Entre la vasta obra literaria que nos dejó Abraham Valdelomar (1888-1919), rescatamos una pintoresca narración sobre la celebración de una Navidad en su infancia, transcurrida en Pisco, extraída de su “Carta Pascual” dirigida al Señor don Jesús de Nazaret Coordinabas mi razón, a los cinco años, cuando empecé a conocerte por boca de mi madre. Tú, que como yo quisiste tanto a la tuya, sabes que las madres no se equivocan, sobre todo cuando uno tiene cinco años. Ella, mi madre, me hablaba de ti, encantado escuchaba yo las largas pláticas pintorescas, sobre todo tu nacer, vivir y luchar. Supe que tuviste partidarios selectos, que hoy te acompañan y que sin embargo alguna vez te negaron; supe que la soldadesca se burlaba de ti porque te temía; sé que una pobre pecadora enjugó tus divinos pies con su cabellera de ébano porque la perdonases, y que fue de las contadas que asistieron, según Rubens, al descendimiento de la cruz. Una noche, clara y serena, como esta en que te escribo, mi madre cogiome de la mano, en ese lindo puerto de Pisco donde pasé mis infantilidades, y me dijo: —Vamos a ver el nacimiento de Dios, hoy a las doce nace Nuestro Señor Jesucristo… Salimos. En la ciudad celebraban con alborozo tu nacimiento. Quien veía aquel reír de bocas y silbar de pitos, y crujir de maracas y chocar de voces, y reclamar de vendedores y chocar de gente, tenía que comprender que ese era tu pueblo. En el templo, la magnificencia luminosa desleía su paz sobre las mil personas que cruzaban la estrecha nave con dificultad. El incienso perfumaba y purificaba el ambiente, y en sus nubes se quebraban las luces. En el altar mayor, que esbeltos cirios decoraban, te vi, Señor, entre la paja bíblica, con tu cabeza nimbaba, recibiendo el homenaje de tu padre feliz y de tu santísima madre encantada, la Virgen María. Una estrella de cauda luminosa, guiaba hacia ti a los reyes de todas las progenies, que aparecían diminutos sobre los cerros de cartón-piedra, cabalgando caballos engalanados. Toda una humanidad vivía en aquel nacimiento, pululando entre bosques, ríos y lagos, llanos, montañas y sembríos. Besé tus pies divinos, pulidos y fríos, y me dijeron que ya no me condenaría. Cantaron maitines, dijo su sonoro decir el gallo, y viniste al mundo la mil ochocientas noventa vez. Vueltos a casa, se abrió la puerta del comedor y apareció la mesa. Sobre el blanco mantel había una cena regalada, aunque humilde. Un lechoncito tostado al horno, con almendras y pimentones, holgado en hojas verdes de lechuga, plátanos; racimos de uvas pintados, ácidas a la vista; una empanada de choclo dorada al fuego como joya de orfebre, y pan calientito. De la cocina llegaba el olor escandaloso de los chicharrones, humeaban los tamales en una fuente entre las marchitas hojas de banano y el ponche de agrás, oliendo a canela y nuez moscada, lucía en una jarra transparente. Además, rosas, claveles, jazmines, aromas y albahaca. Durante la cena, entre el tamal y el pastel de choclo, me quede dormido. Alguien había insinuado en la mesa un cuento de Navidad. Soñé que lobos y perros furiosos atacaban mi caravana en una pampa ilimitada. Luché con ellos durante mucho tiempo y al fin de la lucha, ensangrentado pero fuerte, te vi venir a mí. Desde entonces te adoro, Señor, y por eso te escribo, porque sé que eres y que me escuchas.
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