Admirable lección de energía y de combatividad del Divino Maestro
¿Podría irritar este lenguaje? ¿Podría suscitar contra el Salvador el odio de los fariseos, en lugar de convertirlos? Poco importa. Las acomodaciones fáciles, si bien que ilusorias, no podían ser practicadas por el Maestro, que prefirió para sí, y para sus discípulos de todos los siglos, la lucha declarada: “No penséis que he venido a la tierra a sembrar paz: no he venido a sembrar paz, sino espada. He venido a enemistar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; los enemigos de cada uno serán los de su propia casa. El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará” (Mt 10, 34-39). Como mucha gente de nuestros días, con la cual espíritus acomodaticios y pacifistas prefieren contemporizar perpetuamente, también los fariseos tenían “algo de bueno”. Sin embargo, ellos no fueron tratados según las agradables prácticas de la táctica del terreno común. Con una lógica impecable el Maestro los fustigó con las siguientes palabras: “Plantad un árbol bueno y el fruto será bueno; plantad un árbol malo y el fruto será malo; porque el árbol se conoce por el fruto. Raza de víboras, ¿cómo podéis decir cosas buenas si sois malos? Porque de lo que rebosa el corazón habla la boca. El hombre bueno saca del caudal bueno cosas buenas, pero el hombre malo saca del caudal malo cosas malas” (Mt 12, 33-35). Cuando la experiencia demostró que los fariseos rechazaron la inmensa y adorable gracia contenida en las palabras fulminantes del Salvador, y más aún se rebelaron contra éste, el Maestro no por ello cambió de táctica: “Se acercaron los discípulos y le dijeron: «¿Sabes que los fariseos se han escandalizado al oírte?» Respondió él: «La planta que no haya plantado mi Padre celestial, será arrancada de raíz. Dejadlos, son ciegos, guías de ciegos. Y si un ciego guía a otro ciego, los dos caerán en el hoyo». Pedro le dijo: «Explícanos esta parábola». Él les dijo: «¿También vosotros seguís sin entender?»” (Mt 15, 12-16). Con esto Jesús demostró que el temor de disgustar y de indignar contra la Iglesia a los que están en falta no puede ser el único móvil de nuestros procesos de apostolado. Sin embargo, ¡cuántos son hoy en día los que están como San Pedro y los apóstoles, “sin entender”, y no comprenden la admirable lección de energía y de combatividad que el Maestro Divino nos dio! Nuestro Señor increpa violentamente a los hipócritas Cuál de nuestros románticos liberales sería capaz de decir a los modernos perseguidores de la Iglesia estas palabras: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que pagáis el diezmo de la menta, del anís y del comino, y descuidáis lo más grave de la ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad! Esto es lo que habría que practicar, aunque sin descuidar aquello. ¡Guías ciegos, que filtráis el mosquito y os tragáis el camello! “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro estáis rebosando de robo y desenfreno! ¡Fariseo ciego!, limpia primero la copa por dentro y así quedará limpia también por fuera! “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que os parecéis a los sepulcros blanqueados! Por fuera tienen buena apariencia, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de podredumbre; lo mismo vosotros: por fuera parecéis justos, pero por dentro estáis repletos de hipocresía y crueldad. “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que edificáis sepulcros a los profetas y ornamentáis los mausoleos de los justos, diciendo: «Si hubiéramos vivido en tiempo de nuestros padres, no habríamos sido cómplices suyos en el asesinato de los profetas»! Con esto atestiguáis en vuestra contra, que sois hijos de los que asesinaron a los profetas. ¡Colmad también vosotros la medida de vuestros padres! “¡Serpientes, raza de víboras! ¿Cómo escaparéis del juicio de la gehenna [el infierno]? Mirad, yo os envío profetas y sabios y escribas. A unos los mataréis y crucificaréis, a otros los azotaréis en vuestras sinagogas y los perseguiréis de ciudad en ciudad. Así recaerá sobre vosotros toda la sangre inocente derramada sobre la tierra, desde la sangre de Abel el justo hasta la sangre de Zacarías, hijo de Baraquías, a quien matasteis entre el santuario y el altar. En verdad os digo, todas estas cosas caerán sobre esta generación” (Mt 23, 23-36). Un abismo más hondo del que había antes de la Redención
Con todo, frecuentemente esos románticos liberales no son menos malos que los fariseos, ya que ni siquiera son buenos en su doctrina, en general son escandalosos públicos y depravados que suman, a la corrupción de los fariseos, el enorme pecado del mal ejemplo y del orgullo de ser malos. Repetimos que es un error imaginarse que hoy ya no hay personas tan malas como las que existían en los tiempos de Nuestro Señor, ya que Pío XI consideró que estábamos al borde de un abismo más profundo que aquel en que el mundo yacía antes de la Redención. Sin embargo, ¡cuán numerosas son las personas que tontamente temerían pecar contra la caridad, si dirigieran a los adversarios de la Iglesia un apóstrofe tan vehemente! Sobre los fariseos, dijo Nuestro Señor: “Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí»” (Mc 7, 6). Cómo imitaríamos adecuadamente al Divino Maestro si, dijéramos, de los materialistas corruptos de nuestros días: “Blasfemas contra Dios con tus labios, y tu corazón está lejos de Él”. Nuestro Señor previó muy bien que este proceso irritaría siempre a ciertos enemigos contra la Iglesia: “Y entregará a la muerte el hermano al hermano y el padre al hijo; y se levantarán hijos contra padres y se darán muerte; y seréis odiados por todos a causa de mi nombre, pero quien persevere hasta el fin [de su vida] se salvará” (Mc 13, 12-13). Pero la más alta expresión de caridad consiste precisamente en hacer el bien, por medio de consejos claros –y, si fuera necesario, heroicamente agudos– a aquellos mismos que tal vez nos paguen este bien arrastrándonos a la muerte. Por eso, dijo Nuestro Señor a los que más tarde lo matarían, pero entonces lo aplaudían: “En verdad, en verdad os digo: me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros” (Jn 6, 26). Es un error ocultar sistemáticamente al pecador su verdadero estado. San Juan, por ejemplo, no dudó en decir: — “Quien comete el pecado es del Diablo” (1 Jn, 3, 8). Por ello fue el apóstol del amor categórico, al escribir: “Todo el que se propasa y no se mantiene en la doctrina de Cristo, no posee a Dios; quien permanece en la doctrina, éste posee al Padre y al Hijo. Si os visita alguno que no trae esa doctrina, no lo recibáis en casa ni le deis la bienvenida; quien le da la bienvenida se hace cómplice de sus malas acciones” (2 Jn. 9-11). El procedimiento del Salvador, nada que ver con la orientación actual
En suma, la llamada “táctica del terreno común”, cuando es empleada no a título excepcional, sino de manera frecuente y habitual, es la canonización del respeto humano; y al llevar al fiel a disimular su fe, es la violación declarada de estas palabras del adorable Maestro: “Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5, 13-16). En cuanto al consejo que se da en ciertos ambientes católicos, de ocultar a los fieles la aspereza de la vida espiritual y las luchas interiores que conlleva, cómo es diferente el procedimiento del Salvador. A las almas que deseaba atraer, les decía esta terrible verdad: “Desde los días de Juan, el Bautista, hasta ahora el reino de los cielos sufre violencia y los violentos lo arrebatan” (Mt 11, 12). Y declaraba también: “Si tu mano te hace caer, córtatela: más te vale entrar manco en la vida [eterna], que ir con las dos manos a la gehenna [al infierno], al fuego no se apaga. Y, si tu pie te hace caer, córtatelo: más te vale entrar cojo en la vida [eterna], que ser echado con los dos pies a la gehenna. Y, si tu ojo te hace caer, sácatelo: más te vale entrar tuerto en el reino de Dios, que ser echado con los dos ojos a la gehenna, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga” (Mc 9, 43-48). «Que vuestro sí sea sí, y vuestro no, no» Pero, se podrá objetar, ¿éste lenguaje no repele a las almas? A las almas duras, frías, tibias, sí. Pero si Nuestro Señor no quiso tener entre los suyos a tales almas, y usó un lenguaje apto para desviar de sí a esos elementos inútiles, ¿queremos nosotros ser más sabios, más blandos y más compasivos que el Hombre-Dios, y llamar hacia nosotros a los que Él no quiso? Los apóstoles comprendieron y siguieron el ejemplo del Maestro. Hay en nuestros días muchos espíritus que se contentan tan fácilmente, que consideran católico de los más auténticos y dignos de confianza, a cualquier político que hable de Dios en uno u otro discurso. Es la táctica de ver sólo lo que nos une y no lo que nos separa. ¿Quién le diría a uno de aquellos volubles “deístas”, en ciertos círculos liberales, estas terribles palabras del Apóstol Santiago: “Tú crees que hay un solo Dios. Haces bien. Hasta los demonios lo creen y tiemblan” (Sant 2, 19)? Ésta es la conducta del cristiano, cuyo espíritu santamente altivo no tolera subterfugios ni sinuosidades en materia de profesión de fe. ¿Cómo debemos hacer apostolado? Con las armas de la franqueza: “Que vuestro sí sea sí, y vuestro no, no, para que no caigáis bajo condena” (Sant 5, 12). No se puede ocultar la luz de Cristo que debe iluminar al mundo
Sin que declaremos con palabras y actos nuestra fe, no estaremos haciendo apostolado, pues estaremos ocultando la luz de Cristo que brilla en nosotros, y que de nuestro interior debe transbordar para iluminar al mundo: “Así seréis irreprochables y sencillos, hijos de Dios sin tacha, en medio de una generación perversa y depravada, entre la cual brilláis como lumbreras del mundo” (Fil 2, 15). De nada huyamos, de nada nos avergoncemos: “Pues Dios no nos ha dado un espíritu de cobardía, sino de fortaleza, de amor y de templanza. Así pues, no te avergüences del testimonio de Nuestro Señor ni de mí, su prisionero; antes bien, toma parte en los padecimientos por el Evangelio, según la fuerza de Dios” (2 Tim 1, 7- 8). ¿En esta actitud hay causas de desavenencias? Poco importa. Debemos vivir luchando “por la fidelidad al Evangelio, sin el menor miedo a los adversarios; esto será para ellos signo de perdición, para vosotros de salvación: todo por obra de Dios” (Fil 1, 27-28). Cualquier caridad que pretenda ejercerse en detrimento de esta regla es falsa: “Que vuestro amor no sea fingido; aborreciendo lo malo, apegaos a lo bueno” (Rom 12, 9). Una vez más insistimos: si hubiera quien huye ante la austeridad de la Iglesia, pues que huya, porque no es del número de los elegidos. “Pues no me envió Cristo a bautizar, sino a anunciar el Evangelio, y no con sabiduría de palabras, para no hacer ineficaz la cruz de Cristo. Pues el mensaje de la cruz es necedad para los que se pierden; pero para los que se salvan, para nosotros, es fuerza de Dios. Pues está escrito: «Destruiré la sabiduría de los sabios, frustraré la sagacidad de los sagaces». ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde está el docto? ¿Dónde está el sofista de este tiempo? ¿No ha convertido Dios en necedad la sabiduría del mundo? Y puesto que, en la sabiduría de Dios, el mundo no conoció a Dios por el camino de la sabiduría, quiso Dios valerse de la necedad de la predicación para salvar a los que creen. Pues los judíos exigen signos, los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados —judíos o griegos—, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (1 Cor 1, 17-24). «La espada del espíritu, que es la palabra de Dios» Es duro actuar siempre así. Pero un ánimo valeroso, sostenido por la gracia, todo lo puede: “Vigilad, manteneos firmes en la fe, sed valientes y valerosos” (1 Cor 16, 13). De otro lado, los que no quieren luchar deben renunciar a la vida de católicos, que es una lucha constante, como advierte minuciosa e insistentemente el Apóstol: “Por lo demás, buscad vuestra fuerza en el Señor y en su invencible poder. Poneos las armas de Dios, para poder afrontar las acechanzas del diablo, porque nuestra lucha no es [solamente] contra hombres de carne y hueso sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo de tinieblas, contra los espíritus malignos del aire. Por eso, tomad las armas de Dios para poder resistir en el día malo y manteneros firmes después de haber superado todas las pruebas. Estad firmes; ceñid la cintura con la verdad, y revestid la coraza de la justicia; calzad los pies con la prontitud para el evangelio de la paz. Embrazad el escudo de la fe, donde se apagarán las flechas incendiarias del maligno. Poneos el casco de la salvación y empuñad la espada del Espíritu que es la palabra de Dios. Siempre en oración y súplica, orad en toda ocasión en el Espíritu, velando juntos con constancia, y suplicando por todos los santos. Pedid también por mí, para que cuando abra mi boca, se me conceda el don de la palabra, y anuncie con valentía el misterio del Evangelio, del que soy embajador en cadenas, y tenga valor de hablar de él como debo” (Ef 6, 10-20). Acusaciones lanzadas alevosamente contra Nuestro Señor No es otra la doctrina que contiene este hecho de la vida del Divino Salvador: “Le respondieron los judíos: «¿No decimos bien nosotros que eres samaritano y que tienes un demonio?». Contestó Jesús: «Yo no tengo demonio, sino que honro a mi Padre y vosotros me deshonráis a mí. Yo no busco mi gloria; hay quien la busca y juzga. En verdad, en verdad os digo: Quien guarda mi palabra no verá la muerte para siempre». “Los judíos le dijeron: «Ahora vemos claro que estás endemoniado; Abraham murió, los profetas también, ¿y tú dices: ‘Quien guarde mi palabra no gustará la muerte para siempre’? ¿Eres tú más grande que nuestro padre Abraham, que murió? También los profetas murieron, ¿por quién te tienes?». “Jesús contestó: «Si yo me glorificara a mí mismo, mi gloria no valdría nada. El que me glorifica es mi Padre, de quien vosotros decís: ‘Es nuestro Dios’, aunque no lo conocéis. Yo sí lo conozco, y si dijera ‘No lo conozco’, sería, como vosotros, un embustero; pero yo lo conozco y guardo su palabra. Abraham, vuestro padre, saltaba de gozo pensando ver mi día; lo vio, y se llenó de alegría». “Los judíos le dijeron: «No tienes todavía cincuenta años, ¿y has visto a Abraham?». “Jesús les dijo: «En verdad, en verdad os digo: Antes de que Abraham existiera, yo soy». Entonces cogieron piedras para tirárselas; pero Jesús se escondió y salió del templo” (Jn 8, 48-59). Y no apenas de poseso, sino hasta de blasfemo, fue acusado Nuestro Señor: “Los judíos agarraron de nuevo piedras para apedrearlo. Jesús les replicó: «Os he hecho ver muchas obras buenas por encargo de mi Padre: ¿por cuál de ellas me apedreáis?». Los judíos le contestaron: «No te apedreamos por una obra buena, sino por una blasfemia: porque tú, siendo un hombre, te haces Dios»” (Jn 10, 31-33). Como Nuestro Señor, no retrocedamos ante un aparente fracaso No busquemos apenas éxitos momentáneos, aplausos inconstantes de las masas y hasta de nuestros adversarios, que son el fruto de la táctica del terreno común. Varias veces Nuestro Señor nos muestra que debemos despreciar la popularidad entre los malos: “Jesús les dijo: «Sólo en su tierra y en su casa desprecian a un profeta». Y no hizo allí muchos milagros, a causa de su incredulidad” (Mt 13, 57-58). Hay personas que estiman como el supremo triunfo de una obra católica, no la aprobación y bendiciones de la Jerarquía, sino los aplausos de los adversarios. Este criterio es falaz; entre mil otros motivos, porque a veces hay en ello una mera celada en la que caemos, y en realidad hemos sacrificado principios a ese precio: “¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que vuestros padres hacían con los falsos profetas” (Lc6, 26). “Esta generación perversa y adúltera exige una señal; pues no se le dará más signo que el del profeta Jonás” (Mt12, 39).Y añade San Marcos: “Los dejó, se embarcó de nuevo y se fue a la otra orilla” (8, 13). Nuestro Señor se retiró; y nosotros, al contrario, queremos permanecer en el campo estéril, desfigurando y disminuyendo las verdades hasta arrancar aplausos. Cuando estos vengan, será la señal de que hemos pasado a ser falsos profetas, en muchos casos. Nuestro Señor ciertamente tiene pena de los que, aun sin estar tan empedernidos en el mal, no se salven con un milagro: “Echando en torno una mirada de ira y dolido por la dureza de su corazón, dice al hombre: «Extiende la mano». La extendió y su mano quedó restablecida” (Mc 3, 5). Pero muchos perecerán en su ceguera: “Él les dijo: «A vosotros se os ha dado el misterio del reino de Dios; en cambio a los de fuera todo se les presenta en parábolas, para que por más que miren, no vean, por más que oigan, no entiendan, no sea que se conviertan y sean perdonados” (Mc 4, 11-12). No sorprende, en vista de tanto rigor, que el “dulce Rabbí de Galilea” infundiera a veces, hasta en sus más allegados, verdadero terror: “Pero no entendían lo que decía, y les daba miedo preguntarle” (Mc 9, 32). Terror no mucho menor causarían, por cierto, profecías como ésta, que demuestran a la saciedad que ser apóstol es vivir de luchas, y no de aplausos: “Mirad por vosotros mismos. Os entregarán a los tribunales, seréis azotados en las sinagogas y compareceréis ante gobernadores y reyes por mi causa, para dar testimonio [de mí] ante ellos” (Mc 13, 9). Nuestro Señor Jesucristo no atraía la estima general
¿Por qué tanto odio contra los que predican el bien? “Ya sé que sois linaje de Abraham; sin embargo, [también sé que] tratáis de matarme, porque mi palabra no cala en vosotros” (Jn 8, 37). En todas las épocas habrá corazones en que no penetrará la palabra de la Iglesia. Estos corazones se llenarán entonces de odio, y procurarán ridiculizar, disminuir, calumniar, arrastrar a la apostasía o hasta matar a los discípulos de Nuestro Señor. Y por eso mismo, dijo Nuestro Señor a los judíos: “«Sin embargo, tratáis de matarme a mí, que os he hablado de la verdad que le escuché a Dios; y eso no lo hizo Abraham. Vosotros hacéis lo que hace vuestro padre». “Le replicaron: «Nosotros no somos hijos de prostitución; tenemos un solo padre: Dios». “Jesús les contestó: “Si Dios fuera vuestro padre, me amaríais, porque yo salí de Dios, y he venido. Pues no he venido por mi cuenta, sino que él me envió. ¿Por qué no reconocéis mi lenguaje? Porque no podéis escuchar mi palabra” (Jn 8, 40-43). No sorprende, pues, que sus propios milagros despertaran odio. Fue lo que sucedió después del estupendo milagro de la resurrección de Lázaro: “Jesús les dijo: «Desatadlo y dejadlo andar». Y muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él. Pero algunos acudieron a los fariseos y les contaron lo que había hecho Jesús” (Jn 11, 44-46). En vista de ello, ¿cómo pretenden los apóstoles conservarse siempre en la estima de todos? ¿No perciben que en esta estima general hay muchas veces un indicio ineludible de que ya no están con Nuestro Señor? «No os sorprenda, hermanos, que el mundo os odie» En efecto, todo católico verdadero tendrá enemigos: “Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a mí antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo os amaría como cosa suya, pero como no sois del mundo, sino porque yo os he escogido sacándoos del mundo, por eso el mundo os odia. Recordad lo que os dije: ‘No es el siervo más que su amo’. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán; si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra. Y todo eso lo harán con vosotros a causa de mi nombre, porque no conocen al que me envió. Si yo no hubiera venido y no les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusas de su pecado. El que me odia a mí, odia también a mi Padre” (Jn 15, 18-23). En cuanto a los aplausos estériles e inútiles del demonio y de sus secuaces, veamos cómo deben ser tratados: “Una vez que íbamos nosotros al lugar de oración, nos salió al encuentro una joven esclava, poseída por un espíritu adivino, que proporcionaba a sus dueños grandes ganancias haciendo de adivina. Ésta, yendo detrás de Pablo y de nosotros, gritaba y decía: «Estos hombres son siervos del Dios altísimo, que os anuncian un camino de salvación». Venía haciendo esto muchos días, hasta que Pablo, cansado de ello, se volvió al espíritu y le dijo: «Te ordeno en el nombre de Jesucristo que salgas de ella». Y en aquel momento salió de ella” (Hch 16, 16-18). Debemos, es cierto, sentir agrado cuando, del campo del adversario, nos llega uno u otro aplauso de alguna alma tocada por la gracia, que comienza a aproximarse a nosotros. Pero cómo es diferente este aplauso, de la alegría falaz y turbulenta de los malos, cuando ciertos apóstoles ingenuos les presentan, estropeadas y mutiladas, algunas verdades parecidas a los errores de la impiedad. En este caso, los aplausos no significan un movimiento de las almas hacia el bien, sino el júbilo que experimentan por suponer que la Iglesia no las quiere arrancar del mal. Son aplausos de quien se alegra en poder continuar en el pecado, y significan un embotamiento aún mayor en el mal. Estos aplausos, debemos evitarlos; y por esto colisiona con el Nuevo Testamento quien no se conforma con la impopularidad: “No os sorprenda, hermanos, que el mundo os odie” (1 Jn 3, 13). Para obtener aplausos, muchos abandonan la pureza de la doctrina
Causar irritación a los malos es muchas veces fruto de acciones nobilísimas: “Y los habitantes de la tierra se alegran por ellos y se regocijan y se enviarán regalos unos a otros, porque los dos profetas fueron un tormento para los habitantes [impíos] de la tierra” (Ap 11, 10). Yerran gravemente los que piensan que, siempre que la doctrina católica sea predicada rectamente, con la palabra y con el ejemplo, se arrancará aplausos unánimes. Lo dice San Pablo: “Todos los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús serán perseguidos” (2 Tim 3, 12). Como se ve en este texto, la vida piadosa exacerba el odio de los malos. La Iglesia no es odiada por las imperfecciones que en el trascurso de los siglos se hayan notado en uno u otro de sus representantes. Esas imperfecciones son casi siempre meros pretextos para que el odio de los malos hiera lo que la Iglesia tiene de divino. El buen olor de Cristo es un perfume de amor para los que se salvan, pero suscita odio en los que se pierden: “Porque somos incienso de Cristo ofrecido a Dios, entre los que se salvan y los que se pierden; para unos, olor de muerte que mata; para los otros, olor de vida, para vida” (2 Cor 2, 15-16). Como Nuestro Señor, la Iglesia tiene por excelencia la capacidad de hacerse amar por individuos, familias, pueblos y razas enteras. Pero por eso mismo tiene ella, como Nuestro Señor, la propiedad de ver levantarse contra sí el odio injusto de individuos, familias, pueblos y razas enteras. Para el verdadero apóstol, poco importa ser amado, si ese amor no es una expresión del amor que las almas tienen, o al menos comienzan a tener a Dios; o, de cualquier manera, no concurre para el reino de Dios. Cualquier otra popularidad es inútil para él y para la Iglesia. Por eso dijo San Pablo: “Cuando digo esto, ¿busco la aprobación de los hombres, o la de Dios?, ¿o trato de agradar a los hombres? Si siguiera todavía agradando a los hombres, no sería siervo de Cristo” (Gal 1, 10). Como vemos, la aprobación de los hombres antes debe atemorizar al apóstol de conciencia delicada de que alegrarlo: ¿no habrá sido negligente con la pureza de la doctrina, para ser tan universalmente estimado? ¿Está completamente seguro de que flageló la impiedad, como era su deber? ¿Estará realmente en una de esas situaciones, como Nuestro Señor el día de Ramos? En este caso, una advertencia: recuerde cuánto valen los aplausos humanos y no se apegue a ellos. Mañana, tal vez, surgirán los falsos profetas que han de atraer al pueblo por la prédica de una doctrina menos austera. Y el hombre hasta ayer aplaudido deberá decir a los que lo alababan: “¿Me he convertido en enemigo vuestro por ser sincero con vosotros? El interés que [los falsos apóstoles] muestran por vosotros no es de buena ley; quieren apartaros de mí para que os mostréis más bien seguidores suyos. Está bien, en cambio, ser objeto de interés para el bien siempre, y no sólo cuando estoy ahí con vosotros. Hijos míos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que Cristo se forme en vosotros. Quisiera estar ahora entre vosotros y matizar el tono de mi voz, pues con vosotros no encuentro medio” (Gal 4, 16-20). Pero este lenguaje no puede ser cambiado, el interés de las almas lo impide. Y si la advertencia no fuese oída, la popularidad del apóstol zozobrará de una vez. Entonces, si él no tuviera un ánimo desapegado y varonilmente sobrenatural, he ahí que se arrastra atrás de los que lo abandonan, diluyendo principios, corroyendo y desfigurando verdades, disminuyendo y barateando preceptos a fin de salvar los últimos fragmentos de esa popularidad que, inconscientemente, convirtiera en un ídolo. El camino de la Cruz en la lucha contra la impiedad
¿Qué conducta puede diferir más profundamente de ésa, que el ánimo imperturbable con que Nuestro Señor, aunque profundamente triste, llevó hasta la muerte, y muerte de Cruz, su lucha directa e intrépida contra la impiedad? Si las verdades dichas con claridad son a veces motivo para que los perversos se emboten en el mal, cómo es grande el jubilo del apóstol que supo vencer su espíritu pacifista y, con golpes enérgicos, salvar las almas. “Porque, si os contristé con mi carta, no me arrepiento; y si entonces lo sentí —pues veo que aquella carta os entristeció, aunque por poco tiempo—, ahora me alegro, no porque os hubierais entristecido, sino porque vuestra tristeza os llevó al arrepentimiento; pues os entristecisteis como Dios quiere, de modo que de parte nuestra no habéis sufrido ningún perjuicio. Efectivamente, la tristeza vivida como Dios quiere produce arrepentimiento decisivo y saludable; en cambio, la tristeza de este mundo lleva a la muerte. Pues mirad cuántas cosas ha producido entre vosotros el haberos entristecido según Dios: ¡qué interés y qué excusas, qué indignación y qué respeto, qué añoranza, qué afecto y qué escarmiento! Habéis mostrado en todo que sois inocentes en este asunto” (2 Cor 7, 8-11). (San Pablo se refiere al caso de un incestuoso, mencionado en la 1ª epístola). Éste es el grande, el admirable premio de los apóstoles, lo bastante sobrenaturales y clarividentes para no hacer de la popularidad la única regla y el supremo anhelo de su apostolado. No retrocedamos ante fracasos momentáneos, y Nuestro Señor no le negará a nuestro apostolado idénticas consolaciones, las únicas que debemos anhelar. Sigamos sin restricciones la lección del Evangelio Ahí están ejemplos graves, numerosos y magníficos, que nos da el Nuevo Testamento. Imitémoslos, pues, como imitamos también los ejemplos adorables de dulzura, paciencia, benignidad y mansedumbre que nos dio nuestro clementísimo Redentor. Para evitar todo y cualquier malentendido, una vez más acentuamos que no se debe hacer de este lenguaje severo el único lenguaje del apóstol. Al contrario, entendemos que no existe apostolado completo sin que el apóstol sepa mostrar la divina bondad del Salvador. Pero no seamos unilaterales, y no omitamos –por preconceptos románticos, comodidad, o tibieza— las lecciones de admirable e invencible fortaleza que Nuestro Señor nos dio. Como Él, procuremos ser igualmente humildes y altivos, pacíficos y enérgicos, mansos y fuertes, pacientes y severos. No optemos entre unas u otras de estas virtudes; la perfección consiste en imitar a Nuestro Señor en la plenitud de sus adorables aspectos morales.
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