Ya hemos tratado los temas de la Muerte, el Juicio y el Paraíso Celestial. Hoy trataremos del tercero de los Novísimos, es decir, el infierno. Hay varios ángulos desde los que se puede analizar el infierno. Elegimos un penetrante análisis de este lugar de tormento, al que van las almas de los que han muerto en enemistad con Dios, tomado de la renombrada obra “Preparación para la muerte”.* San Alfonso María de Ligorio Consideremos primeramente la pena de sentido. Es de fe que hay infierno.
¿Qué es, pues, el infierno? El lugar de tormentos (Lc 16, 28), como le llamó el rico Epulón, lugar de tormentos, donde todos los sentidos y potencias del condenado han de tener su propio castigo, y donde aquel sentido que más hubiere servido de medio para ofender a Dios será más gravemente atormentado. La vista padecerá el tormento de las tinieblas. Digno de profunda compasión sería el hombre infeliz que pasara cuarenta o cincuenta años de su vida encerrado en tenebroso y estrecho calabozo. Pues el infierno es cárcel por completo cerrada y oscura, donde no penetrará nunca ni un rayo de sol ni de luz alguna. El fuego que en la tierra alumbra no será luminoso en el infierno. Es decir, como lo explica san Basilio, que el Señor separará del fuego la luz, de modo que esas maravillosas llamas abrasarán sin alumbrar. O como más brevemente dice san Alberto Magno: “Apartará del calor el resplandor”. Y el humo que despedirá esa hoguera formará la espesa nube tenebrosa que, como nos dice san Judas [Tadeo], cegará los ojos de los réprobos. No habrá allí más claridad que la precisa para acrecentar los tormentos. Un pálido fulgor que deje ver la fealdad de los condenados y de los demonios y el horrendo aspecto que estos tomarán para causar mayor espanto. El olfato padecerá su propio tormento. Sería insoportable que estuviésemos encerrados en estrecha habitación con un cadáver fétido. Pues el condenado ha de estar siempre entre millones de réprobos, vivos para la pena, cadáveres hediondos por la pestilencia que arrojarán de sí. Dice san Buenaventura que si el cuerpo de un condenado saliera del infierno, bastaría él solo para que por su hedor muriesen todos los hombres del mundo… Y aún dice algún insensato: “Si voy al infierno, no iré solo…”. ¡Infeliz!, cuantos más réprobos haya allí, mayores serán tus padecimientos. “Allí —dice santo Tomás— la compañía de otros desdichados no alivia, antes acrecienta la común desventura”. Mucho más penarán, sin duda, por la fetidez asquerosa, por los lamentos de aquella desesperada muchedumbre y por la estrechez en que se hallarán amontonados y oprimidos, como ovejas en tiempo de invierno, como uvas prensadas en el lagar de la ira de Dios. Padecerán asimismo el tormento de la inamovilidad. Tal y como caiga el condenado en el infierno, así ha de permanecer inmóvil, sin que le sea dado cambiar de sitio ni mover mano ni pie mientras Dios sea Dios. Será atormentado el oído con los continuos lamentos y voces de aquellos pobres desesperados, y por el horroroso estruendo que los demonios moverán. Huye a menudo de nosotros el sueño cuando oímos cerca gemidos de enfermos, llanto de niños o ladridos de algún perro… ¡Infelices réprobos, que han de oír forzosamente por toda la eternidad los gritos pavorosos de todos los condenados! La gula será castigada con el hambre devoradora… Mas no habrá allí ni un pedazo de pan. Padecerá el condenado abrasadora sed, que no se apagaría con toda el agua del mar, pero no se le dará ni una sola gota. Una gota de agua no más pedía el rico avariento, y no la obtuvo ni la obtendrá jamás.
* Consideración 26.
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