John Horvat Mientras que el hombre moderno busca la felicidad en la gratificación instantánea; hubo un tiempo en la cristiandad en que las personas creían que la felicidad provenía de una verdadera comprensión del orden del universo. Veían el universo como un gran libro de enseñanzas en el que, a través de símbolos, se podía llegar a conocer, amar y servir a Dios. Una de las páginas más hermosas y conmovedoras de aquel libro fue su percepción de las flores. Con un gran sentido práctico nacido de la observación, la gente de aquellos tiempos lejanos creía que las flores representaban virtudes y cualidades que, en última instancia, reflejaban las perfecciones de Dios, pero que podían apreciarse con claridad en la más perfecta de todas las criaturas: la Santísima Virgen. Las flores pertenecían a María, la Madre de Dios. En aquel entonces, en que la vida espiritual y la vida cotidiana estaban tan entrelazadas, las flores eran un verdadero catecismo para los fieles. Ellas transformaron las virtudes abstractas en símbolos fácilmente comprensibles que se encontraban en la vida cotidiana y los vincularon a la Virgen, el modelo humano perfecto de la virtud cristiana. Había, por lo tanto, al menos mil flores y hierbas que llevaban el nombre de María, sus cualidades y los episodios de su vida. En la época medieval, cada país promovía sus propios nombres y leyendas adaptándose a la cultura y flora local. El arte, la poesía y la literatura celebraban este vínculo íntimo entre las flores y la Santísima Virgen. Para contemplar mejor estas maravillas, habían “Jardines de María”, delimitados con las flores y hierbas que hablaban de Ella a los fieles. Algunos de los nombres hacen que esta conexión sea fácil de seguir. La caléndula nace de la idea de que esta flor de color amarillo brillante es “el oro de María”. El clavel es una variación de la palabra “coronación”, ya que la flor se usaba a menudo para coronar las imágenes de la Santísima Virgen. Se dice que el romero honra a María, la Rosa Mística. La orquídea llamada “zapatilla de dama”, era originalmente “zapatilla de la Virgen”. Sin embargo, otros nombres de flores no han sobrevivido hasta nuestros días. El lirio del valle se llamaba “Lágrimas de Nuestra Señora”, ya que desde lejos las flores blancas parecían gotas de lágrimas cayendo. La humilde y dulce violeta era conocida como “La modestia de Nuestra Señora”. Los encantadores nomeolvides eran recuerdos de los “Ojos de María”. Incluso el sencillo diente de león, con sus hojas amargas, llegó a llamarse “El dolor amargo de María”. Y los nombres siguen y siguen, ya que casi todas las flores o hierbas familiares conocidas hoy en día tienen su equivalente nombre mariano. Algunas flores obtuvieron su nombre porque florecían cerca de los días festivos. La campana de nieve, por ejemplo, se llamaba “campana de la candelaria” ya que a menudo florecía en la Candelaria, la fiesta de la Purificación. El lirio de la asunción florecía cerca de la fiesta de la Asunción. Representaba la inmaculada pureza, virginidad e inocencia de la Virgen que fueron recompensadas con su asunción al cielo. Por supuesto, la rosa simbolizó a María desde los primeros tiempos de la Iglesia, ya que es una flor tan rica en expresión que comprendía su pureza, dolor y gloria. Numerosas variedades de rosas están asociadas a nuestra Madre Santísima: la Rosa de Sharón, la Rosa de Navidad o la Rosa Escocesa. Un jardín de rosas se llamaba rosarium. Y con el tiempo, un conjunto de Avemarías se convirtió en un rosario. De esta visión surgió una piadosa tradición llena de inocencia y maravilla. Cuenta la leyenda, por ejemplo, que la pequeña flor columbina brotó en todo lugar donde el pie de la Virgen tocó el suelo cuando fue a visitar a su prima santa Isabel y se llamaba así: “zapatito de la Virgen”. Y que el clavel (también llamado “Amor de María a Dios”) apareció por primera vez cuando brotó de las lágrimas de la Virgen que cayeron al ver a su Hijo cargando la Cruz. Se decía que el lirio era originalmente amarillo y provenía de las dolorosas lágrimas de Eva al ser expulsada del paraíso. Cuando la Virgen María se inclinó para recoger un lirio, este se volvió blanco y fragante. Asimismo, que las estrellas del cielo descendieron a la tierra en su deseo de glorificar al Niño Jesús en Belén y se plantaron alrededor del pesebre como mariposas radiantes. Aunque tales historias no eran más que meras leyendas, hablaban de grandes verdades. Sirvieron para encantar, instruir e inspirar a los fieles una mayor devoción y amor a Dios. Hicieron más humana esa tierna relación entre nuestra Madre Santísima y la humanidad caída. De este modo, las flores comunes unieron a todos en la virtud, hablando a través de la poesía y el canto: a los santos y a los pecadores, a los ricos y a los pobres, a los ancianos y a los jóvenes, a los eruditos y a los ignorantes. Tal fue el maravilloso mundo perdido de las flores de la Virgen. Esta es solo una de las muchas páginas de ese gran libro donde incluso las cosas más comunes en la creación fueron una fuente de alegrías simples accesibles para todos. De hecho, incluso el dolor en este valle de lágrimas se hizo significativo y hermoso. En nuestros tristes días, esta es una lección para todos nosotros. Si queremos volver a algún tipo de orden, no podemos basarnos en estériles estadísticas de una sociedad en la que solo gobierna el dinero. No podemos tener como fundamento la intemperancia frenética de los actuales estilos de vida precipitados. Esas cosas nos llevan a la frustración, no a la felicidad. Sin duda debemos proveernos ampliamente de las necesidades materiales. Sin embargo, este orden debe tener como objetivo el deseo de entender el significado de las cosas buscando sus causas finales y más elevadas… la sabiduría. En un orden basado en la sabiduría, los hombres consiguen la felicidad buscando naturalmente a Dios o su semejanza en todas las cosas, incluso en las simples flores.
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