, debe procurarse que vayan regularmente a clases de catecismo, y lo que el niño aprenda en esas instrucciones se multiplicará por el ejemplo que vea en casa. Especialmente en este punto los padres pueden hacer su más fructífera labor, porque un niño asimila mucho más lo que ve que lo que se le dice. Es esta la razón que hace que la mejor escuela católica no pueda suplir el daño que causa un hogar laxo. Conforme el niño crezca, los padres mantendrán una actitud alerta hacia los compañeros de sus hijos, sus lecturas y diversiones, pero sin interferir inoportunamente, aconsejándole o adoptando una firme actitud negativa si aquellos fueran inconvenientes. El niño aprenderá a amar la Misa dominical y a frecuentar la confesión y comunión no porque se le «mande», sino porque acompañará a sus padres espontánea y orgullosamente en el cumplimiento de estas normas de piedad. Todo esto suma una larga lista de deberes, pero, afortunadamente, Dios da a los buenos esposos la sabiduría que necesitan para cumplirlos. Y, aunque parezca un contrasentido, ser buenos padres no comienza con los hijos, sino con el amor mutuo y verdadero que se tienen entre sí. Los psicólogos afirman que los esposos que dependen de los hijos para satisfacer su necesidad de cariño, rara vez consiguen una adecuada relación de afecto con ellos. Cuando los esposos no se quieren lo suficiente es muy posible que su amor de padres sea ese amor posesivo y celoso que busca la propia satisfacción más que el verdadero bien del hijo. Y amores así hacen a los hijos egoístas y mimados. Pero los padres que se aman el uno al otro en Dios, y a los hijos como dones de Dios, pueden quedarse tranquilos: tienen todo lo que necesitan, aunque jamás hayan leído un solo libro de psicología infantil (y aunque leer tales libros, si son buenos, sea seguramente algo aconsejable). Podrán cometer muchos errores, pero no causarán a los hijos daño permanente, porque, en un hogar así, el hijo se siente amado, querido, seguro; crecerá ecuánime de carácter y recio de espíritu. Todos sin excepción tenemos obligaciones con nuestros padres. Si han fallecido, nuestros deberes son sencillos: recordarlos en nuestras oraciones y en la Misa, y, periódicamente, ofrecer alguna Misa por el descanso de su alma. Si aún viven, estos deberes dependerán de nuestra edad y situación y de la suya. Quizás sería más apropiado decir que la manera de cumplir estas obligaciones varía con la edad y situación, pero lo que es cierto es que el deber esencial de amar y respetar a los padres obliga a todos, aun a los hijos casados y con una familia propia que atender. Esta deuda de amor —siendo una madre y un padre como son— no es de ordinario una obligación dura de cumplir. Pero, incluso en aquellos casos en que no sea fácil quererles a nivel humano, es un deber que obliga, aunque el padre sea brutal o la madre haya abandonado el hogar, por ejemplo. Los hijos deben amarlos con ese amor sobrenatural que Cristo nos manda tener también a los que sea difícil amar naturalmente, incluso a los enemigos. Debemos desear su bienestar y su salvación eterna, y rezar por ellos. Sea cual sea el daño que nos hayan causado, debemos estar prestos a extender nuestra mano en su ayuda, siempre y cuando podamos. Con el progresivo aumento de la esperanza de vida, los hijos casados se encuentran cada vez más frente al problema de los padres ancianos y dependientes. ¿Qué pide el amor filial en estas circunstancias? ¿Es un deber estricto tenerlos en casa, aunque esté llena de niños y la esposa tenga ya más trabajo del que puede realizar? No es esta una cuestión que pueda resolverse con un simple sí o no. Nunca hay dos casos iguales, y el hijo o la hija a quienes se presente tal dilema deberían aconsejarse con su director espiritual o con un católico de recto criterio. Pero debemos hacer notar que a lo largo de toda la historia del hombre se observa que Dios bendice, con una bendición especial, a los hijos e hijas que prueban su amor filial y desinteresado con la abnegación. La obligación de los hijos de mantener a sus padres indigentes o imposibilitados está muy clara: obliga en conciencia. Pero que ese deber deba cumplirse en el hogar de los hijos o en una casa de ancianos u otra institución, dependerá de las circunstancias personales. Ahora bien, lo que realmente cuenta es la sinceridad del amor con que se tome la decisión.
El respeto que debemos a nuestros padres se hace espontáneamente amor en un verdadero hogar cristiano: los tratamos con reverencia, procuramos satisfacer sus deseos, aceptar sus correcciones sin insolencia, y buscamos su consejo en decisiones importantes, como elección de estado de vida o la idoneidad de un posible matrimonio. En asuntos que conciernen a los derechos naturales de los hijos, los padres pueden aconsejar, pero no mandar. Por ejemplo, los padres no pueden obligar a un hijo que se case si prefiere quedarse soltero; tampoco pueden obligarle a casarse con determinada persona, ni prohibir que se haga sacerdote o abrace la vida religiosa. En cuanto al deber de respetar a los padres, el período más difícil en la vida de un hijo es la adolescencia. Son los años del «estirón», cuando un muchacho se encuentra dividido entre su necesidad de depender de los padres y el naciente impulso hacia la independencia. Los padres prudentes deben temperar su firmeza con la comprensión y la paciencia. No hay que mencionar siquiera que odiar a los padres, golpearlos, amenazarlos, insultarlos o ridiculizarlos seriamente, maldecirlos o rehusar nuestra ayuda si estuvieran en grave necesidad, o hacer cualquier otra cosa que les cause gran dolor o ira, es pecado mortal. Estas cosas lo son ya si se hacen a un extraño; así que hechas a los padres es un pecado de doble malicia. Pero, en general, la desobediencia de un hijo es pecado venial (o, quizá, ni siquiera pecado), a no ser que su materia sea grave, como evitar malas compañías, o que la desobediencia se deba a desprecio por la autoridad paterna. La mayor parte de las desobediencias filiales se deben a olvido, descuido o indelicadeza, y, por tanto, carecen de la advertencia y deliberación necesarias en un pecado, o, por lo menos, en un pecado grave. No se puede terminar un estudio del cuarto mandamiento sin mencionar la obligación que impone de amar a nuestra patria (nuestra familia a mayor escala); de interesarnos sinceramente en su prosperidad, de respetar y obedecer a sus autoridades legítimas. Quizá haya que subrayar aquí la palabra «legítimas», porque los ciudadanos tienen, claro está, el derecho de defenderse de la tiranía (como en los países comunistas) cuando ésta amenaza los fundamentales derechos humanos. Ningún gobierno puede interferir con sus leyes en el derecho del individuo (o de la familia) de amar y dar culto a Dios, de recibir la instrucción y los servicios de la Iglesia. Un gobierno —lo mismo que un padre— no tiene derecho a mandar lo que Dios prohíbe o a prohibir lo que Dios ordena. Pero, exceptuando estos casos, un buen católico será necesariamente un buen ciudadano. Sabedor que la recta razón exige que trabaje por el bien de su nación, ejercitará ejemplarmente todos sus deberes cívicos; obedecerá las leyes de su país y pagará sus impuestos como justa contribución a los gastos de un buen gobierno; defenderá a su patria en caso de guerra justa (igual que defendería a su propia familia si fuera atacada injustamente), con el servicio de las armas si a ello fuera llamado, estimando justa la causa de su nación a no ser que hubiera evidencia adecuada e indiscutible de lo contrario. Y hará todo esto no solamente por motivos de patriotismo natural, sino porque su conciencia de católico le dice que el respeto y obediencia a la legítima autoridad de su gobierno es servicio prestado a Dios, de quien toda autoridad procede.
La fe explicada, Editora de Revistas, México, 1983, p. 286-292.
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