Misteriosa actuación sobre las
«Habíamos visto ya todas las maravillas de París. Yo sólo encontré una que verdaderamente me encantó, y esa maravilla fue: Nuestra Señora de las Victorias. ¡Imposible decir lo que sentí a sus pies…! Las gracias que me concedió me emocionaron tan profundamente, que sólo mis lágrimas traducían mi felicidad, como en el día de mi primera comunión…» (Santa Teresita del Niño Jesús) Nelson Ribeiro Fragelli Para comprender bien esta expansión de embeleso de Santa Teresita en sus Memorias Autobiográficas, es necesario conocer la Basílica de Notre Dame des Victoires (Nuestra Señora de las Victorias), en París. En 1887, de paso por la capital francesa, la pequeña Teresa la visitó, en compañía de su padre. Esa visita es hoy recordada por el altar dedicado a la santa, próximo a la entrada de la histórica Basílica. Es necesario no sólo conocerla, sino, si fuera posible, frecuentarla. Atmósfera diferente para cada estado de espíritu Frecuentar una iglesia significa convivir con ella en los diversos momentos de la vida: en la normalidad descolorida de todos los días; en las horas de aflicción; en los instantes de esperanza o de júbilo. Es en la diversidad de ocasiones, dominadas por sentimientos diversos y hasta opuestos, que se experimenta el amparo acogedor recibido en nuestras iglesias. Ellas fueron concebidas por el espíritu católico, desde el inicio de la Cristiandad, para abrigar todos los estados de alma de los fieles. El silencio, las alturas, la penumbra de los altares —todo corrobora la idea de lo sagrado, todo evoca una presencia invisible. Allí se disminuyen las distancias entre lo visible y lo invisible, pues éste se vuelve casi palpable.
¿Por qué oímos frecuentemente a personas inclinadas a la oración decir: “Prefiero estar en tal iglesia; para hacer recogimiento voy a tal otra; o aún: sé que la catedral es esplendorosa, pero en los momentos de aflicción, voy a mi pequeña capilla…”? ¿Será legítimo ese modo de buscar el ambiente propicio al estado de espíritu de cada uno? ¿Una forma de oración que deseamos dirigir a Dios o a sus santos se expresa mejor en un determinado ambiente? ¿Quién podría afirmar lo contrario? La Santa Iglesia, tan atenta a la sensibilidad de sus hijos, multiplicó los edificios sagrados, cada uno con su “personalidad”, cada uno sugiriendo, a su modo, lo que el fiel necesita comprender. Cada uno concediéndole lo que espera recibir. En otras palabras, la Iglesia dotó a sus iglesias de la posibilidad de comunicar un aspecto de la infinita paternidad de Dios, de su bondad o de su majestad. Es necesario frecuentar tales lugares de oración —sobre todo aquellos erigidos en tiempos de fervor, por lo tanto, no esas iglesias denominadas modernas, que más se asemejan a cobertizos o hangares sin alma, o a fríos templos protestantes— para sentir la grandiosa manifestación divina que en ellos se opera. Tomando el gusto en su convivio, se percibe poco a poco la sabiduría de la Iglesia al distinguir a sus templos con dimensiones tan vastas, columnas tan robustas, vitrales tan coloridos, penumbras de tanta serenidad, acústica haciendo eco de la voz de la sabiduría eterna. Las “gemelas celestes” No me puedo olvidar, la primera vez que visité Roma, de la fugaz “contrariedad” que tuve por la multiplicidad de sus iglesias. ¿Para qué tantas? (Dicen que en la Ciudad Eterna existen cerca de 380). Una persona frecuenta una o dos iglesias, no más. Con la población que tiene Roma, ¿no parece inútil tal profusión de iglesias?
En particular dos de ellas, situadas en el Foro de Trajano, me parecían superfluas. Una a diez metros de la otra, idénticas, y por eso mismo llamadas cariñosamente por los romanos de “las gemelas celestes”. Al menos si hubiesen sido construidas a una buena distancia una de la otra… pensaba yo precipitadamente. ¡Qué equívoco! El espíritu materno de la Iglesia va bastante más allá de esos cálculos ligeros. Residiendo en sus cercanías, pasados los primeros meses, comencé a visitar, inicialmente por curiosidad, una de ellas. Me aficioné luego a su ambiente. Pasé a visitarla casi todos los días. Y, como se ubicaba al lado de la otra, no podía dejar de pasar por la “celeste vecina”, movido por cierto sentimiento de cortesía, más que por piedad, pues me parecía que no era correcto saludar a una de ellas e ignorar a la gemela. En poco tiempo me di cuenta de que, aunque eran tan semejantes, ambas constituían dos universos distintos: el sentimiento de ser bien acogido en una, era suavemente diferente de las sugestiones que penetraban el alma estando en la otra. Concluí entonces cuán tonta era mi inicial incomprensión. El hecho me trae a la mente un principio muy caro al gran inspirador y sustentáculo de esta revista, el Dr. Plinio Corrêa de Oliveira. Repetía él con frecuencia: “Todas las veces que en la Santa Iglesia algo nos parezca desacertado —y él la veía como fundada por Nuestro Señor Jesucristo y modelada por la tradición de los siglos— la distorsión está en nuestra vista”. Una vez más el precioso principio era confirmado. Las “gemelas celestes” nada tenían de exorbitante. Se complementaban armoniosamente. Notre Dame des Victoires: revigoriza los sentidos, despierta la inteligencia Nuestra Señora de las Victorias es de aquellas iglesias que, al impresionar la sensibilidad por su recogimiento, penetra la inteligencia por el simple hecho de dejarse estar. Predica un sermón continuo. Sabiendo oírlo, el alma sobrecargada de preocupaciones de los actuales días, reposa. Por su silencio y dimensiones, ella anima los sentidos, despierta la inteligencia, permite una comprensión más fácil de las manifestaciones de Dios. No se puede estar en ella ajeno al estado de oración, aunque nada se rece en particular. Notre Dame des Victoires se encarga de componer la oración, sea en la inteligencia, sea en el corazón, en la medida en que se la contempla, considerando sus dimensiones, sus piedras austeras, sus mármoles y bronces venerablemente desgastados por el paso secular de los fieles. Como las catedrales, ella tiene un olor propio, algo del incienso largamente impregnado en las piedras, algo de los viejos robles de los altares y de la llama de los cirios: suaves exhalaciones que marcan el espíritu como si fuesen el olor de la piedad. Lápidas e inscripciones evocan su atribulada y gloriosa historia. ¿Habrá en la Iglesia gloria sin tribulación? Victoria sobre los herejes: surge Nuestra Señora de las Victorias En el lugar donde hoy se encuentra la Basílica, existía en el siglo XVI un convento de religiosos agustinos. Toda París los conocía bajo el simpático nombre de Petits Pères (Pequeños Padres). Pobres, humildes, al construir su convento les faltó recursos para erigir una capilla digna. Un simple oratorio les servía como lugar de oración. Pero nunca renunciaron a la construcción de una capilla, la cual dedicarían a la Santísima Virgen, sin duda. En tal dificultad, actuaron como lo hacían los pobres en todo el reino de Francia: recurrieron al rey. Pero éste, muy solicitado, le tomó tiempo atender a los Petits Pères. Difíciles eran aquellos tiempos. La continua amenaza protestante contra la religión verdadera, dentro del reino cristianísimo, exigía inmensos sacrificios por parte de la Corona. Pero tan pronto como Luis XIII venció a los enemigos de la fe en el famoso cerco de La Rochelle, accedió al pedido de los Petits Pères —con la condición de dedicar la futura iglesia a Nuestra Señora de las Victorias. De iglesia y no de capilla, hablaba la generosidad real. Luis XIII, al darles un vasto terreno próximo al Palacio Real, deseó reafirmar su gratitud a María Santísima por la victoria sobre la herejía. Con la posesión del terreno, la primera piedra fue puesta en diciembre de 1629, un año después de la caída de La Rochelle.
Del humilde fray Fiacre al… El gesto real sería recompensado pocos años más tarde. Pasados veintitrés años de su unión matrimonial, la reina Ana de Austria aún no había dado al rey el tan deseado heredero. En toda Francia se elevaban oraciones por su nacimiento. Ahora bien, fue uno de los Petits Pères, el famoso hermano lego fray Fiacre, quien en 1637 tuvo un sueño en que se le apareció la Santísima Virgen presentándole al heredero del trono, el futuro Luis XIV. Fray Fiacre no tardó en comunicar a los reyes la señal recibida. Él la consideraba venida del Cielo. El Rey se llenó de esperanza y le ordenó que partiera inmediatamente en peregrinación por los principales santuarios de Francia, para pedir el cumplimiento de lo anunciado en la visión. Hoy, el principal vitral de la Basílica celebra ese acontecimiento. Dividido en tres escenas narrando hechos de la historia de Notre Dame des Victoires, presenta a los reyes cristianísimos arrodillados, entregando su cetro a Nuestra Señora de las Victorias. En la parte inferior, muestra, de un lado, la visión de fray Fiacre en sueños; y de otro, al Cardenal de París, felicitando a la reina por el próximo nacimiento del heredero. …Rey Sol De hecho, al año siguiente, Luis XIV venía al mundo. La reina fue a agradecer su fecundidad a Nuestra Señora de las Victorias. A partir de entonces, y por más de un siglo, Notre Dame des Victoires se convirtió en un centro de fervorosa piedad. La nobleza la frecuentaba inspirada por los reyes. El pueblo, animado por la piedad de la nobleza, afluía en masa. Luis XIII declaró que no sabía cómo manifestar su gratitud a la Santísima Virgen, ni cómo incentivar a sus súbditos para honrarla dignamente. De ahí, la devoción se irradió a todo el reino. Cierta vez, el Rey Sol, Luis XIV, recorrió, en acción de gracias por su nacimiento, algunos de los santuarios visitados en peregrinación por el piadoso fray Fiacre. De Basílica famosa… a bolsa de valores En el fin del siglo siguiente a estos hechos extraordinarios, en 1789, estalló la Revolución Francesa. Heredera del protestantismo, ella fue una explosión de rebeldía contra la religión. Los revolucionarios, odiando la protección allí concedida por Nuestra Señora de las Victorias a la familia real, la desvalijaron sin piedad. El saqueo fue total. Las profanaciones innumerables. El edificio sagrado fue transformado en bolsa de valores. Se volvió templo de negocios y transacciones financieras. Allí corría dinero y el dinero atrajo la mala vida. La impiedad se difundió libremente en aquella región alrededor del Palacio Real. La bolsa permaneció en aquel lugar hasta 1796. Inclusive el convento de los agustinos no escapó de la furia revolucionaria. Expulsados los religiosos, nunca más regresaron. Una parte de sus dependencias fue transformada en oficinas públicas. La otra, dedicada a usos profanos. Y así permanecen hasta hoy. La iglesia fue restituida al culto católico recién en 1809. Sin embargo, ya casi no había fieles fervorosos. En las inmediaciones quedaban aún focos de personas de mala vida. Notre Dame des Victoires vegetó durante años, pareciendo condenada a la muerte paulatina, como sucedía con incontables otras devociones perseguidas.
Milagro del Inmaculado Corazón de María: resurrección espiritual En 1832 es nombrado un párroco para la iglesia, pues la comunidad de los Petits Pères había desaparecido en la turbulencia revolucionaria. Este párroco era el padre Carlos Desgenettes, sacerdote de grandes cualidades intelectuales y humanas. ¡Con qué dificultad luchaba contra la impiedad de entonces! Sus feligreses pensaban sobre todo en dinero y en placer. No tuvo éxito en volver a cristianizar aquellas familias del barrio. Pensó en pedir la dimisión de esa parroquia tan fría. Así las cosas, el 3 de diciembre de 1836, durante la celebración del Santo Sacrificio de la Misa, tuvo la inspiración de consagrar su parroquia al Inmaculado Corazón de María, Refugio de los Pecadores. Hecha la consagración, la faz espiritual de sus feligreses cambió enteramente. Las familias afluían en gran número. Devociones eran practicadas con fervor y asiduidad. El padre Desgenettes fundó la Archicofradía de Nuestra Señora de las Victorias. Ella se hizo célebre y fuente de innumerables conversiones. Ella conserva la carta del santo Cura de Ars pidiendo ser aceptado como miembro. San Juan Bosco la visitó. Alfonso Ratisbona también, después de su espectacular conversión en Roma. De todas estas ilustres visitas, la que marcó más profundamente fue la de la santa de Lisieux: “¡Imposible decir lo que sentí a sus pies…!” Habría sido tanto mejor que ella hubiese podido decir lo que sintió… Con su finísima percepción y delicadeza de alma, Santa Teresita habría dicho sobre Notre Dame des Victoires tal vez la última palabra. Y le hubiera ahorrado al lector estas mal trazadas líneas, tímida tentativa de contarle cómo son los encantos de una iglesia maravillosa.
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