Plinio María Solimeo
Hace casi mil años, estando en Francia, Santo Domingo de Guzmán recibía de la Virgen María, según una piadosa creencia, la revelación del rosario como medio seguro para convertir a los herejes albigenses que infestaban el sur de aquel país. Algunos siglos más tarde, el Papa San Pío V instituyó la fiesta de Nuestra Señora de las Victorias, en acción de gracias por el gran triunfo naval obtenido por los cristianos contra los turcos en Lepanto, en el día en que se hacían en la Cristiandad procesiones de las cofradías del Rosario con esa intención. Su sucesor, Gregorio XIII, cambió el nombre de la fiesta por el de Nuestra Señora del Rosario, confirmando el papel de esta piadosa práctica en aquella victoria. Y la fijó para el primer domingo de octubre. En 1716 Clemente XI extendió la fiesta a toda la Iglesia, después de nuevas victorias obtenidas contra los turcos en Hungría. Y en el siglo XIX, el mes de octubre fue dedicado al rosario. Esta devoción se convirtió, desde entonces, en uno de los más significativos símbolos del catolicismo. Hoy presentamos la historia de Nuestra Señora del Rosario de Pompeya, un ilustrativo ejemplo de las gracias que la Madre de Dios quiso distribuir mediante esta invocación y el uso del poderoso medio de santificación que es el rosario.
Bajo las cenizas del Vesubio…
Eran las 11 de la mañana del 24 de agosto del año 79 de nuestra era. Los 25 mil habitantes de la ciudad de Pompeya, al sur de Nápoles, se dedicaban a sus quehaceres cotidianos o a sus reprobables vicios, cuando un estruendo aterrador los arrastró instintivamente hacia las calles. ¡Del Vesubio subía al cielo una inmensa columna de fuego! Instantes después su cráter, transformado en horrible boca del infierno, comenzó a expeler piedras incandescentes como si fueran misiles orientados contra la ciudad. Una lluvia de cenizas incandescentes, impregnada de vapores sulfúreos y de cloro, oscureció el cielo. ¿Qué hacer? ¿Para dónde escapar? La aterrada población comenzó a esconderse en las casas o a huir locamente sin dirección. Pero era demasiado tarde: en poco tiempo Pompeya y otras cuatro ciudades quedaron sepultadas bajo diez metros de cenizas…
* * *
Poco a poco se fue perdiendo la memoria de la catástrofe, y en los 1600 años subsiguientes casi nadie oiría hablar de ella. Hasta que a comienzos del siglo XVII, el arquitecto Domenico Fontana redescubrió Pompeya. Pero fue sólo al final del siglo siguiente que se iniciaron los trabajos arqueológicos sistemáticos —que continúan hasta hoy— para rescatarla de las cenizas. Poco a poco fue posible reconstituir las casas, mobiliarios y escenas de la vida cotidiana de la otrora brillante ciudad, así como de algunos de sus abominables vicios, posible causa de la cólera divina.
El revolucionario se convierte
Bartolomé Longo, hijo de un médico de Brindisi, recibió educación cristiana en el colegio de los Padres Escolapios, donde aprendió a rezar y amar el rosario. En la Facultad de derecho, sin embargo, se dejó impregnar por el naturalismo anticlerical y antirreligioso allí reinante. Y a los 20 años ingresó al movimiento revolucionario de Garibaldi, Cavour y Víctor Manuel, destinado a llevar a cabo la unificación italiana, con la eliminación de los Estados Pontificios y la supresión del poder temporal de los Papas. No obstante, uno de sus profesores en la universidad, católico, quedó cautivado por sus cualidades naturales. Viendo en él, si se convertía, grandes posibilidades para el apostolado. Buscó entonces conquistar su amistad y con el tiempo, logró encaminarlo hacia un piadoso y docto fraile dominico, bajo cuya influencia Bartolomé reencontró la fe de la infancia. Se hizo terciario dominico y se dedicó a realizar obras de caridad en favor de la vejez. Estaba decidido a amar a Dios con todas sus fuerzas, tomando como modelo al Corazón Sacratísimo de Jesús, cuya devoción pasó a propagar. Por aquella época conoció a la condesa Marianna Farnararo, viuda, mujer apostólica y de viva fe. Edificada con la probidad moral y el espíritu emprendedor del joven abogado, Marianna lo contrató como administrador de su patrimonio. Fue así que, en octubre de 1872, Bartolomé se dirigió al valle de Pompeya, donde la condesa poseía tierras. La miseria espiritual de sus habitantes, la mayor parte de los cuales trabajaba en las excavaciones, lo impresionó. ¿Cómo podría curar tanto mal? La respuesta vino por medio de una voz interior, que le susurró: “Propaga el Rosario”. Fiel a una recomendación tan del agrado de su corazón, Bartolomé se hizo catequista y apóstol de aquellos obreros, incentivándolos a inscribirse en la Cofradía del Rosario.
A partir del cuadro,
Bartolomé y su director espiritual comenzaron entonces a buscar una imagen de Nuestra Señora del Rosario para la iglesia parroquial. Un día una religiosa, que sabía lo que necesitaban, presentó al abogado una pintura con la invocación deseada, pero en muy mal estado: “Por medio de esa efigie se realizarán muchos milagros”, profetizó. Con todo, al verla, la condesa quedó perpleja: “¡Semejante pintura es más capaz de hacer perder la devoción que incentivarla!”, afirmó. Pero, a falta de algo mejor, la estampa, enrollada en un tejido ordinario, fue colocada sobre una carreta cargada de desperdicios que iba a Pompeya… Mientras tanto, el obispo de Nola, del cual dependía la región, sorprendido con los resultados obtenidos por Bartolomé en el apostolado, decidió construir una iglesia más próxima del lugar. Con los recursos recaudados en la primera colecta, efectuada con miras a la edificación del templo religioso, mandaron restaurar y enmarcar la tela de la Virgen del Rosario, exponiéndola por primera vez a la veneración pública el día 13 de febrero de 1876. Ahora bien, desde ese día hasta el 19 de marzo —en poco más de un mes— ¡ocho grandes milagros se realizaron ante la modesta estampa, con repercusión en toda Italia! Bartolomé tenía amplios horizontes. Por eso viajó por Europa pidiendo donaciones no sólo para el nuevo santuario, sino para otras obras que planeaba. Así, en 1884, fundó un periódico “El Rosario y la Nueva Pompeya”, para el cual montó una tipografía en que empleó a niños pobres de la ciudad. Con el fin de prepararlos para la función, organizó una escuela de tipografía. Siguieron un orfanato para los hijos y después para las hijas de los encarcelados. Para la formación de éstas últimas, fundó la congregación de las Hijas del Santo Rosario de la Tercera Orden Dominicana. Mientras tanto, la devoción a la Madonna del Rosario creció tanto que, en 1887, recibió la honra de la coronación solemne. En 1891 la nueva iglesia fue consagrada bajo el título de Reina de las Victorias y, en 1901, fue elevada a basílica. Hoy en día es uno de los santuarios más famosos de Italia.
Después de las persecuciones,
Como verdadero servidor de Dios, Bartolomé Longo encontró la ingratitud, el sufrimiento y la persecución. Lo acusaron ante el Papa León XIII de desviar los fondos obtenidos para sus obras, e hicieron malévolas insinuaciones sobre sus relaciones con la condesa. Aquel Pontífice les aconsejó que se casaran, para acallar a los murmuradores. Ellos lo hicieron, pero manteniendo perfecta continencia. Poco más tarde San Pío X, mal informado, destituyó a los esposos de la administración de las obras de Pompeya, a lo que ambos se sometieron humildemente. Ya en 1893 habían renunciado en favor de la Santa Sede a todas las obras que fundaron. En una visita a ese Pontífice, dos días después de la destitución, la pareja le presentó a algunos niños y niñas, hijos de encarcelados, que ellos educaban, diciendo que, desde entonces en adelante ellos serían hijos del Papa. El Santo Pontífice percibió de inmediato que había sido víctima de falsas informaciones, y desde entonces no cesó de elogiar el desinterés y la honestidad de los esposos. Como las obras de Pompeya iban ya viento en popa, Bartolomé resolvió retirarse por completo del emprendimiento para vivir sus últimos años en el recogimiento y la oración. La condesa falleció en 1924 y él le siguió al año siguiente, a los 86 años de edad, en olor de santidad. Bartolomé Longo fue beatificado el 26 de octubre de 1980.
Bibliografía.-
Antonio Augusto Borelli Machado, El Rosario – La gran solución para los problemas de nuestro tiempo, Artpress, São Paulo, 1994. Jean Ladame, Notre Dame de Toute l’Europe, Éd. Résiac, Montsours (Francia), 1984. Edésia Aducci, María y sus gloriosos títulos, Ed. Lar Católico, Florianópolis,1958.
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