PREGUNTA Quisiera confesarme, pero con la pandemia y la exigencia del llamado “distanciamiento social”, no encuentro con facilidad a un sacerdote que me atienda. Por eso le pregunto si puedo confesarme con usted por teléfono. También podría escribir una relación de mis faltas y enviarlas a su correo electrónico confidencial. La respuesta podría ser remitida a mi correo electrónico privado o de lo contrario por teléfono. RESPUESTA
Debido a una reglamentación sanitaria desproporcionada, unida a la sesgada decisión de las autoridades civiles que consideran innecesarias las actividades religiosas —lamentando profundamente la debilidad de muchos obispos, que se apresuraron a cerrar las iglesias—, en los últimos meses se ha vuelto bastante difícil para muchos fieles conseguir que un sacerdote los escuche en confesión. Yo mismo fui víctima de tal despropósito, ¡ya que llegaron a colocar policías para impedir que los fieles accedan a la iglesia donde ejerzo mi ministerio! Siempre con la preocupación de no enfrentarse a las autoridades políticas y sanitarias, además de no contribuir a la propagación del coronavirus (como si los sacerdotes no supiésemos actuar con prudencia), algunos obispos tomaron el camino fácil para autorizar sin reservas “confesiones generales” en los hospitales. En esto fueron animados incluso por el Papa Francisco, quien afirmó en una entrevista al periódico inglés The Tablet (08-4-2020): “Me llamó por teléfono hace una semana un obispo italiano un poco angustiado que me decía que estaba recorriendo todos los hospitales queriendo dar la absolución a todos los que están adentro, desde el vestíbulo del hospital, pero había llamado a unos canonistas que le dijeron que no, que la absolución solo se permite en un contacto directo. ‘¿Qué me dice usted, padre?’, me preguntó el obispo. Le dije: ‘Monseñor, cumpla su deber sacerdotal’. Y el obispo me dice: ‘Grazie, ho capito’ [Gracias, he entendido]. Después supe que repartía absoluciones por todos lados”. Ciertamente es legítimo que un obispo o sacerdote dé la absolución general, sin confesión previa, a los pacientes que están en riesgo de muerte en las unidades de cuidados intensivos, ya que no hay otra forma de abordarlos porque los reglamentos médicos lo prohíben. Pero un confesor cuidadoso y prudente no procedería así, ya que no es legítimo ni decoroso reconciliar las almas con Dios de esa manera, es decir, que un clérigo vaya por los pasillos de un hospital dando la absolución a todo el mundo (incluidas enfermeras y pacientes que no están en riesgo de vida), como si se tratara de un simple gesto de consuelo y apoyo espiritual. Este comportamiento se aparta de la práctica de la Iglesia, ya que no enfatiza el valor sacramental y el beneficio que obtienen las almas con el perdón de Dios. Incluso en tiempos de pandemia, sería temerario, para no decir escandaloso, que un sacerdote actuara con tanta ligereza.
Necesidad de la presencia del penitente frente al confesor Otros clérigos más “avanzados” han optado por fórmulas que menosprecian las reglas canónicas. Por ejemplo, el P. Juan Masiá SJ, controvertido teólogo jesuita español residente en el Japón, en una entrevista concedida a Religión Digital admitió que durante años ha estado administrando, a través de su teléfono celular, el sacramento de la Unción de los Enfermos a moribundos en España. Preguntado sobre cómo hizo la unción de los santos óleos (que, como se sabe, es el material necesario para que este sacramento sea válido), respondió: “Se encargó el Espíritu Santo de ungirlos directamente. Su internet es más potente y directo que todos los Google and company juntos”. El periodista le preguntó entonces si los moribundos se confesaron por teléfono, a lo que él respondió: “No, se confesaron ante Dios en silencio como recomendó Francisco. Eso que dijo el Papa era mucho más avanzado que los que discutían si era válida o no la absolución. Cuando me han llamado al Centro Internacional [en Tokio] para confesarse, les he dado la paz y les he leído una palabra evangélica para invitarles después a rezar juntos reconociendo las culpas y creyendo en el perdón, después les he dicho que se queden en silencio un rato confesando [sus pecados] ante Dios y luego les he dado la absolución. Lo importante en este sacramento no es el decir una lista de infracciones ante un juez, sino reconocer ante un médico que me acompaña que necesito pedir perdón y necesito creer en el perdón”. Otro ejemplo es el de Mons. Reinaldo Nann, obispo de la Prelatura de Caravelí, en Arequipa. Sin llegar al punto de admitir la absolución sin confesión, sugerida por el jesuita español, mediante un comunicado suspendió todas las misas públicas en su diócesis, excepto las celebradas en los conventos, y determinó lo siguiente: “Doy permiso, que los sacerdotes puedan escuchar confesiones por teléfono”. Según el mismo portal Religión Digital, la justificación de la medida habría sido el principio de que la salvación de las almas es la ley suprema. Sin embargo, cinco días después, el obispo tuvo a bien anular este permiso, porque la Penitenciaría Apostólica Vaticana publicó entretanto una Nota sobre el Sacramento de la Penitencia en la actual situación de pandemia, indicando que “también en la época del Covid-19” este sacramento “se administra de acuerdo con el derecho canónico universal y según lo dispuesto en el Ordo Paenitentiae”, que requieren la presencia física del penitente y del confesor. La citada nota señala: “La confesión individual representa el modo ordinario de celebrar este sacramento (cf. c. 960 del Código de Derecho Canónico), mientras que la absolución colectiva, sin la confesión individual previa, no puede impartirse sino en caso de peligro inminente de muerte, por falta de tiempo para oír las confesiones de los penitentes individuales (cf. c. 961 § 1) o por grave necesidad (cf. c. 961, § 1, 2º), cuya consideración corresponde al obispo diocesano, teniendo en cuenta los criterios acordados con los demás miembros de la Conferencia Episcopal (cf. c. 455 § 2), y sin perjuicio de la necesidad, para la válida absolución, del votum sacramenti por parte del penitente individual, es decir, del propósito de confesar a su debido tiempo los pecados graves que en su momento no pudieron ser confesados (cf. c. 962 § 1)”. La confesión normalmente debe ser auricular Descendiendo al terreno práctico del contexto del coronavirus, el documento de la Penitenciaría Apostólica recordó los siguientes principios: “En la presente emergencia pandémica, corresponde por tanto al obispo diocesano indicar a los sacerdotes y penitentes las prudentes atenciones que deben adoptarse en la celebración individual de la reconciliación sacramental, tales como la celebración en un lugar ventilado fuera del confesionario, la adopción de una distancia adecuada, el uso de mascarillas protectoras, sin perjuicio de la absoluta atención de la salvaguarda del sigilo sacramental y la necesaria discreción. “Además, corresponde siempre al obispo diocesano determinar, en el territorio de su propia circunscripción eclesiástica y en relación con el nivel de contagio pandémico, los casos de grave necesidad en los que es lícito impartir la absolución colectiva: por ejemplo, a la entrada de las salas de hospital, donde estén ingresados los fieles contagiados en peligro de muerte, utilizando en lo posible y con las debidas precauciones los medios de amplificación de la voz para que se pueda oír la absolución”. No obstante, queda aún por aclarar por qué una confesión de pecados por teléfono o por correo electrónico no cumple con el requisito de que el penitente esté presente para hacer una confesión auricular. Para responder, es necesario recordar algunas verdades fundamentales sobre el sacramento de la Penitencia. “A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados” El mismo Domingo de Resurrección, Nuestro Señor se apareció a los apóstoles en el Cenáculo, les dio la paz y les mostró las manos y el costado; y luego “Jesús repitió: ‘Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo’. Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: ‘Recibid el Espíritu Santo, a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos’” (Jn 20, 21-23).
Al soplar sobre los apóstoles diciendo estas palabras, Jesús les transmitió el poder que Él tiene para perdonar los pecados, y que ejerció en muchas ocasiones para escándalo de los fariseos, porque implicaba la afirmación de su divinidad. Esta transmisión del poder de perdonar había sido preparada por la promesa del poder de las llaves, cuando le dijo a san Pedro: “Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mt 16, 19). Este poder, más tarde lo extendió a los demás apóstoles en menor grado, al hablar de la reprensión de los hermanos por sus faltas: “En verdad os digo que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en los cielos, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mt 18, 18). Los protestantes entienden que estos pasajes se refieren únicamente al poder magisterial para definir lo que es bueno y lo que es malo, así como al poder legislativo para fijar una ley o prescindir de ella. Para ellos, los pecados posteriores al bautismo solo se borran mediante un “regressus ad baptismum”, es decir, mediante una renovación privada y penitente del bautismo. La prueba de que están completamente equivocados radica no solo en el hecho de que estas palabras del Salvador, en su sentido natural, apuntan claramente a transmitir el poder de perdonar los pecados, sino también de que incluyen el poder de “retener” los pecados. Este último poder es imposible en el bautismo, por el cual la falta original y todos los pecados eventualmente cometidos por el receptor son necesariamente perdonados y nunca retenidos. La absolución, para ser válida, debe ser pronunciada oralmente Es necesario, por tanto, admitir un doble hecho: 1. Jesús sabía que se cometerían pecados después del bautismo; 2. Esos pecados no podrían ser borrados solo por un acto privado e interno de arrepentimiento, sino que requerirían una regularización objetiva por parte de la Iglesia, en la persona de sus ministros; como lo hizo san Pablo, por ejemplo, cuando readmitió en la comunidad al incestuoso de Corinto, después del cumplimiento de una penitencia, y lo atribuyó a una gracia que le fue concedida in persona Christi (2 Co 2, 10). De lo anterior se desprende que la Iglesia tiene el poder de perdonar los pecados, y que ese poder se extiende a todos los pecados, por graves que sean; así como la noción de que este poder de remisión de los pecados se ejerce mediante un acto de carácter judicial. Sus ministros, después de evaluar los hechos y disposiciones del penitente, deben pronunciar una sentencia de manera oficial y con autoridad: cuando perdonan los pecados, ellos son perdonados; cuando los retienen, los pecados son retenidos; por eso el penitente permanece atado al pecado hasta que la Iglesia lo desata de él. Este carácter judicial es acentuado aún por el hecho de que el confesor le impone una penitencia al fiel. Dado que en el confesionario el sacerdote ocupa el lugar de Nuestro Señor, debe ser al mismo tiempo padre, médico y también juez. Este carácter judicial de la confesión (que el P. Masiá considera secundario) es incluso un dogma de fe proclamado por el Concilio de Trento: “Si alguno dijere que la absolución sacramental del sacerdote no es acto judicial, sino mero ministerio de pronunciar y declarar que los pecados están perdonados al que se confiesa, con la sola condición de que crea que está absuelto, aun cuando no esté contrito o el sacerdote no le absuelva en serio, sino por broma; o dijere que no se requiere la confesión del penitente, para que el sacerdote le pueda absolver, sea anatema” (Sesión XIV, Cánones sobre el Sacramento de la Penitencia, c. 9). Es por su carácter de sentencia judicial que la absolución, para ser válida, debe utilizar la fórmula establecida por la Iglesia y pronunciarse con palabras. O sea, las palabras de la sentencia de absolución no se pueden comunicar por escrito ni traducir por signos. Según la Tradición y la práctica constante de la Iglesia, deben pronunciarse oralmente, es decir, por los labios del confesor, como reiteró el Papa Eugenio IV y el Concilio de Florencia: “La forma de este sacramento son las palabras de la absolución que profiere el sacerdote cuando dice: ‘Yo te absuelvo’”. De lo que se deduce que un sacerdote no puede dar la absolución válidamente a un ausente, porque solo se puede decir verbalmente “Ego te absolvo a peccatis tuis” (yo te absuelvo de tus pecados) a una persona que está presente. En 1602, el Papa Clemente VIII publicó un decreto que dice: “Su Santidad, después de haber examinado de modo ponderado y diligente la proposición ‘Está permitido confesar sus pecados por carta o por un intermediario a un confesor ausente y recibir la absolución de ese confesor ausente’, condenó y prohibió esta proposición por ser al menos falsa, temeraria y escandalosa”. Y prohibió severamente enseñarla, defenderla, considerarla probable o valerse de ella en la práctica. Tres años más tarde, la Congregación del Santo Oficio, de acuerdo con la enseñanza papal, declaró que la proposición anterior condenada era falsa en cada una de sus declaraciones consideradas por separado. Absolución general, solo en casos extremos, como en las guerras En cuanto al tipo de presencia requerida, san Alfonso de Ligorio, patrono de los moralistas, afirma que basta una presencia moral —es decir, que puede haber cierta distancia— siempre que el confesor y el penitente puedan entablar conversación con voz corriente. Por ejemplo, para evitar el contagio, un sacerdote puede dar la absolución desde la puerta de la habitación del paciente. En el caso extraordinario de una absolución general (naufragio, antes del combate, etc.), el sacerdote puede absolver a toda la multitud; y su absolución es válida incluso para los más lejanos, porque todos forman parte de la misma aglomeración que está moralmente presente ante el sacerdote.
Esto nos lleva a considerar abusivo el procedimiento de Mons. Riccardo Fontana, obispo de Arezzo (Italia). Durante la epidemia de coronavirus, hizo una interpretación extensiva de las normas canónicas y celebró una liturgia penitencial en la calle, frente al Hospital San Donato de esa ciudad, dando la absolución a todos los enfermos y empleados que desearan confesarse y que se encontraban dentro del hospital. En su opinión, por la inconveniencia de que los enfermos se junten y de que el obispo se acerque a ellos, debido a la presunta peligrosidad del virus, él los habría “agrupado moralmente”. Si fuera suficiente la intención del confesor para operar una “presencia moral”, a pesar de la distancia física, el decreto de Clemente VIII sería erróneo; porque si el confesor puede “agrupar moralmente” a varias personas separadas, a fortiori puede “aproximar moralmente” a una persona distante. En su intención de “agrupar moralmente” a personas físicamente separadas, el obispo de Arezzo tampoco parece haber considerado los riesgos de la “realidad virtual” denunciados por el Pontificio Consejo para las Comunicaciones Sociales, en un documento del 2002 titulado La Iglesia e Internet. Este documento comienza subrayando que “la realidad virtual del ciberespacio no puede sustituir a la comunidad real e interpersonal o a la realidad encarnada de los sacramentos y la liturgia, o la proclamación inmediata y directa del Evangelio”, motivo por el que “la realidad virtual del ciberespacio tiene algunas implicaciones preocupantes tanto para la religión como para otras áreas de la vida. La realidad virtual no sustituye la presencia real de Cristo en la Eucaristía, ni la realidad sacramental de los otros sacramentos, ni tampoco el culto compartido en una comunidad humana de carne y hueso. No existen los sacramentos en Internet; e incluso las experiencias religiosas posibles ahí por la gracia de Dios son insuficientes si están separadas de la interacción del mundo real con otras personas de fe”. Otro aspecto importante a tener en cuenta, para resolver el tema de la confesión por teléfono, es que la confesión de los pecados debe hacerse ordinariamente de viva voz. San Buenaventura sostiene que, de esta manera, la vergüenza del penitente es mayor. Santo Tomás de Aquino ofrece una razón teológicamente más profunda, diciendo que todos los sacramentos tienen una materia que simboliza de manera más expresiva el efecto propio del sacramento (por ejemplo, el agua del bautismo que lava el alma del bautizado). Dado que la confesión de las faltas es como que la materia del sacramento de la Penitencia, al someter los pecados a la sentencia del juez, ella debe ser lo más expresiva posible, utilizando para eso los recursos de la voz humana (obviamente, un mudo o una persona temporalmente privada de su voz puede confesarse por escrito, porque la necesidad no sabe de leyes). Proximidad física entre el penitente y el confesor De todo lo anterior, se puede concluir con bastante seguridad que la confesión de los pecados por teléfono muy probablemente sea inválida, debido a la falta de presencia moral del penitente, lo que presupone una proximidad física entre él y el confesor. Sería necesario cambiar el sentido de las palabras para afirmar que dos personas están presentes una frente a otra, cuando las separan kilómetros de distancia. Concluyo transcribiendo un párrafo de la nota de la Penitenciaría Apostólica mencionada anteriormente: “Cuando el fiel se encuentre en la dolorosa imposibilidad de recibir la absolución sacramental, debe recordar que la contrición perfecta, procedente del amor del Dios amado sobre todas las cosas, expresada por una sincera petición de perdón (la que el penitente pueda expresar en ese momento) y acompañada de votum confessionis, es decir, del firme propósito de recurrir cuanto antes a la confesión sacramental, obtiene el perdón de los pecados, incluso mortales (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1452)”. Finalmente, animo a todo aquel que se encuentre en esta dolorosa situación, a que recurra fervorosamente a María Santísima, pidiéndole que intervenga, cambiando las circunstancias que le impiden cumplir el propósito de confesarse sin dilación.
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