Nuestro Señor es por excelencia el modelo de bondad, pero también de combatividad. Sigamos sin restricciones los pasos de nuestro Divino Redentor.
En su vida, pasión y muerte, el Divino Maestro nos dio magníficas lecciones de misericordia, pero además de ello fue el ejemplo —en el más alto grado que se pueda imaginar— del increpador justiciero en la condenación del mal. Sin duda, Nuestro Señor Jesucristo predicó la misericordia, pero jamás propugnó la impunidad sistemática con relación al mal.
Plinio Corrêa de Oliveira
Formulamos el propósito de reservar para el análisis de los textos del Nuevo Testamento un capítulo especial [en el libro “En Defensa de la Acción Católica”] más amplio, en que cuidaríamos particularmente de la posición en que se encuentran ante ellos las doctrinas que defendemos. Es obvia la ventaja de un estudio especial en ese sentido. Hacemos la apología de doctrinas de lucha y de fuerza –lucha por el bien, por cierto, y fuerza al servicio de la verdad. Pero el romanticismo religioso del siglo diecinueve desfiguró de tal manera en muchos ambientes la verdadera noción de catolicismo, que éste aparece a los ojos de un gran número de personas, aún en nuestros días, como una doctrina mucho más propia “del dulce Rabbí de Galilea”, de que nos hablaba Renan —del taumaturgo un tanto rotariano por su espíritu y por sus obras, con que el positivismo pinta blasfemamente a Nuestro Señor—, que del Hombre-Dios que nos presentan los Santos Evangelios. En ese orden de ideas, se suele afirmar que el Nuevo Testamento instituyó un régimen tan suave en las relaciones entre Dios y el hombre, o entre el hombre y su prójimo, que todo el sentido de lucha y de severidad habría desaparecido de la religión. Se volverían así obsoletas las advertencias y amenazas del Antiguo Testamento, y el hombre habría quedado emancipado de cualquier obligación de temor de Dios o de lucha contra los adversarios de la Iglesia. Sin impugnar la observación de que en la ley de la gracia haya realmente una efusión mucho más abundante de la misericordia divina, queremos demostrar que a veces se da a este gratísimo hecho un alcance mayor del que en realidad tiene. No hay, gracias a Dios, católico alguno que, por poco instruido que sea en los Santos Evangelios, no se acuerde del hecho narrado por San Lucas, que expresa de modo admirable el reinado de la misericordia, más amplio, más constante y más brillante en el Nuevo Testamento que en el Antiguo. El Salvador fue objeto de una afrenta en una ciudad de Samaria. “Al ver esto, Santiago y Juan, discípulos suyos, le dijeron: «Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo que acabe con ellos [los habitantes de la ciudad]?» Él se volvió y los regañó, y dijo: «No sabéis de qué espíritu sois, porque el Hijo del hombre no ha venido a destruir vidas humanas, sino a salvarlas». Y se encaminaron hacia otra aldea” (9, 54-56). Misericordia no significa impunidad sistemática del mal
¡Qué admirable lección de benignidad! ¡Con qué consoladora y gran frecuencia Nuestro Señor repitió lecciones como ésta! Conservémoslas grabadas bien hondo en nuestros corazones, pero grabadas ahí de tal manera que deje lugar para otras lecciones no menos importantes del Divino Maestro. Él predicó ciertamente la misericordia, pero no predicó la impunidad sistemática del mal. Si Jesús aparece en el Santo Evangelio muchas veces perdonando, aparece también más de una vez castigando o amenazando. Aprendamos de Él que hay circunstancias en que es necesario perdonar, y en que sería menos perfecto castigar; y también circunstancias en que es necesario castigar, y sería menos perfecto perdonar. No incurramos en una unilateralidad de la que el adorable ejemplo del Salvador es una condenación expresa, ya que Él supo hacer, tanto una, como otra cosa. No olvidemos jamás el memorable hecho que San Lucas narra en el texto anterior. Y tampoco nos olvidemos de este otro, simétrico al primero, y que constituye una lección de severidad que se ajusta armónicamente a la de la benignidad divina, en un todo perfecto; oigamos lo que de Corozaín y Betsaida dijo el Señor, y aprendamos con Él no sólo el divino arte de perdonar, sino el arte no menos divino de amenazar y de castigar: “¡Ay de ti, Corozaín, ay de ti, Betsaida! Si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que en vosotras, hace tiempo que se habrían convertido, cubiertas de sayal y ceniza. Pues os digo que el día del juicio les será más llevadero a Tiro y a Sidón que a vosotras. Y tú, Cafarnaún, ¿piensas escalar el cielo? Bajarás al abismo. Porque si en Sodoma se hubieran hecho los milagros que en ti, habría durado hasta hoy. Pues os digo que el día del juicio le será más llevadero a Sodoma que a ti” (Mt 11, 21-24). Nótese bien: el mismo Maestro, que no quiso mandar el rayo sobre el caserío del que hablamos más arriba, ¡profetizó para Corozaín y Betsaida desgracias aún mayores que las de Sodoma! No arranquemos página alguna al Santo Evangelio, y encontremos elementos de edificación y de imitación en las páginas sombrías como en las luminosas, pues tanto unas cuanto otras son saludabilísimos dones de Dios. Si la misericordia amplió la efusión de gracias en el Nuevo Testamento, la justicia, por otro lado, encuentra en el rechazo de gracias mayores, crímenes mayores que castigar. Íntimamente entrelazadas, ambas virtudes continúan apoyándose recíprocamente en el gobierno del mundo por Dios. No es exacto, pues, que en el Nuevo Testamento sólo haya lugar para el perdón, y no para el castigo. Los pecadores antes y después de Cristo Incluso después de la Redención, el pecado original siguió existiendo con el triste cortejo de sus consecuencias en la voluntad y en la inteligencia del hombre. Por otro lado los hombres continuaron sujetos a las tentaciones del demonio. Y todo esto hizo con que no desapareciera de la tierra el pecado, por lo que la Iglesia continuó navegando en un mar agitado, en el cual la obstinación y la malicia de los pecadores erigen contra ella obstáculos que a cada momento debe romper. Basta una mirada, aunque superficial, en la Historia de la Iglesia, para dar a esta verdad una evidencia cruel. Más aún. La gracia santifica a los que la aceptan, pero el rechazo de la gracia hará a un hombre peor de lo que era antes de recibirla. Es en ese sentido que el Apóstol escribe que los paganos convertidos al cristianismo y después arrastrados por las herejías se vuelven peores de lo que eran antes de ser cristianos. El mayor criminal de la historia no fue ciertamente el pagano que condenó a muerte a Jesucristo, ni siquiera el sumo sacerdote que dirigió la trama de los acontecimientos que culminaron en la crucifixión, sino el apóstol infiel que por treinta monedas vendió a su Maestro. “Cuanto más alto se sube, más grande es la caída”, dice un proverbio de nuestra sabiduría popular. ¡Qué profunda y dolorosa consonancia tiene esta aserción con las enseñanzas de la teología! Así, la Santa Iglesia tiene que enfrentarse en su camino con hombres tan malos o aún peores que aquellos que, vigente el Antiguo Testamento, se sublevaron contra la ley de Dios. Y el Santo Padre Pío XI, en la Encíclica Divini Redemptoris, declara que en nuestros días no sólo algunos hombres, sino “pueblos enteros están en peligro de caer de nuevo en una barbarie peor que aquella en que yacía la mayor parte del mundo al aparecer el Redentor” (nº 2). Por lo tanto, la defensa de los derechos de la verdad y del bien exige que, con un vigor mayor que nunca, se doble la cerviz de los múltiples enemigos de la Iglesia. Por eso el católico debe estar presto a blandir con eficacia todas las armas legítimas, siempre que sus oraciones y su cordura no bastaran para reducir al adversario. En los siguientes textos, notemos cuántos y cuán admirables ejemplos de argucia penetrante, de combatividad infatigable, de franqueza heroica encontramos en el Nuevo Testamento. Veremos así que Nuestro Señor no fue un doctrinador sentimental, sino el Maestro infalible que, si por un lado supo predicar el amor con palabras y ejemplos de una insuperable y adorable dulzura, supo también, con la palabra y con el ejemplo, predicar con insuperable y no menos adorable severidad el deber de la vigilancia, de la argucia, de la lucha abierta e intensa contra los enemigos de la Santa Iglesia, que la dulzura no pueda desarmar. «Astucia de la serpiente» — virtud evangélica
Comencemos por la virtud de la argucia, o en otros términos, por la virtud evangélica de la astucia serpentina. Son innumerables los temas en que Nuestro Señor recomienda insistentemente la prudencia, inculcando así a los fieles que no sean de una candidez ciega y peligrosa, sino que hagan que su cordura coexista con un amor vivaz y diligente de los dones de Dios; tan vivaz y tan diligente que el fiel pueda discernir, entre mil falsos ropajes, a los enemigos que los quieren robar. Veamos un texto. “Cuidado con los falsos profetas; se acercan con piel de oveja, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se cosechan uvas de las zarzas o higos de los cardos? Así, todo árbol sano da frutos buenos; pero el árbol dañado da frutos malos. Un árbol sano no puede dar frutos malos, ni un árbol dañado dar frutos buenos. El árbol que no da fruto bueno se tala y se echa al fuego. Es decir, que por sus frutos los conoceréis” (Mt 7, 15-20). Este texto es un pequeño tratado de argucia. Comienza por afirmar que tendremos enfrente no sólo adversarios de visera erguida, sino a falsos amigos, y que por lo tanto nuestros ojos se deben volver vigilantes no sólo contra los lobos que se aproximan a nosotros con la piel a la vista, sino también contra las ovejas, a fin de ver si en alguna no descubriremos, bajo la blanca lana, el pelaje pelirrojo y mal disimulado de algún lobo astuto. Esto quiere decir, en otros términos, que el católico debe tener un espíritu ágil y penetrante, siempre atento contra las apariencias, que sólo entrega su confianza a quien demuestre, después de un examen meticuloso y sagaz, que es oveja auténtica. Los fieles deben ser sagaces, máxime los dirigentes católicos ¿Pero cómo discernir la falsa oveja de la verdadera? “Por sus frutos se conocerán los falsos profetas”. Nuestro Señor afirma con ello que debemos tener el hábito de analizar atentamente las doctrinas y acciones del prójimo, a fin de que conozcamos esos frutos según su verdadero valor y precavernos contra ellos cuando sean malos. Para todos los fieles esta obligación es importante, pues el rechazo a las falsas doctrinas y a las seducciones de los amigos que nos arrastran al mal o que nos retienen en la mediocridad es un deber. Pero para los dirigentes, a los que incumbe a título mucho más grave vigilar por sí y vigilar por los demás, e impedir por su argucia y vigilancia, que permanezcan entre los fieles o suban a cargos de gran responsabilidad hombres eventualmente afiliados a doctrinas o sectas hostiles a la Iglesia, este deber es mucho mayor. ¡Ay de los dirigentes en que un sentido falso de candidez haga amortecer el ejercicio continuo de la vigilancia a su alrededor! Por su desidia, perderán a un mayor número de almas de lo que hacen muchos adversarios declarados del catolicismo. Incumbidos de hacer multiplicar los talentos, bajo la dirección de la Jerarquía, ellos no se limitarían sin embargo a enterrar el tesoro, sino permitirían por su “buena fe” que él cayera en manos de los ladrones. Si Nuestro Señor fue tan severo con el siervo que no hizo rendir el talento, ¿qué le haría a quien estuviera durmiendo mientras entraba el ladrón? «Vendrán muchos en mi nombre… y engañarán a muchos»
Pero pasemos a otro texto. “Mirad que yo os envío como ovejas entre lobos; por eso, sed sagaces como serpientes y sencillos como palomas. Pero ¡cuidado con la gente!, porque os entregarán a los tribunales, os azotarán en las sinagogas y os harán comparecer ante gobernadores y reyes por mi causa, para dar testimonio ante ellos y ante los gentiles” (Mt 10, 16-18). En general, se tiene la impresión de que este texto es una advertencia exclusivamente aplicable a los tiempos de persecución religiosa declarada, ya que sólo se refiere a la citación ante tribunales, gobernadores y reyes, y a la flagelación en sinagogas. En vista de lo que ocurre en el mundo, sería el caso de preguntar si existe un sólo país, hoy en día, en que se pueda tener la seguridad que, de un momento a otro, no se estará en tal caso. De cualquier manera, también sería errado suponer que Nuestro Señor sólo recomienda tan gran prudencia frente a peligros ostensiblemente graves, y que de modo habitual un dirigente puede renunciar cómodamente a la astucia de la serpiente y cultivar apenas la candidez de la paloma. En efecto, siempre que está en juego la salvación de un alma, está en juego un valor infinito, porque por la salvación de cada alma fue derramada la sangre de Jesucristo. Un alma es un tesoro mayor que el sol, y su pérdida es un mal mucho más grave que los dolores físicos o morales que podamos sufrir atados a la columna de la flagelación o en el banquillo de los reos. Así, el dirigente tiene la obligación absoluta de tener los ojos atentos y penetrantes como los de la serpiente, al discernir todas las posibles tentativas de infiltración en las filas católicas, así como cualquier riesgo en que la salvación de las almas pueda estar expuesta en el sector a él confiado. A este propósito es muy oportuna la citación de este texto. “Jesús les respondió y dijo: Estad atentos a que nadie os engañe, porque vendrán muchos en mi nombre, diciendo: «Yo soy el Mesías», y engañarán a muchos” (Mt 24, 4-5). Es un error suponer que el único riesgo al que puedan estar expuestos los ambientes católicos consiste en la infiltración de ideas nítidamente erróneas. Así como el Anticristo intentará mostrarse como el Cristo verdadero, las doctrinas erróneas querrán disfrazar sus principios con apariencias de verdad, revistiéndolos dolosamente de un supuesto aval de la Iglesia, y así preconizar una complacencia, una transigencia, una tolerancia que constituye una rampa resbaladiza por donde fácilmente se desliza, poco a poco y casi sin percibirlo, hasta el pecado. Existen almas tibias que tienen una verdadera pasión de situarse en los confines de la ortodoxia, a caballo sobre el muro que las separa de la herejía, y ahí sonreírle al mal sin abandonar el bien —o, antes, sonreírle al bien sin abandonar el mal. Lamentablemente se crea con todo ello, muchas veces, un ambiente en que el sensus Christi desaparece por completo, y en que apenas los rótulos conservan apariencia católica. Contra ello el dirigente debe ser vigilante, perspicaz, sagaz, previsor, infatigablemente minucioso en sus observaciones, siempre acordándose de que no todo lo que ciertos libros o ciertos consejeros pregonan como católico lo es en realidad. “Estad atentos para que nadie os engañe. Vendrán muchos en mi nombre diciendo: «Yo soy», y engañarán a muchos” (Mc 13, 5-6). «Se meterán entre vosotros lobos rapaces»
Otro texto digno de nota es éste: “Mientras estaba en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo los signos que hacía; pero Jesús no se confiaba a ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque él sabía lo que hay dentro de cada hombre” (Jn 2, 23-25). Aquí se muestra claramente que, entre las manifestaciones a veces entusiásticas que la Santa Iglesia pueda suscitar, debemos aprovechar todos nuestros recursos para discernir lo que puede haber de inconsistente o de fallido. Ése fue el ejemplo del Maestro. Él no le negará al apóstol verdaderamente humilde y desprendido, si es necesario, hasta de luces carismáticas y sobrenaturales para discernir los verdaderos y los falsos amigos de la Iglesia. En efecto, Jesucristo, que nos dio la expresa recomendación de ser vigilantes, no nos negará las gracias necesarias para ello. “Tened cuidado de vosotros y de todo el rebaño sobre el que el Espíritu Santo os ha puesto como guardianes para pastorear la Iglesia de Dios, que Él adquirió con la sangre de su propio Hijo. Yo sé que, cuando os deje, se meterán entre vosotros lobos rapaces, que no tendrán piedad del rebaño” (Hch 20, 28-29). A fin de no prolongar demasiado esta exposición, citamos apenas algunos textos más: El propio San Pedro dio este otro consejo: “Así pues, queridos míos, ya que estáis prevenidos, estad en guardia para que no os arrastre el error de esa gente sin principios ni decaiga vuestra firmeza. Por el contrario, creced en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador, Jesucristo. A él [sea dada] la gloria ahora y hasta el día eterno. Amén” (2 Pe 3, 17-18). Y no se juzgue que sólo un espíritu naturalmente inclinado a la desconfianza puede practicar siempre tal vigilancia. En San Marcos leemos: “Lo que os digo a vosotros, lo digo a todos: ¡Velad!” (13, 37). San Juan aconseja con solicitud amorosa: “Hijos míos, que nadie os engañe” (1 Jn 3, 7). La idolatría de la popularidad y la impopularidad del Divino Maestro
Como señalamos en un capítulo anterior, la impopularidad fue el premio del Maestro, después de las actitudes varoniles e intrépidas de que nos dio ejemplo. Esa impopularidad, que para muchos es la desgracia suprema, el espantajo inspirador de todas las concesiones y de todas las retiradas estratégicas, la característica siniestra de todo el apostolado fracasado a los ojos del mundo, fue contra Nuestro Señor tan grande, que llegaron a acusarlo de maléfico: “Los porquerizos huyeron al pueblo y lo contaron todo, incluyendo lo de los endemoniados. Entonces el pueblo entero salió a donde estaba Jesús y, al verlo, le rogaron que se marchara de su país” (Mt 8, 33-34). Nuestro Señor predijo como inevitable la existencia de enemigos, a sus fieles de todos los siglos, en este pasaje: “El hermano entregará al hermano a la muerte, el padre al hijo; se rebelarán los hijos contra sus padres y los matarán. Y seréis odiados por todos” (Mt 10, 21-22). Como se ve, el odio es llevado al punto de suscitar una feroz lucha contra los seguidores de Jesús. ¡Y las acusaciones contra los fieles serán terribles! Pero aún así no deberán ellos renunciar a los procesos apostólicos intrépidos: “Un discípulo no es más que su maestro, ni un esclavo más que su amo; ya le basta al discípulo con ser como su maestro y al esclavo como su amo. Si al dueño de casa lo han llamado Belcebú, ¡cuánto más a los criados! No les tengáis miedo, porque nada hay encubierto, que no llegue a descubrirse; ni nada hay escondido, que no llegue a saberse. Lo que os digo en la oscuridad, decidlo a la luz, y lo que os digo al oído, pregonadlo desde las azoteas” (Mt 10, 24-27). Como ya lo dijimos, los fieles deben apreciar altamente la estima de sus semejantes; pero también despreciar su odio, siempre que éste sea fundado en una aversión a la verdad o a la virtud. El apóstol debe desear la conversión del prójimo, pero no debe confundir la conversión sincera y profunda de un hombre o de un pueblo con las señales de una popularidad superficial. Nuestro Señor hizo milagros para convertir, no para ser popular: “Esta generación perversa y adúltera exige una señal; pues no se le dará más signo que el del profeta Jonás” (Mt 12, 39), declaró, indicando con ello que los milagros inútiles a la conversión no se realizarían. En efecto, si bien que los milagros pudieran valerle cierta popularidad al Salvador, era una popularidad inútil, porque no procedía del deseo de conocer la verdad. Para ser popular, se sacrifican hasta los principios… ¡Cuánto apóstol intenta, sin embargo, lo posible y lo imposible para ser popular, y por este anhelo sacrifica hasta los principios! Tal vez ignore que pierde así la bienaventuranza prometida por el Señor a los que, por amor a la ortodoxia y a la virtud, son odiados por los enemigos de la Iglesia: “Bienaventurados vosotros cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo” (Lc 6, 22-23). Nunca sacrifiquemos, disminuyamos o manchemos la verdad, por mayores que sean los rencores que con esto pesaran sobre nosotros. Nuestro Señor nos dio el ejemplo, predicando la verdad y el bien, exponiéndose por esto hasta ser aprisionado, como vemos: “«¿Acaso no os dio Moisés la ley, y ninguno de vosotros cumple la ley? ¿Por qué queréis matarme?» Respondió la gente: «Tienes un demonio, ¿quién quiere matarte?» Jesús les contestó: «He hecho una obra y todos os admiráis por ello. Moisés os dio la circuncisión —aunque no es de Moisés, sino de los patriarcas— y vosotros circuncidáis a un hombre en sábado. Si un hombre recibe la circuncisión en sábado para que no se quebrante la ley de Moisés, ¿por qué os enojáis contra mí porque he curado en sábado a un hombre enteramente? No juzguéis según apariencia, sino juzgad según un juicio justo». Entonces algunos que eran de Jerusalén dijeron: «¿No es éste el que intentan matar? Pues mirad cómo habla abiertamente, y no le dicen nada. ¿Será que los jefes se han convencido de que éste es el Mesías? Pero éste sabemos de dónde viene, mientras que el Mesías, cuando llegue, nadie sabrá de dónde viene». Entonces Jesús, mientras enseñaba en el templo, gritó: «A mí me conocéis, y conocéis de dónde vengo. Sin embargo, yo no vengo por mi cuenta, sino que el que es Veraz es quien me envía; a ése vosotros no lo conocéis; yo lo conozco, porque procedo de él y él me ha enviado». Entonces buscaban apresarlo; pero nadie le pudo echar mano, porque todavía no había llegado su hora” (Jn 7, 19-30). Procedimiento evangélico para con los hombres de mala doctrina
Éste es el consejo del Apóstol Santiago: “No os engañéis, mis queridos hermanos” (Sant 1, 16). Seamos sumamente precavidos, astutos, sagaces y previdentes al discernir la buena de la mala doctrina. Pero eso no basta. Las doctrinas se encarnan en hombres. Debemos ser astutos, sagaces, precavidos también con los hombres. Sepamos ver al enemigo, y combatirlo con las armas de la caridad y de la fortaleza: “El Espíritu dice expresamente que en los últimos tiempos —esos tiempos que a Pío XI le parecieron tan semejantes a los nuestros— algunos se alejarán de la fe por prestar oídos a espíritus embaucadores y a enseñanzas de demonios, inducidos por la hipocresía de unos mentirosos, que tienen cauterizada su propia conciencia” (1 Tim 4, 1-2). En cuanto a doctrinas y a doctrinadores, tanto en el terreno teológico cuanto en el filosófico, político, social, económico y en cualquier otro campo en que la Iglesia esté interesada, vale este consejo: “Y ésta es mi oración: que vuestro amor siga creciendo más y más en penetración y en sensibilidad para apreciar los valores. Así llegaréis al Día de Cristo limpios e irreprochables” (Fil 1, 9-10). En efecto, en esta tristísima época de ruina y de corrupción no sería explicable que no existiesen, como en el tiempo de los Apóstoles, “falsos apóstoles, obreros tramposos” que se infiltran en las filas de los hijos de la luz, “disfrazados de apóstoles de Cristo; y no hay por qué extrañarse, pues el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz. Siendo esto así, no es mucho que también sus ministros se disfracen de ministros de la justicia. Pero su final corresponderá a sus obras” (2 Cor 11, 13-15). Tener la astucia de la serpiente para seguir el Santo Evangelio Contra estos ministros, ¿qué otra arma hay sino la argucia necesaria para saber por sus actos, por sus doctrinas, distinguir entre los hijos de la luz y los de las tinieblas? Contra los predicadores de doctrinas erróneas, más dulces, más fáciles, y por eso mismo más engañosas, la vigilancia no debe ser apenas penetrante, sino ininterrumpida: “Os ruego, hermanos, que tengáis cuidado con los que crean disensiones y escándalos contra la doctrina que vosotros habéis aprendido; alejaos de ellos. Pues estos tales no sirven a Cristo nuestro Señor sino a su vientre, y a través de palabras suaves y de lisonjas seducen los corazones de los ingenuos. La fama de vuestra obediencia se ha divulgado por todas partes; de aquí que yo me alegre por vosotros; pero deseo que seáis sabios para el bien y cándidos para el mal. Y el Dios de la paz aplastará pronto a Satanás bajo vuestros pies. Que la gracia de nuestro Señor Jesucristo esté con vosotros” (Rom 16, 17-20). “¡Sabios para el bien y cándidos para el mal!” ¡Cuántos hay que sólo predican ingenuidad y candor al servicio del bien, y sin embargo poseen una terrible sabiduría para propagar el mal! Esta sabiduría serpentinamente astuta, para el bien, es una virtud absolutamente tan evangélica cuanto la inocencia de la paloma: “Lo digo para que nadie os engañe con argumentos capciosos” (Col 2, 4). “Cuidado con que nadie os envuelva con teorías y con vanas seducciones de tradición humana, fundadas en los elementos del mundo y no en Cristo” (Col 2, 8). “Que no os descalifique nadie que se recrea vanamente en cultos de ángeles, o se enfrasca en sus visiones, engreído sin razón por su mente carnal” (Col 2, 18). La Iglesia es militante y nosotros somos sus soldados. ¿Serán todavía necesarios más textos a fin de probar que debemos ser, no soldados cualquiera, sino soldados vigilantes? La experiencia demuestra que de nada valen las mejores virtudes militares sin la vigilancia. Baste esto para persuadirnos que cada uno debe, como miles Christi, desarrollar de modo exponencial no sólo la inocencia de la paloma, sino la astucia de la serpiente, si queremos seguir íntegramente el Santo Evangelio. La «táctica del terreno común» — paciencia no es imbecilidad
La famosa “táctica del terreno común” consiste en evitar constantemente cualquier tema que pueda constituir un motivo de desavenencia entre católicos y no católicos, y poner en evidencia apenas lo que pueda haber de común entre unos y otros. Jamás una separación de campos, una aclaración de ambigüedades, una definición de actitudes. Mientras un individuo sea o se diga católico, por más que sus gestos o palabras difieran de sus ideas, su vida desentone de sus creencias y su propia sinceridad pueda ser puesta en duda, jamás se deberá tomar una actitud enérgica contra él, bajo pretexto de que es necesario no “romper el arbusto partido ni extinguir la mecha que aún humea”. Cómo se debe proceder en este delicado asunto, lo dice sin embargo, y elocuentemente, el siguiente texto, que prueba que una justa paciencia jamás debe alcanzar los límites de la imprudencia y de la imbecilidad: “Todo árbol que no dé buen fruto será talado y echado al fuego. Yo os bautizo con agua para que os convirtáis; pero el que viene detrás de mí es más fuerte que yo y no soy digno de llevarle las sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego. Él tiene el bieldo en la mano: y limpiará su era, reunirá su trigo en el granero y quemará la paja en una hoguera que no se apaga” (Mt 3, 10-12). En cuanto a ocultar los motivos de desacuerdo que nos separan de aquellos que son apenas imperfectamente nuestros, el Divino Maestro no procedió así en las numerosas circunstancias que en seguida examinaremos. Los fariseos llevaban una vida de piedad, al menos en apariencia, y Nuestro Señor, lejos de ocultar en cuánto esta apariencia era insuficiente, por recelo de irritarlos y de distanciarlos aún más de sí, embistió claramente contra ellos, diciéndoles: “No todo el que me dice: «Señor, Señor», entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Aquel día muchos dirán: «Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre y en tu nombre hemos echado demonios, y no hemos hecho en tu nombre muchos milagros?» Entonces ya les declararé: «Nunca os he conocido. Alejaos de mí, los que obráis la iniquidad»” (Mt 7, 21-23).
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