Santoral
Primer Domingo de CuaresmaLa Iglesia Católica se sirve de nuestros sentidos —el olor del incienso, los sonidos de las campanas y del coro, las imágenes de la Natividad, la Crucifixión y otras— para elevarnos en los misterios cíclicos de los tiempos litúrgicos. Los colores son una de las formas en que la Iglesia inspira a los católicos, a través del sentido de la vista, a percibir mejor el significado espiritual de una determinada fiesta religiosa o de un misterio de la fe. |
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Fecha Santoral Febrero 18 | Nombre |
Padre David Francisquini PREGUNTA ¿Podría usted explicar por qué el sacerdote los domingos, o incluso entre semana, celebra la misa con paramentos de distintos colores? Muy agradecido de antemano por su atención. RESPUESTA
La Iglesia Católica se sirve de nuestros sentidos —el olor del incienso, los sonidos de las campanas y del coro, las imágenes de la Natividad, la Crucifixión y otras— para elevarnos en los misterios cíclicos de los tiempos litúrgicos. Los colores son una de las formas en que la Iglesia inspira a los católicos, a través del sentido de la vista, a percibir mejor el significado espiritual de una determinada fiesta religiosa o de un misterio de la fe. Con ello la Santa Iglesia atiende una apetencia natural de los fieles, ya que a las personas les gusta la variedad y, además, se adaptan mejor a los sentimientos que la Iglesia quiere suscitar entre los fieles en una determinada celebración. De hecho, cada color tiene su propio significado simbólico: el negro expresa el luto, el rojo el dolor, el dorado la magnificencia, y así sucesivamente. Los principales colores litúrgicos De ahí que la elección de los colores que forman parte de la liturgia desde los primeros tiempos de la Iglesia no haya sido aleatoria o simplemente decorativa. A medida que los fieles atraviesan el año litúrgico u honran a un santo o un misterio especial, el color litúrgico acentúa su significado. Es natural que el blanco sea el color de los paramentos en las misas de las vírgenes y el rojo el color de los mártires.
La Iglesia ordena, por medio de la ley litúrgica, el color de los paramentos que deben llevar sus ministros sagrados en el oficio del día. En algunas iglesias se conserva también la hermosa costumbre de cambiar la cortina que cubre el tabernáculo (llamada conopeo) para que sea del mismo color que las vestimentas del celebrante. En las grandes fiestas, era tradición colocar un paño del mismo color en la parte inferior del altar, entre la mesa del altar y el suelo, llamado antependium (del latín ante, delante, y pendere, colgar), porque originalmente se colocaban reliquias bajo el altar, que se ocultaban durante la misa. Los colores así sancionados por la Iglesia en conexión con su culto público son llamados colores litúrgicos, y en el rito latino son actualmente cinco principales: blanco, rojo, verde, morado y negro. En las grandes solemnidades se puede utilizar el dorado. Durante la Cuaresma y el Adviento, que son tiempos litúrgicos de penitencia, el color rosa puede utilizarse en dos domingos concretos, como se explicará más adelante. En las fiestas de la Santísima Virgen, el color azul fue autorizado en España y sus antiguos territorios, es decir, Hispanoamérica y Filipinas. Más tarde, este privilegio se extendió a Austria, a los carmelitas y a determinados santuarios marianos.
Una definición que tomó algunos siglos
La Iglesia tardó algún tiempo en establecer sus reglas para los colores litúrgicos. En los ritos más antiguos (por ejemplo, el de Jerusalén), el paramento del Día del Señor era simplemente una túnica sin teñir y muy limpia, hecha de lino y, más excepcionalmente, de lana, que recordaba el color blanco. Esto era apropiado, ya que el blanco es el color cristológico por excelencia, que recuerda la inocencia del Cordero divino. Decimos que era un color que se asemejaba al blanco, porque las técnicas de blanqueo de los tejidos de entonces eran lentas y costosas, por lo que en realidad se utilizaban varios tonos de gris.
A partir del siglo VII, en el ámbito diocesano, los colores principales fueron los tres clásicos utilizados desde la antigüedad: rojo, blanco y negro. Luego se introdujeron varias tonalidades, en función de la festividad, que se diferenciaban entre sí esencialmente por la intensidad y el brillo, hasta llegar a un total de siete colores: había tres tonalidades de rojo, dos de blanco y dos de negro. En blanco, el candidus era más brillante que el albus. En negro, el niger era más brillante que el ather. En los tres rojos, el purpureus era más brillante que el coccinus o el ruber. A estos tres colores se les empezó a añadir el oro, que en realidad era más bien un amarillo. Luego se integraron el verde y el morado. A pesar de algunas directrices generales y poco claras, la elección del color solía ser una decisión del celebrante. Había sacerdotes que celebraban la Pascua con vestiduras blancas, mientras que otros llevaban vestiduras rojas o incluso verdes. Algunos sacerdotes confeccionaron casullas muy caprichosas y disparatadas, que pronto fueron condenadas por los obispos locales por considerarse poco decorosas (casullas a rayas, multicolores o muy vistosas, combinando más de dos colores, con significados totalmente diferentes). A partir del siglo XII se intentó uniformizar los colores en los ritos de la Iglesia. Los liturgistas de la época convinieron en atribuir significados precisos a los tres colores principales. El rojo era el color de la Pasión, del martirio y del Espíritu Santo. El blanco era el color de la Pascua de Resurrección, mientras que el negro era el color de la abstinencia, la penitencia y el luto. El morado se consideraba un subniger, es decir, un derivado y sustituto, que reemplazaba al negro en la época del Adviento. Tratado que define los colores del calendario litúrgico A finales del siglo XII, el cardenal Lotario dei Conti di Segni escribió un tratado titulado De sacrosancti altari mysterio, que incluía un apartado sobre los colores litúrgicos. Al ser elegido Papa, con el nombre de Inocencio III, gobernó la Iglesia de 1198 a 1216 y oficializó cuatro colores litúrgicos: blanco, rojo, negro y verde. En su tratado, dio un significado definitivo a los colores y a las correspondencias en el calendario litúrgico, para evitar interpretaciones vagas por parte de cada celebrante: el rojo debía usarse en las fiestas de los apóstoles, de los mártires, de la Santa Cruz y en Pentecostés; el blanco, en las fiestas del Jueves Santo, de la Pascua, de la Navidad, de la Epifanía, de la Ascensión, de Todos los Santos, de los ángeles y de la conmemoración de las vírgenes y de los confesores. El color negro debía ser utilizado solo en las fiestas de los difuntos y durante el Adviento y la Cuaresma, así como en la fiesta de los mártires inocentes (esto cambió posteriormente). El resto de los días, se debía utilizar únicamente el color verde, porque —escribe en su tratado— es un color “a medio camino entre el rojo, el negro y el blanco”. El morado podría sustituir a veces al negro y el amarillo podría sustituir, en casos concretos, solo al verde.
La belleza de la variedad armónica de los colores en la liturgia Fue a partir de los siglos XIII y XIV cuando se introdujo el azul (por su asociación con el cielo) en la liturgia, como color a ser utilizado en las fiestas marianas y exclusivamente en los ritos nativos de España (como el mozárabe), pero en otras regiones el blanco siguió siendo el color oficial de las fiestas marianas. Durante la época barroca (siglo XVII), se introdujeron dos nuevos colores litúrgicos: el oro y el rosado. El primero, ya en boga como sustituto del blanco y el verde, se utilizó ampliamente en las solemnidades marianas del rito romano, en lugar del azul español y el blanco romano anteriores. Sin embargo, se estableció que el color dorado, símbolo de la majestuosidad de Dios, podía sustituir a cualquier color excepto al morado y al negro, colores de penitencia.
El rosado, una novedad absoluta, se introdujo tan solo para el tercer domingo de Adviento (llamado de Gaudete) y el cuarto domingo de Cuaresma (llamado de Laetare), como un color a medio camino entre el morado (típico de esos tiempos litúrgicos) y el blanco, porque en dichos dos domingos se recuerdan, respectivamente, las venturosas promesas de la Natividad y de la Resurrección, así como la institución de la Eucaristía, por la lectura del milagro de la multiplicación de los panes. En un mundo que oscila entre una uniformidad parduzca y una chocante estridencia multicolor, la armoniosa variedad de colores de los paramentos de los celebrantes y de la decoración de las iglesias, así como su gradual desfile a lo largo del año litúrgico, puntillado de interrupciones a causa de fiestas religiosas específicas, constituyen un regalo para los ojos y el espíritu, llenando el alma de los fieles de elevados pensamientos sobre los más sagrados misterios de la religión católica. Muy pronto comenzará la Cuaresma (desde el Miércoles de Ceniza hasta el Jueves Santo). Una buena ocasión para que meditemos sobre la belleza de los ritos de la Iglesia y pidamos a la Santísima Virgen que ponga fin cuanto antes a los numerosos abusos litúrgicos que desnaturalizan la Sagrada Liturgia, particularmente en el augusto sacrificio del altar.
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