Explicación de la Salve Regina “¿Pero quién habrá escrito cosas tan hermosas sobre la Madre de Dios? Dios te salve,
Habiendo sido exaltada la Virgen María como Madre del Rey de reyes, con toda razón la santa Iglesia la honra y quiere que sea honrada por todos con el título glorioso de reina. Si el Hijo es Rey —dice el pseudo Atanasio— con toda razón la Madre debe tenerse por Reina y llamarse Reina y Señora. Desde que María, añade san Bernardino de Siena, dio su consentimiento aceptando ser Madre del Verbo eterno, desde ese instante mereció ser la reina del mundo y de todas las criaturas. Si la carne de María, reflexiona san Arnoldo abad, no fue distinta de la de Jesús, ¿cómo puede estar la madre separada del reinado de su hijo? Por lo que debe pensarse que la gloria del reinado no solo es común entre la Madre y el Hijo, sino que es la misma. Y si Jesús es rey del universo, reina también lo es María. De modo que, dice san Bernardino de Siena, cuantas son las criaturas que sirven a Dios, tantas son las que deben servir a María, ya que los ángeles, los hombres y todas las cosas del cielo y de la tierra, estando sujetas al dominio de Dios, están también sometidas al dominio de la Virgen. Por eso el abad Guérrico, contemplando a la Madre de Dios, le habla así: “Prosigue, María, prosigue segura con los bienes de tu Hijo, gobierna con toda confianza como reina, madre del rey y su esposa. Sigue pues, oh María, disponiendo a tu voluntad de los bienes de tu Hijo, pues al ser madre y esposa del rey del mundo, se te debe como reina el imperio sobre todas las criaturas”. María es Reina de Misericordia Así que María es Reina; pero no olvidemos, para nuestro común consuelo, que es una reina toda dulzura y clemencia e inclinada a hacernos bien a los necesitados. Por eso la santa Iglesia quiere que la saludemos y la llamemos en esta oración Reina de misericordia. El mismo nombre de reina, conforme a san Alberto Magno, significa piedad y providencia hacia los pobres; a diferencia del nombre de emperatriz, que expresa más bien severidad y rigor. La excelencia del rey y de la reina consiste en aliviar a los miserables, dice Séneca. Así como los tiranos, al mandar, tienen como objetivo su propio provecho, los reyes, en cambio, deben tener por finalidad el bien de sus vasallos. De ahí que en la consagración de los reyes se ungen sus cabezas con aceite, símbolo de misericordia, para demostrar que ellos, al reinar, deben tener ante todo pensamientos de piedad y de beneficencia hacia sus vasallos. El rey debe ante todo dedicarse a las obras de misericordia, pero no de modo que dejan de usar la justicia contra los criminales cuando es debido. No obra así María, que aunque reina no lo es de justicia, preocupada del castigo de los malhechores, sino reina de la misericordia, atenta únicamente a la piedad y al perdón de los pecadores. Por eso la Iglesia quiere que la llamemos expresamente reina de la misericordia. […] Cuánta debe ser nuestra confianza en esta Reina sabiendo lo poderosa que es ante Dios, y tan rica y llena de misericordia que no hay nadie en la tierra que no participe y disfrute de la bondad y de los favores de María. […] Acudamos, pues, pero acudamos siempre a las plantas de esta dulcísima reina si queremos salvarnos con toda seguridad. Y si nos espanta y desanima la vista de nuestros pecados, entendamos que María ha sido constituida reina de la misericordia para salvar con su protección a los mayores y más perdidos pecadores que a ella se encomiendan. […] María es nuestra Madre espiritual
Cuando el pecado privó a nuestras almas de la gracia, les privó también de la vida. Y habiendo quedado miserablemente muertas, vino Jesús nuestro redentor, y con un exceso de misericordia y de amor nos recuperó esta vida perdida con su muerte en la cruz, como él mismo lo declaró: “Vine para que tengan vida, y la tengan en abundancia” (Jn 10,10). […] Si Jesús es el padre de nuestras almas, María es la madre, porque dándonos a Jesús nos dio la verdadera vida, y ofreciendo en el Calvario la vida de su Hijo por nuestra salvación fue como darnos a luz y hacernos nacer a la vida de la gracia. En dos momentos distintos, enseñan los santos padres, se demostró que María era nuestra madre espiritual. […] Es verdad que Jesús, al morir por la redención del género humano, quiso ser solo. “Yo solo pisé el lagar” (Is 63, 3); pero conociendo el gran deseo de María de dedicarse ella también a la salvación de los hombres, dispuso que también ella, con el sacrificio y con el ofrecimiento de la vida de Jesús, cooperase a nuestra salvación y así llegara a ser la madre de nuestras almas. […] María es una Madre muy solícita y desvelada “Yo soy la madre del amor hermoso” (Eclo 24, 24), dice María; porque su amor, dice un autor, hace hermosas nuestras almas a los ojos de Dios y consigue como madre amorosa recibirnos por hijos. ¿Y qué madre ama a sus hijos y procura su bien como tú, dulcísima reina nuestra, que nos amas y nos haces progresar en todo? Más —sin comparación, dice san Buenaventura— que la madre que nos dio a luz, nos amas y procuras nuestro bien. […] Venceremos en todas las batallas contra el infierno, y venceremos siempre con toda seguridad recurriendo a la madre de Dios y madre nuestra, diciéndole y suplicándole siempre: “Bajo tu amparo nos acogemos, santa madre de Dios”. […] Estad siempre contentos los que os sentís hijos de María; sabed que ella acepta por hijos suyos a los que quieren ser. ¡Alegraos! ¿Cómo podéis temer perderos si esta madre os protege y defiende? Grandeza del amor que María nos tiene Si María es nuestra madre, bien está que consideremos cuánto nos ama. El amor hacia los hijos es un amor necesario; por eso —como reflexiona santo Tomás— Dios ha puesto en la divina ley, a los hijos, el precepto de amar a los padres; mas, por el contrario, no hay precepto expreso de que los padres amen a sus hijos, porque el amor hacia ellos está impreso en la naturaleza con tal fuerza que las mismas fieras, como dice san Ambrosio, no pueden dejar de amar a sus crías. Y así, cuentan los naturalistas, que los tigres, al oír los gritos de sus cachorros, presos por los cazadores, hasta se arrojan al agua en persecución de los barcos que los llevan cautivos. Pues si hasta los tigres, parece decirnos nuestra amadísima madre María, no pueden olvidarse de sus cachorros, ¿cómo podré olvidarme de amaros, hijos míos? “¿Acaso puede olvidarse la mujer de su niño sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidara, yo nunca me olvidaré de ti” (Is 49, 15). Si por un imposible una madre se olvidara de su hijo, es imposible, nos dice María, que yo pueda olvidarme de un hijo mío. […] Si se pudiera unir el amor que todas las madres tienen a sus hijos, todos los esposos a sus esposas y todos los ángeles y santos a sus devotos, no alcanzaría el amor que María tiene a una sola alma. Dice el P. Nierembergh que el amor que todas las madres tienen por sus hijos es pura sombra en comparación con el amor que María tiene por cada uno de nosotros. Más nos ama ella sola —añade— que lo que nos aman todos los ángeles y santos. […] Es indiscutible que ella vive solícita por todo el género humano. Por eso es utilísima la práctica de algunos devotos de María que, como refiere Cornelio a Lápide, suelen pedir al Señor les conceda las gracias que para ellos pide la Santísima Virgen, diciendo: “Dame, Señor, lo que para mí pide la Virgen María”. Y con razón, dice el mismo autor, pues nuestra Madre nos desea bienes inmensamente mayores de los que nosotros mismos podemos desear. El devoto Bernardino de Bustos dice que más desea María hacernos bien y dispensarnos las gracias, que nosotros deseamos recibirlas. Por eso san Alberto Magno aplica a María las palabras de la Sabiduría: “Se anticipa a los que la codician poniéndoseles delante ella misma” (Sb 6, 13). María sale al encuentro de los que a ella recurren para hacerse encontradiza antes de que la busquen. Es tanto el amor que nos tiene esta buena Madre —dice Ricardo de San Víctor—, que en cuanto ve nuestras necesidades acude al punto a socorrernos antes de que le pidamos su ayuda. Ahora bien, si María es tan buena con todos, aun con los ingratos y negligentes que la aman poco y poco recurren a ella, ¿cómo será ella de amorosa con los que la aman y la invocan con frecuencia? “Se deja ver fácilmente de los que la aman, y hallar de los que la buscan” (Sb 6, 12). […]
Razón tiene san Buenaventura al exclamar: “¡Bienaventurados los corazones que aman a María! ¡Bienaventurados los que la sirven fielmente!” ¡Dichosos los que tienen la fortuna de ser fieles servidores y amantes de esta Madre llena de amor! Sí, porque la reina, agradecida más que nadie, no se deja superar por el amor de sus devotos. María, imitando en esto a nuestro amorosísimo redentor Jesucristo, con sus beneficios y favores, devuelve centuplicado su amor a quien la ama. Exclamaré con el enamorado san Anselmo: “¡Que desfallezca mi corazón en constante amor a ti! ¡Que se derrita mi alma! Arda siempre por ti mi corazón y se consuma del todo en tu amor el alma mía, mi amado salvador Jesús y mi amada madre María. Y ya que sin vuestra gracia no puedo amaros, concededme, Jesús y María, por vuestros méritos, que no por los míos, que os ame cuanto merecéis. Dios mío, enamorado de los hombres, has podido morir por tus enemigos, ¿y vas a negar a quien te lo pide la gracia de amarte y amar a tu Madre santísima?”. María también es madre de los pecadores arrepentidos Declaró María a santa Brígida que ella no solo es madre de justos y de inocentes, sino también de los pecadores que deseen enmendarse. Cuando un pecador recurre a María con deseo de enmendarse, encuentra a esta buena madre de misericordia pronta a abrazarlo y ayudarle, mejor de lo que lo hiciera cualquier otra madre. Esto es lo que escribió el Papa san Gregorio a la princesa Matilde: “Abandona el deseo de pecar y encontrarás a María, te lo aseguro, más pronta para amarte que la madre que te dio el ser”. Pero quien aspire a ser hijo de esta madre maravillosa es necesario que primero deje el pecado, y entonces podrá confiar en ser aceptado por hijo. […] ¿Y cómo pretenderá ser hijo de María quien tanto la contraría con su mala vida? Dijo un pecador a María: “Muestra que eres mi madre”. Y la Virgen le respondió: “Demuestra que eres mi hijo”. Otro pecador invocaba a esta divina Madre y la llamaba madre de misericordia. Y le dijo María: “Vosotros pecadores, cuando queréis que os ayude, me llamáis madre de misericordia; pero entre tanto no cesáis con vuestros pecados de hacerme madre de miserias y dolores”. Efectos del amor de María a los pecadores Una madre que supiese que dos de sus hijos se odiaban a muerte y que uno pensara quitarle la vida al otro, ¿qué no haría para conseguir reconciliarlos por todos los medios? Así, dice el santo, María es madre de Jesús y madre del hombre. Cuando ve a un pecador enemistado con Jesucristo no puede sufrir verlos odiándose y no descansa hasta ponerlos en paz. “Oh bienaventurada María, tú eres madre del reo y madre del juez; siendo madre de entrambos hijos, no puedes soportar que haya discordias entre los dos”.
La benignísima Señora no quiere otra cosa del pecador sino que se encomiende a ella con intención de enmendarse. Cuando María ve a sus pies a un pecador que viene a pedirle misericordia, no mira los pecados que tiene, sino la intención con que viene. Si viene con buena intención, aunque haya cometido todos los pecados del mundo, lo abraza y la benignísima madre no se desdeña de curarle todas las llagas de su alma. Es que no solo la llamamos madre de la misericordia, sino que lo es verdaderamente como lo muestra con el amor y ternura en socorrer. Todo esto le expresó la Virgen a santa Brígida, diciendo: “Por muy grande que sea un pecador, estoy preparada para recibirlo al punto si a mí viene; ni me fijo en cuánto ha pecado, sino en la intención con que viene; y no me desdeño en ungir sus llagas y curárselas, porque me llamo y soy de verdad la madre de la misericordia”. María es madre de los pecadores que quieren convertirse y como madre no puede dejar de compadecerse de ellos, y hasta pareciera que siente como propios los sufrimientos de sus propios hijos. Cuando la cananea suplicó a Jesús que librara a su hija del demonio que la atormentaba, le dijo: “Jesús, hijo de David, ten compasión de mí, que mi hija es atormentada por el demonio” (Mt 15, 22). Pero si la atormentada por el demonio era la hija y no la madre, parece que debiera haber dicho: “Señor, ten piedad de mi hija, no de mí”. Pero no; dijo: “Ten piedad de mí”. Con toda razón, porque las miserias y desgracias de los hijos las sienten las madres como propias. Así es la manera, dice Ricardo de San Lorenzo, como suplica a Dios María cuando intercede por un pecador que a ella se encomienda. “María clama por el alma pecadora y dice: Ten compasión de mí”. Señor mío, parece decirle, esta pobre alma que está en pecado es hija mía, y por eso ten piedad no tanto de ella cuanto de mí que soy su madre. Vida y dulzura María es nuestra vida porque ella nos obtiene el perdón de los pecados. Para comprender mejor por qué la Santa Iglesia llama a María nuestra vida, basta saber que, como el alma da la vida al cuerpo, así también la divina gracia da la vida al alma; porque un alma sin la gracia tiene nombre de viva, pero en verdad está muerta, como se dice en el Apocalipsis: “Tienes nombre vivo, pero en realidad estás muerto” (Ap 3, 1). Por tanto, la Virgen nuestra Señora, obteniendo por su mediación a los pecadores la gracia perdida, los devuelve a la vida. La Santa Iglesia, aplicándole las palabras de la Escritura: “Me hallarán los que madrugaren para buscarme” (Pr 8, 17), hace decir a la Virgen que la hallarán los que sean diligentes en acudir a ella de madrugada, es decir, lo antes posible. Dice la versión de los Setenta en vez de “me encontrarán”, “hallarán la gracia”. Así que es lo mismo recurrir a María que encontrar la gracia de Dios. Y poco más adelante dice: “El que me encuentre, encontrará la vida y alcanzará del Señor la salvación” (Pr 8, 35). “Oíd los que deseáis el reino de Dios —exclama san Buenaventura— honrad a la Virgen María y encontraréis la vida y la eterna salvación”. Dice san Bernardino de Siena que Dios no destruyó al hombre después del pecado por el amor especialísimo que tenía a esta su hija que había de nacer. Y añade el santo que no tiene la menor duda en creer que todas las misericordias y perdones recibidos por los pecadores en la antigua ley, Dios se las concedió en vistas a esta bendita doncella. María es nuestra vida porque nos consigue la perseverancia La perseverancia final es una gracia tan grande de Dios que, como declara el Concilio de Trento, es un don del todo gratuito que no se puede merecer. Pero como enseña san Agustín, ciertamente obtienen de Dios la perseverancia los que se la piden. Y según el P. Suárez, la obtienen infaliblemente siempre que sean diligentes en pedirla a Dios hasta el fin de la vida. Escribe Belarmino que esta perseverancia hay que pedirla a diario para conseguirla todos los días. Pues si es verdad —como lo tengo por cierto según la sentencia hoy común, como lo demostraré después—, si es verdad, digo, que todas las gracias que nos vienen de Dios pasan por las manos de María, solo por medio de María podremos nosotros esperar y obtener esta gracia suprema de la perseverancia. Y ciertamente que la obtendremos si con confianza la pedimos siempre a María. Ella misma promete esta gracia a todos los que la sirven fielmente en esta vida: “Los que se guían por mí, no pecarán; los que me esclarecen, tendrán la vida eterna” (Eclo 24, 30-31). Para conservar la vida de la gracia es necesaria la fortaleza espiritual Con las palabras del libro de los Proverbios, dice María: “Bienaventurado el que me oye y vigila constantemente a las puertas de mi casa y observa los umbrales de ella” (Pr 8, 34). Bienaventurado el que oye mi voz y por eso está atento a venir de continuo a las puertas de mi misericordia en busca de luz y socorro. María está muy atenta para obtener luces y fuerzas a este su devoto para salir de los vicios y caminar por la senda de la virtud. Por lo mismo es llamada por Inocencio III, con bella expresión, “luna en la noche, aurora al amanecer y sol en pleno día”. Luna para iluminar a los que andan a oscuras en la noche del pecado, para ilustrarlos y para que conozcan el miserable estado de condenación en que se encuentran; aurora precursora del sol para el que ya está iluminado, para hacerlo salir del pecado y tornar a la gracia de Dios; sol, en fin, para el que ya está en gracia para que no vuelva a caer en ningún precipicio. […]
Concluyamos con lo que dice san Bernardo: “Hombre, quien quiera que seas, ya ves que en esta vida más que sobre la tierra vas navegando entre peligros y tempestades. Si no quieres naufragar vuelve los ojos a esta estrella que es María. Mira a la estrella, llama a María. En los peligros de pecar, en las molestias de las tentaciones, en las dudas que debas resolver, piensa que María te puede ayudar; y tú llámala pronto, que ella te socorrerá. Que su poderoso nombre no se aparte jamás de tu corazón lleno de confianza y que no se aparte de tu boca al invocarla. Si sigues a María no equivocarás el camino de la salvación. Nunca desconfiarás si a ella te encomiendas. Si ella te sostiene, no caerás. Si ella te protege, no puedes temer perderte. Si ella te guía, te salvarás sin dificultad. En fin, si María toma a su cargo el defenderte, ciertamente llegarás al reino de los bienaventurados”. María dulcifica la muerte de sus devotos “El amigo verdadero lo es en todo momento, y el amigo se conoce en los trances apurados” (Pr 17, 17). Los verdaderos amigos se conocen no tanto en la prosperidad cuanto en los tiempos de angustia y miserias. Los amigos al estilo mundano duran mientras hay prosperidad; pero si tales amigos caen en cualquier desgracia, y sobre todo si sobreviene la muerte, al instante esa clase de amigos desaparecen. No obra así María con sus devotos. En sus angustias, y sobre todo en las de la muerte, que son las mayores que puede haber en la tierra, ella, tan buena Señora y Madre, jamás abandona a sus fieles verdaderos. […] Cuando un hombre sale de esta vida se agita el infierno y manda los más terribles demonios para tentar aquella alma antes de que abandone el cuerpo y acusarla cuando se presente al tribunal de Dios. “El infierno se conmovió abajo a tu llegada y a tu encuentro envió gigantes” (Is 14, 9). Pero cuando los demonios ven que a aquella alma la defiende María, no se atreven de ninguna manera a acusarla, sabiendo que no será condenada por el juez el alma protegida por tal Madre. ¿Quién podrá acusar si ve que protege la Madre? Esperanza nuestra No pueden soportar los herejes de ahora que llamemos y saludemos a María con el título de esperanza nuestra. Dicen que solo Dios es nuestra esperanza y que Dios maldice a quien pone su confianza en las criaturas: “Maldito el hombre que confía en otro hombre” (Jr 17, 5). María, exclaman, es una criatura; ¿y cómo puede ser una criatura nuestra esperanza? Esto dicen los herejes. Pero contra ellos la santa Iglesia quiere que todos los sacerdotes y religiosos alcen la voz de parte de todos los fieles y a diario la invoquen a María con este dulce nombre de esperanza nuestra, esperanza de todos: Esperanza nuestra, salve.
De dos maneras, dice el angélico santo Tomás, podemos poner nuestra confianza en una persona: o como causa principal o como causa intermedia. Los que quieren alcanzar algún favor de un rey, o lo esperan del rey como señor, o lo esperan conseguir por el ministro o favorito como intercesor. Si se obtiene semejante gracia, se obtiene del rey pero por medio de su favorito, por lo que quien la obtiene razón tiene para llamar a su intercesor su esperanza. El rey del cielo, porque es bondad infinita, desea inmensamente enriquecernos con sus gracias; pero como de nuestra parte es indispensable la confianza, para acrecentarla nos ha dado a su misma Madre por madre y abogada nuestra, con el más completo poder de ayudarnos; y por eso quiere que en ella pongamos la esperanza de obtener la salvación y todos los bienes. Los que ponen su confianza en las criaturas, olvidados de Dios, como los pecadores, que por conquistar la amistad y el favor de los hombres no les importa disgustar a Dios, ciertamente que son malditos de Dios, como dice Isaías. Pero los que esperan en María como Madre de Dios, poderosa para obtenerles toda clase de gracias y la vida eterna, estos son benditos y complacen al corazón de Dios, que quiere ver honrada de esta manera a tan sublime criatura que lo ha querido y honrado más que todos los ángeles y santos juntos. Con toda razón y justicia, por tanto, llamamos a la Virgen nuestra esperanza, “confiando obtener por su intercesión lo que no obtendríamos con nuestras solas plegarias”, como dice el cardenal Belarmino. Nosotros le rogamos, dice san Anselmo, para que la sublimidad de su intercesión supla nuestra indigencia. Por lo cual, sigue diciendo el santo, suplicar a la Virgen con toda esperanza no es desconfiar de la misericordia de Dios, sino temer de la propia indignidad. A ti llamamos ¡Pobres de nosotros que siendo hijos de la infeliz Eva, y por lo mismo reos ante Dios de la misma culpa, condenados a la misma pena, andamos agobiados por este valle de lágrimas, lejos de nuestra patria, llorando afligidos por tantos dolores del cuerpo y del alma! Pero ¡bienaventurado el que, entre tantas miserias, con frecuencia se vuelve hacia la consoladora del mundo y refugio de miserables, a la excelsa Madre de Dios y devotamente la llama y le ruega! “Bienaventurado el hombre que me escucha y vigila constantemente a las puertas de mi casa” (Pr 8, 34). Dichoso, dice María, el que escucha mis consejos y llama constantemente a las puertas de mi misericordia, suplicando que interceda por él y lo socorra. […] Ni la muchedumbre de nuestros pecados debe disminuir nuestra confianza de ser oídos por María. Cuando ante ella nos postramos, encontramos a la madre de misericordia, y para la misericordia sólo hay lugar si encuentra miserias que aliviar. Por lo que como una amorosa madre no siente repugnancia de curar al hijo leproso, aunque la cura fuera molesta y nauseabunda, así nuestra maravillosa Madre no nos abandona cuando recurrimos a ella, por muy grande que sea la podredumbre de nuestros pecados que ella tiene que curar. Esta idea es de Ricardo de San Lorenzo. Esto mismo quiso dar a entender María apareciéndose a santa Gertrudis con el manto extendido para acoger a todos los que a ella acudían. Y vio la santa, a la vez, que todos los ángeles se dedican a defender a los devotos de María de las tentaciones diabólicas. […]
Y si alguno aún dudase de ser socorrido por María cuando a ella acude, vea cómo lo reprende Inocencio III: “¿Quién la invocó y no fue por ella escuchado?” ¿Dónde hay uno que haya buscado la ayuda de esta Señora y María no lo haya escuchado? “¿Quién —exclama ahora Eutiques— oh bienaventurada, acudió en demanda de tu omnipotente ayuda y se vio jamás abandonado? ¡Nadie, jamás!” ¿Quién, oh Virgen la más santa, ha recurrido a tu materno corazón que puede aliviar a cualquier miserable y salvar al pecador más perdido y se ha visto de ti abandonado? De verdad que nadie, nunca jamás. Esto no ha sucedido ni nunca ha de suceder. “Acepto —decía san Bernardo— que no se hable más de tu misericordia ni se te alabe por ella, oh Virgen santa, si se encontrara alguno que habiéndote invocado en sus necesidades se acordara de que no había sido atendido por ti”. […] Que todos los que invoquen a María con total confianza, como a madre de misericordia, le hablen como el pseudo Agustín: “Acuérdate, oh piadosísima María, que jamás se ha oído decir que nadie de los que han implorado tu protección se haya visto por ti abandonado”. Y por eso perdóname si te digo que no quiero ser este primer desgraciado que recurriendo a ti se vaya a ver abandonado. […] No solo María Santísima es reina del cielo y de los santos, sino que también ella tiene imperio sobre el infierno y los demonios por haberlos derrotado valientemente con su poder. Ya desde el principio de la humanidad, Dios predijo a la serpiente infernal la victoria y el dominio que había de ejercer sobre él nuestra reina al anunciar que vendría al mundo una mujer que lo vencería: “Pondré enemistades entre ti y la mujer… Ella quebrantará tu cabeza” (Gn 3, 15). A ti suspiramos, El invocar y rezar a los santos, y especialmente a la reina de todos los santos, María Santísima, a fin de obtener la gracia de Dios es no solo lícito, sino útil y santo, y es verdad de fe definida por los Concilios contra los herejes que la condenan como cosa injuriosa para Jesucristo que es nuestro único mediador. Pero si un Jeremías ruega después de su muerte por Jerusalén; si los ancianos del Apocalipsis presentan a Dios las oraciones de los santos; si san Pedro promete a sus discípulos acordarse de ellos después de su muerte; si san Esteban ruega por sus perseguidores; si san Pablo ruega por sus compañeros; si, en suma, pueden los santos rogar por nosotros, ¿por qué no vamos a poder nosotros implorar a los santos para que intercedan en nuestro favor? Que Jesucristo sea nuestro único mediador con toda justicia porque con sus méritos nos ha obtenido la reconciliación con Dios, ¿quién lo niega? Mas, por otra parte, es una impiedad negar que Dios se complace en conceder las gracias por la intercesión de los santos y especialmente de María, su Madre santísima, que Jesús tanto desea verla amada y honrada por nosotros. Es sabido que el honor otorgado a la madre redunda en honor del hijo. “Gloria de los hijos son sus padres” (Pr 17, 6). Por eso dice san Bernardo: “No hay duda de que todo lo que cede en honra de la madre, al hijo pertenece”. No oscurece la gloria del hijo el que alaba a la madre, porque cuanto más se alaba a la madre, más se honra al hijo. Y san Ildefonso dice que todo el honor que se rinde a la reina madre se tributa al hijo rey. Nadie duda de que por los méritos de Jesucristo se ha concedido a María toda la autoridad para ser la mediadora de nuestra salvación; no es Nuestra Señora mediadora por estricta justicia, sino por gracia de Dios, intercediendo, como lo dice san Buenaventura: “María es la fidelísima intercesora de nuestra salvación”. Y san Lorenzo Justiniano: “¿Cómo no va a estar llena de gracia la que es escala del paraíso, puerta del cielo y con toda verdad mediadora entre Dios y los hombres?”. La intercesión de María proviene de su cooperación en la Redención Dice san Bernardo que, conforme un hombre y una mujer cooperaron a nuestra ruina, así un hombre y una mujer debían cooperar a nuestra reparación, y estos fueron Jesús y su Madre María. “No hay duda —dice el santo— de que Jesucristo Él solo se basta para redimirnos, pero fue más congruente que a la hora de nuestra reparación estuvieran presentes los dos sexos que lo habían estado cuando la caída”. Por eso san Alberto Magno llama con razón a María “colaboradora en la Redención”. Y ella misma reveló a santa Brígida que como Adán y Eva por la fruta prohibida vendieron al mundo, ella con su Hijo con un solo corazón rescataron al mundo. “Bien pudo Dios crear el mundo de la nada —dice san Anselmo—, pero habiéndose perdido el mundo por la culpa, no ha querido Dios repararlo sin la cooperación de María”. Ea, pues, Señora, Es tan grande la autoridad de las madres sobre los hijos, que aunque estos sean reyes y tengan poder absoluto sobre todas las personas de su reino, nunca las madres serán súbditas de sus hijos. Es verdad que Jesús, ya en el cielo, sentado a la diestra del Padre, o sea, como explica santo Tomás, aun en cuanto hombre, por razón de la unión hipostática con la persona del Verbo, tiene dominio supremo también sobre María. Sin embargo, siempre será verdad que en un tiempo, mientras vivió en la tierra nuestro Redentor, quiso someterse a ser súbdito de María, como lo asegura san Lucas: “Y les estaba sujeto” (Lc 2, 51). San Ambrosio llega a decir que Jesucristo, habiendo decretado que María fuera su Madre, como Hijo estaba obligado a obedecerla.
Por eso, dice Ricardo de San Lorenzo, que de los demás santos se dice que obedecen a Dios, pero que solo de María puede decirse que no solo está sometida a la voluntad de Dios, sino que también Dios se ha sometido a su voluntad. Y cuando de las demás vírgenes se dice que “siguen al Cordero adondequiera que vaya” (Ap 14, 4), de la Virgen María se puede decir que el Cordero la seguía en la tierra acogido a su tutela maternal. Por eso decimos que María en el cielo, aunque no puede mandar al Hijo, sin embargo sus plegarias serán plegarias de madre, y por eso poderosísimas para obtener cuanto pida. […] Es cierto, en suma, que no hay criatura que pueda obtenernos tales misericordias a nosotros miserables como las que puede lograrnos esta excelente abogada, la cual es honrada por Dios no solo con ser la amada esclava del Señor, sino siendo su verdadera Madre. Esto le dice Guillermo de París: “Ninguna criatura puede impetrar de tu Hijo tantas y tales gracias para los miserables como tú les consigues; con lo cual se ve que quiere honrarte, no como a esclava, sino como a su verdadera Madre”. Basta que hable María y todo lo realiza el Hijo. María cuida de cada uno de nosotros San Buenaventura anima a los pecadores diciéndoles: “Si temes por tus culpas, que Dios, indignado, quiera vengarse de ti, ¿qué debes hacer? Vete y recurre a María que es la esperanza de los pecadores; y si después temes que ella rehúse ponerse de tu parte, has de saber que ella no puede dejar de defenderte, porque Dios mismo le ha asignado el oficio de socorrer a los pecadores”. “¿Cómo podrá perecer —exclama el abad Adán de Perseigne— el pecador al que la misma madre del juez se ofrece como madre e intercesora? Y tú, María, que eres la madre de la misericordia, te desdeñarás de pedir a tu Hijo, que es el juez, por otro hijo tuyo, que es el pecador? ¿Te negarás tal vez, a interceder ante el Redentor por un alma redimida por él, que por salvar a los pecadores ha muerto en la cruz? Ciertamente que no te negarás a ello; antes por el contrario te empeñarás con todo tu amor en rogar por los que a ti recurren”. Vuelve a nosotros Aun viviendo en la tierra, dice san Jerónimo, fue María de corazón tierno y piadoso con los humanos, que no ha habido persona que sufra tanto con las penas propias, como María con las de los demás. Bien demostró la compasión que sentía por las aflicciones ajenas en las bodas de Caná, cuando al ver que faltaba el vino, sin ser requerida, como escribe san Bernardino de Siena, tomó el oficio de piadosa consoladora. Y por pura compasión de la aflicción de aquellos recién casados, intercedió con su Hijo y obtuvo el milagro de la conversión del agua en vino. Contemplando a María, le dice san Pedro Damiano: “¿Acaso por haber sido ensalzada como Reina del cielo te habrás olvidado de nosotros los miserables? Jamás se puede pensar semejante cosa. Nada tiene que ver con una piedad tan grande como la que hay en el corazón de María, el olvidarse de tan gran miseria como la nuestra”. No se aplica a María el proverbio latino Honores mutant mores – “Los honores cambian las costumbres”. Esto sucede a los mundanos que, ensalzados a cualquier dignidad, se llenan de soberbia y se olvidan de los amigos de antes que han quedado pobres; pero no sucede con María, que es feliz de verse tan ensalzada para poder así socorrer mejor a los necesitados. […] Se le reveló a santa Gertrudis que, cuando se dice a María con devoción esta plegaria: “Ea pues, abogada nuestra, vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos”, no puede María dejar de inclinarse en favor de la súplica de quien le ruega. […] Y si tal vez nuestros pecados nos hacen desconfiar, digámosle con Guillermo de París: “Señora, no presentes mis pecados en mi contra, porque yo les opondré tu misericordia. Y jamás se diga que mis pecados pueden competir y vencer a tu misericordia, que es más poderosa para obtenerme el perdón, que todos mis pecados para condenarme”. Y después de este destierro, El devoto de María que fielmente se encomienda a ella y le obsequia, no puede condenarse. Esta proposición, a alguno le puede parecer muy avanzada, pero a este le rogaría que, antes de rechazarla, leyera antes lo que enseguida diré sobre este punto. Al decir que un devoto de nuestra Señora no puede condenarse excluimos a los falsos devotos que abusan de su pretendida devoción para pecar más impunemente. Así que algunos, injustamente, desaprueban el ensalzar tanto la piedad de María con los pecadores, diciendo que así, estos, luego abusan para pecar más. Semejantes presuntuosos, por su temeraria confianza, merecen castigo, no misericordia. Por tanto, ha de entenderse de aquellos devotos que, con deseo de enmendarse, son fieles en obsequiar a la Madre de Dios y encomendarse a ella.
Y digo que estos es moralmente imposible que se pierdan. Veo que esto también lo ha dicho el P. Crasset en su obra sobre la devoción a la Virgen María; y antes de él, Vega en su Teología Mariana, Mendoza y otros teólogos. Y para comprender que estos no han hablado a la ligera, veamos lo que han dicho los doctores y los santos. No hay que extrañarse de que cite testimonios tan parecidos unos a otros pues he querido anotarlos todos para demostrar cuán concordes están sobre esto. Dice san Anselmo que, como el que no es devoto de María y no está protegido por ella es imposible que se salve, así es imposible que se condene quien se encomienda a la Virgen y es mirado por ella con amor. […] Y en el salmo 99 san Buenaventura llega a decir que no solo no se salvará, sino que no existe ninguna esperanza de salvación para aquellos de los que María aparta el rostro. […] Hasta el hereje Ecolampadio consideraba señal cierta de reprobación, la poca devoción de algunos hacia la Madre de Dios… Por eso el demonio se afana en que los pecadores, después de haber perdido la gracia divina, pierdan además la devoción a María. […] Con estas hermosas palabras san Juan Damasceno reaviva nuestra confianza: “Madre de Dios, si yo pongo mi confianza en ti, me salvaré. Si estoy bajo tu protección, no tengo que temer nada, porque ser tu devoto es poseer las armas con que se consigue la salvación que Dios concede a los elegidos”. Erasmo saludaba a la Virgen diciendo: “Dios te salve, terror del infierno y esperanza de los cristianos; esperar en ti es tener segura la salvación”. […] Estos y otros ejemplos, no han de servir para animar a ningún temerario a vivir en pecado, con la esperanza de que María lo librará del infierno en el último momento; pues, como sería gran locura tirarse a un pozo con la esperanza de que María lo preservara de la muerte, como ha salvado a otros en semejante situación, así mayor locura sería arriesgarse a llegar a la hora de la muerte en pecado con la pretensión de que la Virgen lo librase del infierno. María socorre a sus devotos en el Purgatorio Muy felices son los devotos de nuestra piadosa Madre, pues no solo son socorridos por ella en la tierra, sino que también los asiste y consuela con su protección en el purgatorio. Y necesitando tanto más alivio cuanto más padecen, sin poder valerse por sí mismos, mucho más se empeña en socorrerlas esta Madre misericordiosa. Dice san Bernardino de Siena que, en aquella cárcel de unas almas que son esposas de Jesucristo, María tiene como un cierto dominio y plenos poderes tanto para aliviar como para liberar de aquellas penas. […] Refiere san Pedro Damiano que una señora llamada Mazoria, ya difunta, se apareció a una comadre y le dijo que en el día de la Asunción ella había sido librada del purgatorio con un número de almas que superaban a la población de Roma. San Dionisio Cartujano afirma que lo mismo sucede en la festividad de la Navidad y de la Resurrección de Jesucristo, diciendo que en esas fiestas, María se presenta en el purgatorio acompañada de legiones de ángeles y que libra de aquellas penas a multitud de almas. Novarino dice que esto sucede igualmente en todas las fiestas solemnes de María. Muy conocida es la promesa que María hizo al Papa Juan XXII, al que, apareciéndose le ordenó que hiciera saber a cuantos llevasen el santo escapulario del Carmen que, en el sabado siguiente a su muerte, serían librados del purgatorio. El mismo Papa, como refiere el P. Crasset, lo declaró en la bula que publicó y que luego fue confirmada por Alejandro V, Clemente VII, san Pío V, Gregorio XII y Paulo V. ¡Oh clementísima, oh piadosa! Dice san León que la Virgen esta dotada de tales entrañas de misericordia, que no solo merece ser llamada misericordiosa, sino la misma misericordia. Y san Buenaventura, considerando que María ha sido constituida Madre de Dios para favorecer a los necesitados, y que a ella le esta confiado el oficio de la misericordia; y contemplando, por otra parte, que ella tiene sumo cuidado de todos los necesitados, por lo que es tan rica en piedad, que parece no tiene otro deseo que el de aliviar las necesidades, decía que cuando contemplaba a María, se le olvidaba la justicia divina y solo veía la divina misericordia de la que María está llena. Estas son sus tiernas palabras: “De veras, Señora, cuando te contemplo, no veo más que misericordia, pues para los necesitados has sido hecha Madre de Dios y se te ha confiado el oficio de compadecer. Por eso se te ve solicita hacia ellos, estás circundada de misericordia, parece que solo eres feliz ejerciendo la misericordia”. Es tanta la piedad de María, como dice el abad Guérrico, que sus entrañas tan amorosas, no saben, ni por un momento, dejar de producir frutos de piedad para nosotros.
Dice san Bernardo: “Y ¿qué otra cosa puede manar una fuente de piedad sino piedad?”. Por lo mismo, María es comparada al olivo: “Como olivo hermoso en los campos” (Eclo 24, 19). Pues así como el olivo no da más que aceite, imagen de la misericordia, así, de las manos de María no salen más que gracias y misericordias. […] Refiere Suetonio que el emperador Tito estaba tan ansioso de conceder favores a quien se los pedía, que el día en que no había hecho alguno, decía con tristeza: “He perdido el día” porque lo he pasado sin favorecer a nadie. Probablemente esto lo decía Tito, más por vanidad y afán de ser estimado, que por verdadera caridad. Pero nuestra emperatriz María, si por un imposible pasara un día sin socorrer a alguno, lo sentiría muchísimo; porque está llena de caridad y del deseo de hacernos bien. De modo que, como dice Bernardino de Bustos: “Ella tiene más ansia de darnos gracias, que nosotros de recibirlas de ella. Por lo que, cuando a ella acudimos, siempre la encontraremos con las manos llenas de misericordia y liberalidad”. […] Concluyamos ya, con la bella y dulce exclamación de san Bernardo, comentando las palabras: “Oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen María: Oh María, tú eres clemente con los miserables, piadosa con los que te ruegan, dulce con los que te aman; clemente con los penitentes, piadosa con los que progresan, dulce con los perfectos. Te manifiestas clemente al librarnos de los castigos, piadosa al otorgarnos las gracias, y dulce dándote al que te busca”. ¡Oh dulce Virgen María! El augusto nombre de María, dado a la Madre de Dios, no fue cosa terrenal, ni inventado para ella por la mente humana o elegido por decisión humana, como sucede con todos los demás nombres que se imponen. Este nombre fue elegido por el cielo y se le impuso por divina disposición, como lo atestiguan san Jerónimo, san Epifanio, san Antonino y otros. “Del Tesoro de la divinidad —dice Ricardo de San Lorenzo— salió el nombre de María. De él salió tu excelso nombre; porque las tres divinas personas, prosigue diciendo, te dieron ese nombre, superior a cualquier nombre, fuera del nombre de tu Hijo, y lo enriquecieron con tan grande poder y majestad, que al ser pronunciado tu nombre, quieren que, por reverenciarlo, todos doblen la rodilla, en el cielo, en la tierra y en el infierno. Pero entre otras prerrogativas que el Señor concedió al nombre de María, veamos cuán dulce lo ha hecho para los siervos de esta santísima Señora, tanto durante la vida como en la hora de la muerte”. […] En cuanto a lo primero, durante la vida, “el santo nombre de María —dice el monje Honorio— está lleno de divina dulzura”. De modo que el glorioso san Antonio de Padua, reconocía en el nombre de María la misma dulzura que san Bernardo en el nombre de Jesús. “El nombre de Jesús”, decía este; “el nombre de María”, decía aquel, “es alegría para el corazón, miel en los labios y melodía para el oído de sus devotos”. Se cuenta del venerable Juvenal Ancina, obispo de Saluzzo, que al pronunciar el nombre de María experimentaba una dulzura sensible tan grande, que se relamía los labios. También se refiere que una señora en la ciudad de Colonia le dijo al obispo Marsilio que cuando pronunciaba el nombre de María, sentía un sabor más dulce que el de la miel. Y, tomando el obispo la misma costumbre, también experimentó la misma dulzura.
Se lee en el Cantar de los Cantares que, en la Asunción de María, los ángeles preguntaron por tres veces: “¿Quién es esta que sube del desierto como columnita de humo? ¿Quién es esta que va subiendo cual aurora naciente? ¿Quién es esta que sube del desierto rebosando en delicias?” (Ct 3, 6; 6, 9; 8, 5). Pregunta Ricardo de San Lorenzo: “¿Por qué los ángeles preguntan tantas veces el nombre de esta Reina?” Y él mismo responde: “Era tan dulce para los ángeles oír pronunciar el nombre de María, que por eso hacen tantas preguntas”. Pero no quiero hablar de esta dulzura sensible, porque no se concede a todos de manera ordinaria; quiero hablar de la dulzura saludable, consuelo, amor, alegría, confianza y fortaleza que da este nombre de María a los que lo pronuncian con fervor. Dice el abad Francón que, después del sagrado nombre de Jesús, “el nombre de María es tan rico de bienes, que ni en la tierra ni en el cielo resuena ningún nombre del que las almas devotas reciban tanta gracia de esperanza y de dulzura. El nombre de María contiene en sí un no sé qué de admirable, de dulce y de divino, que cuando es conveniente para los corazones que lo aman, produce en ellos un aroma de santa suavidad”. […] Contemplando a su buena Madre el enamorado san Bernardo le dice con ternura: “¡Oh excelsa, oh piadosa, oh digna de toda alabanza Santísima Virgen María, tu nombre es tan dulce y amable, que no se puede nombrar sin que el que lo nombra no se inflame de amor a ti y a Dios; y solo con pensar en él, los que te aman se sienten más consolados y más inflamados en ansias de amarte”. […] Por el contrario los demonios, afirma Tomás de Kempis, temen de tal manera a la Reina del cielo, que al oír su nombre, huyen de aquel que lo nombra como de fuego que los abrasara. La misma Virgen reveló a santa Brígida, que no hay pecador tan frío en el divino amor, que invocando su santo nombre con propósito de convertirse, no consiga que el demonio se aleje de él al instante. Y otra vez le declaró que todos los demonios sienten tal respeto y pavor a su nombre que en cuanto lo oyen pronunciar al punto sueltan al alma que tenían aprisionada entre sus garras. Y así como se alejan de los pecadores los ángeles rebeldes al oír invocar el nombre de María, lo mismo —dijo Nuestra Señora a santa Brígida— acuden numerosos los ángeles buenos a las almas justas que devotamente la invocan. […] Así que, aprovechemos siempre el hermoso consejo de san Bernardo: “En los peligros, en las angustias, en las dudas, invoca a María. Que no se te caiga de los labios, que no se te quite del corazón”. En todos los peligros de perder la gracia divina, pensemos en María, invoquemos a María junto con el nombre de Jesús, que siempre han de ir estos nombres inseparablemente unidos. No se aparten jamás de nuestro corazón y de nuestros labios estos nombres tan dulces y poderosos, porque estos nombres nos darán la fuerza para no ceder nunca jamás ante las tentaciones y para vencerlas todas. El nombre de María es dulce, sobre todo en la hora de la muerte Muy dulce es para sus devotos, durante la vida, el santísimo nombre de María, por las gracias supremas que les obtiene, como hemos visto. Pero más consolador les resultará en la hora de la muerte, por la suave y santa muerte que les otorgará. […] Roguemos pues, mi devoto lector, roguemos a Dios nos conceda esta gracia, que en la hora de la muerte, la última palabra que pronunciemos sea el nombre de María, como lo deseaba y pedía san Germán: “¡Oh muerte dulce, muerte segura, si está protegida y acompañada con este nombre salvador que Dios concede que lo pronuncien los que se salvan!”. ¡Oh mi dulce Madre y Señora, te amo con todo mi corazón! Y porque te amo, amo también tu santo nombre. Propongo y espero con tu ayuda invocarlo siempre durante la vida y en la hora de la muerte. Concluyamos con esta tierna plegaria de san Buenaventura: “Para gloria de tu nombre, cuando mi alma esté para salir de este mundo, ven tú misma a mi encuentro, Señora benditísima, y recíbela. No te desdeñes, oh María de venir a consolarme con tu dulce presencia. Sé mi escala y camino del paraíso. Concédele la gracia del perdón y del descanso eterno. Oh María, abogada nuestra, a ti te corresponde defender a tus devotos y tomar a tu cuidado su causa ante el tribunal de Jesucristo”.
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