PREGUNTA He oído a muchos sacerdotes predicar sobre la pobreza, diciendo que es el centro del Evangelio. Por ejemplo, al comentar el texto de san Lucas “Ay de vosotros, los ricos” (6, 24); que Jesús nació pobre; y otras cosas del género. Eso es verdad, pero noto en ellos una antipatía contra la riqueza, hasta cuando se emplea para el culto divino, pues normalmente prefieren celebrar misas en iglesias que más se parecen a galpones de fábricas. Pienso que ese tipo de prédica está equivocada, pero no tengo argumentos para explicárselo a mis allegados, razón por la cual ruego su ayuda. RESPUESTA
Corruptio optimi pessima (la corrupción de lo mejor es lo peor). De modo un poco diferente, los antiguos decían: cuando el bueno se pervierte, se vuelve pésimo. Nada más noble y elevado que el ideal de la pobreza evangélica, pero nada más execrable que su deturpación. San Francisco de Asís exaltaba a la Dama Pobreza, pero ya al inicio de la Orden Franciscana hubo una deformación del ideal seráfico con relación a la pobreza evangélica, creando divisiones y llevando a algunos de sus miembros a la herejía. Haciendo una interpretación literal de la Regla Franciscana, y deformándola, los denominados espirituales, y más tarde los fratricelli, pasaron a considerar la pobreza no ya como un medio de perfección, sino como un fin en sí mismo, colocándola por encima de la caridad. Contrariaban así la enseñanza de san Pablo: “Y si repartiera todos mis bienes entre los necesitados; y si entregara mi cuerpo a las llamas, pero no tengo caridad, de nada me serviría” (1 Cor 13, 3). El raciocinio errado en que se basaban tales herejes era que Jesucristo y los apóstoles buscaban la perfección, por lo tanto no poseían bienes privados ni en común. El Papa Juan XXII respondió con la bula Ad conditorem, enseñando que la perfección evangélica consiste esencialmente en la caridad (amor de Dios), y que de nada sirve renunciar a los bienes materiales si la persona continúa preocupándose por ellos. De hecho, el rechazo de la propiedad y de la riqueza en sí mismas, defendida por las herejías pauperistas medievales (como los valdenses y los cátaros), desentona frontalmente con las enseñanzas bíblicas. La riqueza como un don de Dios
En el Antiguo Testamento la riqueza se consideraba un don de Dios, a tal punto que los textos sagrados elogian sin ninguna hesitación la riqueza de los personajes piadosos de la historia de Israel: Abraham era muy rico en rebaños, plata y oro (Gén 13, 2); Isaac obtuvo el ciento por uno en una cosecha y prosperó “hasta hacerse muy rico” (Gén 26, 12-13); Jacob “prosperó muchísimo y llegó a tener numerosos rebaños” (Gén 30, 43); Dios promete al pueblo elegido que lo conducirá a una tierra “buena, tierra de torrentes… de trigo y cebada, de viñas… en que no comerás tasado el pan, en que no carecerás de nada”, por lo que “comerás hasta saciarte, y bendecirás al Señor, tu Dios, por la tierra buena que te ha dado” (Dt 8, 7-10). Cuando la realeza sea instaurada en Israel, la riqueza de los reyes será considerada una señal de la protección divina, con la condición de que sean fieles a Yahvé. Más aún, Dios enriquece a los simples judíos que lo aman, como Job, por haber sido fiel en la prueba; “el Señor cambió su suerte y duplicó todas sus posesiones”, llegando a acumular “catorce mil ovejas, seis mil camellos, mil yuntas de bueyes y mil borricas” (Job 42, 10-12). Estos ejemplos muestran cómo en el Antiguo Testamento la riqueza es un don de Dios, señal de generosidad divina y merecida recompensa al hombre justo. Ricos y pobres se encuentran Sin embargo, la riqueza no es considerada el bien más elevado, pues el hombre sabio prefiere las riquezas espirituales a las materiales. Eso queda patente en los Proverbios, donde abundan consejos como: “Más vale poco con temor del Señor que grandes tesoros con preocupación” (Prov 15, 16); “Más vale fama que riqueza, mejor estima que plata y oro” (Prov 22, 1). Además la riqueza es un valor relativo, pues “rico y pobre tienen en común que a los dos los hizo el Señor” (Prov 22, 2). Lo que los textos sagrados realmente reprueban es la riqueza obtenida de manera deshonesta, como también cuando ella corrompe el corazón del hombre y lo lleva a ofender a sus semejantes y a no dar limosna a los pobres. En el Nuevo Testamento, Nuestro Señor Jesucristo también estimula la confianza en un Dios que colma al hombre de bienes, pero en mayor medida esto lo hace en el campo espiritual, que en el campo material: “Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás” (Jn 6, 35). Por su parte, san Pablo se alegra de que los Corintios hayan sido “enriquecidos en todo: en toda palabra y en toda ciencia” (1 Cor 1, 5); y por haber sido colmados “de toda clase de dones, de modo que, teniendo lo suficiente siempre y en todo, os sobre para toda clase de obras buenas” (2 Cor 9, 8). Condenables son el egoísmo y la injusticia Las invectivas de Santiago contra los avaros y los injustos son dignas de los antiguos profetas: “Atención, ahora, los ricos: llorad a gritos por las desgracias que se os vienen encima. Vuestra riqueza está podrida y vuestros trajes se han apolillado. Vuestro oro y vuestra plata están oxidados y su herrumbre se convertirá en testimonio contra vosotros y devorará vuestras carnes como fuego. ¡Habéis acumulado riquezas… en los últimos días!. Mirad el jornal de los obreros que segaron vuestros campos, el que vosotros habéis retenido, está gritando, y los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos” (Sant 5, 1-4). Nótese que el apóstol no condena la riqueza en sí misma, sino el egoísmo y la injusticia. Las amonestaciones del Nuevo Testamento contra los ricos de corazón toman mayor relieve cuando son comparadas con las enseñanzas de Nuestro Señor. Él es muy claro cuando dice que nadie puede servir a dos señores: Dios y el dinero (Mt 6, 24); que para adquirir la perla preciosa es necesario venderlo todo (Mt 13, 45-46); que la seducción de las riquezas impide que sea oída la Palabra de Dios (Mt 13, 22). Estimula al joven rico a vender todo lo que posee, darlo a los pobres y seguirlo (Mt 19, 21-22), y el rechazo de la invitación lo lleva a declarar: “más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de los cielos” (Mt 19, 24). Está muy claro ahí que no se refería a los que son ricos, sino a los que tienen apego a las propias riquezas o a las que quisieran poseer. A la luz de las bienaventuranzas, esto se vuelve aún más evidente. Nuestro Señor no dice bienaventurados los que mueren de hambre, sino “bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt 5, 3).
Iglesias, palacios de los pobres En su vida pública, el Redentor estuvo rodeado de personas adineradas. José de Arimatea, por ejemplo, era propietario de la tumba que recibió el divino Cuerpo (Mt 27, 57). San Lucas cuenta que las mujeres que acompañaban a Jesús y sus discípulos “les servían con sus bienes” (Lc 8, 3), porque el Evangelio no ordena desprenderse de la riqueza, sino usarla para dar limosnas, haciendo para sí “bolsas que no se estropeen, y un tesoro inagotable en el cielo” (Lc 12, 33). La generosidad no debe ser vista como un mérito propio, sino como un don de Dios. Dice san Pablo a Timoteo: “A los ricos de este mundo ordénales que no sean altaneros ni pongan su esperanza en la incertidumbre de la riqueza, sino en Dios que nos provee de todo en abundancia para que lo disfrutemos; que hagan el bien, sean ricos en buenas obras, generosos y dispuestos a compartir; y así atesorarán un excelente fondo para el porvenir y alcanzarán aquella que es realmente la vida verdadera” (1 Tim 6, 17-19). La mejor limosna que los ricos pueden dar a los pobres es contribuir para la construcción de bellas iglesias, la confección de bellos ornamentos y el esplendor de la sagrada liturgia. En esto la Iglesia imita a María, la hermana de Lázaro, que ungió los pies de Jesús con “una libra de perfume de nardo, auténtico y costoso”, y fue reconfortada por la reprensión del Maestro al ambicioso Judas: “porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros, pero a mí no siempre me tenéis” (Jn 12, 3-8). Y san Juan aún explicita un comentario esclarecedor para todas las épocas de la Cristiandad: “Esto [Judas] lo dijo no porque le importasen los pobres, sino porque era un ladrón” (Jn 12, 8). He aquí la verdad profunda, cuando muchos hablan de pobreza evangélica.
El pobre que entraba en una iglesia sabía que todos aquellos esplendores —los muros suntuosos, las imágenes imponentes en los altares, los cuadros magníficos, la música sublime— estaban allí para él, a su entera disposición, al servicio de su alma; además de la ayuda para el cuerpo, que él podía recibir en alguna obra de caridad. Al trasponer las puertas de un templo, el pobre ignorante se convertía en un rey, para cuya comprensión y edificación los mayores artistas pintaron y esculpieron todas aquellas maravillas, los músicos compusieron temas sublimes, los organistas tocaron y los coros cantaron, los sacerdotes realizaron minuciosamente ceremonias bellas y compasadas. Toda la belleza y misterio de la Iglesia y de los templos constituía de hecho un “patrimonio de los pobres”.
El fin para el cual fuimos creados No existe, de hecho, ninguna contradicción entre la pobreza de corazón y el esplendor de los templos y de las ceremonias religiosas. La Iglesia predica a sus hijos la pobreza de corazón; y estimula a muchos otros, llamados al estado de perfección de la vida religiosa, a observar la pobreza asumida como un voto hecho ante Dios. Nuestro Señor nos dio a las criaturas para que ellas nos conduzcan a Él; pues, por medio del amor a la sublimidad y al orden de la Creación, las criaturas nos muestran la perfección del Creador. Por otro lado, como tales criaturas son contingentes, pasajeras, y solo Dios es absoluto y eterno, es bueno que nos alejemos y nos desapeguemos de ellas, para que pensemos principalmente en el Señor. Por el espectáculo sublime de las pompas de la Iglesia, y por la consideración de las admirables renuncias que solo Ella sabe inspirar y hacer realizar efectivamente, la Iglesia invita a sus hijos a caminar por ambas vías. Enseñanza ignaciana En los “Principios y fundamentos” de los Ejercicios Espirituales, san Ignacio de Loyola invita a los que hacen un retiro espiritual a meditar las siguientes verdades: “El hombre fue creado para alabar, prestar reverencia y servir a Dios Nuestro Señor y, mediante esto, salvar su alma; y las otras cosas sobre la faz de la tierra fueron creadas para el hombre, y para que le ayuden a conseguir el fin para el cual fue creado. De donde se sigue, que el hombre tanto ha de usar de ellas, cuanto le ayudan para su fin, y tanto debe dejarlas, cuanto para ello le impiden. Por lo cual es necesario hacernos indiferentes a todas las cosas creadas, en todo lo que es concedido a la libertad de nuestro libre albedrío, y no le está prohibido; de tal manera, que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente en todo lo demás; solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce al fin para el que fuimos creados”.
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