La contemplación es algo mucho más fácil y natural de lo que se imagina
Es cierto que el hombre, incluso el más disipado, contempla activamente. Para darnos cuenta de esto, bastará que aclaremos qué es concretamente en la vida terrena y en el plano natural una contemplación.
¿Qué hace un hombre cuando se detiene en el camino para ver pasar un desfile militar o una procesión religiosa, para considerar un edificio o un panorama, para observar una escena particularmente grave o pintoresca de la vida cotidiana, para asistir a una obra de teatro? Contempla, esto es, fija la atención sobre determinado objeto, toma conocimiento de lo que en él hay de verdadero o de falso, de bueno o de malo; acepta, consiente, como que asimila en su alma la verdad y el bien; experimenta una disonancia, rechaza, opera una especie de purgación en sí mismo de lo malo que la cosa pueda haberle comunicado.
Viendo a seres relativos y contingentes, que tienen en sí el reflejo del Ser Absoluto, el hombre, por los canales de los sentidos, considera en los seres contingentes algo que existe absolutamente en Dios; como que se apropia de ese bien y, en el propio acto en que los considera, se identifica con este bien. En suma, hace un acto característicamente contemplativo, a pesar de estar marcado por las condiciones inseparables de esta vida terrena. Desgraciadamente, muchos hombres al realizar tales actos de contemplación, no se elevan en modo alguno hasta Dios, y se detienen en la fruición egoísta y circunscrita del ser relativo que tienen delante de sí.
Muchas veces su conocimiento es vicioso, y da acogida al error y no a la verdad; la contemplación los lleva a asimilar el mal y no el bien. Es que, evidentemente, así como hay contemplaciones buenas, hay también contemplaciones malas. Son los triunfos del mundo, del demonio y de la carne. No obstante todo esto, la acción que realizan es esencialmente contemplativa. A pesar de que pueda ser meramente natural, y esto constituye una afirmación de que hay en el hombre una vivaz veta de contemplación. Esa contemplación trae necesariamente como consecuencia la alabanza, o bien su antítesis que es la blasfemia: pues en la tierra, como en el cielo, como en el infierno, el hombre es, como dijimos, exclamativo, es decir, propenso a comunicar lo que lleva en el alma. Y esto conduce al servicio, pues el hombre sirve naturalmente a aquello que ama: la Ciudad de Dios o la Ciudad del Demonio, la verdad o el error, el bien o el mal.
Y es de esta manera que el alma humana realiza desde esta tierra, para su salvación o para su condenación, las grandes operaciones que será llevada a realizar por toda la eternidad. Claro está que la contemplación, en la medida en que es hecha a la luz de la fe, es una operación animada por la gracia.
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