«El hombre sin Cristo es polvo y sombra» Extraordinario santo, que mereció el elogio unánime de los cuatro Doctores de la Iglesia Latina: San Ambrosio, San Agustín, San Jerónimo y San Gregorio Magno Plinio María Solimeo
Meropio Poncio Anicio Paulino nació hacia el año 353 en Burdeos (Francia), de una de las más ilustres familias de Roma. Su padre se había radicado en la región, después de ejercer las funciones de prefecto del pretorio en las Galias. El niño, desde su nacimiento, fue consagrado a San Félix de Nola, mártir. Aunque la familia se había convertido a la verdadera religión hacía 50 años, no la practicaba con fervor. Por eso el bautismo de Paulino fue indefinidamente postergado. Llegado a la edad de estudiar, Paulino tuvo por maestro al famoso Ausonio Galo, que era tenido como el primer orador y el poeta de mayor excelencia del tiempo. “Toda su gloria la puso en la formación de aquel discípulo, brillante y dócil, en quien veía despuntar sus mismas cualidades. Paulino empezaba a distinguirse en la poesía y en la elocuencia”. 1 Paulino se dedicó posteriormente también al estudio de la filosofía, las ciencias naturales y el derecho. Dividido entre las glorias y el servicio de Dios A los 20 años Paulino heredó una fortuna regia: ciudades, granjas, bosques, minas y esclavos diseminados por las provincias de Italia, Galia e Hispania. Concluidos sus estudios, se dirigió a la capital del Imperio. Allí destacó de inmediato por su elocuencia, fausto y talento práctico, abriéndosele en poco tiempo el camino para los cargos públicos: gobernador del Épiro y tal vez prefecto de Roma, y ciertamente cónsul suplente en 378; luego en seguida, senador y gobernador de Campania —la región de Nápoles y Nola, pequeña ciudad de su patrimonio particular. Ahí recibió un primer impulso de la gracia para dedicarse enteramente a Dios. Un día, mientras rezaba en el santuario de San Félix, sintió un profundo movimiento de alma: “A las puertas de aquella iglesia —dirá más tarde— sentí que mi alma se volvía hacia la fe y que una luz nueva abría mi corazón al amor de Cristo”. Sin embargo, aquella gracia no determinó su conversión. En un viaje por España, conoció a una joven de descollada virtud, llamada Teresa, y con ella se casó. Ella será la compañera de su vida, primero como esposa, y después como hermana, ayudándolo a abandonar el mundo. Antes de ello, no obstante, tuvo que viajar constantemente por Francia, Italia y España, tanto en negocios públicos como para velar por el patrimonio familiar. En esos viajes, cuando podía se dirigía a Milán, donde San Ambrosio brillaba por su santidad y talento. Éste, viendo las grandes cualidades del visitante, lo trataba con todo cariño, incentivando siempre sus lados buenos. Paulino era sensible a ello, y escribirá más tarde: “Siempre fui amado por Ambrosio, que me alimentó en la fe”. Fue allí que probablemente conoció a San Agustín y Alipio, a quienes escribió después varias cartas. En uno de sus viajes a las Galias, fue a visitar a San Martín, obispo de Tours, que lo curó de una enfermedad en la vista. Ideal de vida cómoda y mediocre Entonces Paulino aún no había sido conquistado por el ideal de santidad. Quería una vida virtuosa, sí, pero bastante común. En una oración poética que compuso en aquel tiempo, expresó su ideal del momento: vivir feliz y sin reproche, no despertar ni sentir envidia, ser accesible a los desgraciados, gozar del cariño fiel de su esposa y de las delicias de la amistad, tener una mesa bien servida y conseguir el paraíso sin sacudidas ni estremecimientos. 2 Eso, a pesar de afirmar también: “Estudié mucho, y recorrí el ciclo de todos los sistemas, pero nada encontré mejor que creer en Cristo”. 3 Sólo entonces, y por influencia de otros dos de sus mejores amigos —San Delfín, obispo de Burdeos, y San Amando, que sería sucesor de éste— Paulino resolvió recibir el bautismo el año 391, a la edad de 38 años. Fue cuando escribió una calurosa carta a San Agustín, elogiando los cinco libros de aquel Doctor de la Iglesia contra los herejes maniqueos.
Sufrimiento provechoso y ruptura con el mundo A partir del bautismo, Paulino hizo constantes progresos en la vía de la perfección. Como él mismo dice, fue como “el viajero que, avanzando siempre sin retroceder jamás, llega un día insensiblemente a la frontera y la traspasa”. 4 Al no encontrar en Aquitania la tranquilidad que buscaba, se dirigió en 390 a Barcelona, donde vivió por espacio de cuatro años con su esposa, en régimen de estudio y recogimiento. Pero el sufrimiento, que acompaña al hombre donde quiera que vaya, lo visitó dos veces: el año 392 su hermano fue víctima de una revolución, y esta muerte lo afectó mucho, sobre todo al pensar que el fallecido había hecho muy poco por su salvación eterna. Otro dolor mayor lo esperaba: después de haber rezado mucho para tener las alegrías de la paternidad, el hijo tan deseado vivió apenas ocho días. Paulino comprendió entonces que Dios lo quería enteramente libre para seguir su llamado. De acuerdo con Teresa, hizo voto de castidad perpetua, se rasuró la cabeza y vistió hábito de monje. Sin embargo, en la noche de Navidad del año 393, cuando Paulino y Teresa asistían a los oficios en la catedral de Barcelona, los fieles se levantaron y suplicaron al obispo que confiriese la ordenación sacerdotal al antiguo senador. A pesar de las resistencias, fue forzado a ceder, bajo la condición de que pudiese retirarse para el lugar que le pareciese mejor para el servicio de Dios. “Era una ordenación anticanónica; las leyes de la Iglesia empezaban a condenar estos piadosos tumultos; aunque hay que reconocer que el pueblo tenía un instinto maravilloso para escoger sus sacerdotes: San Agustín, San Ambrosio, San Basilio y San Gregorio Nacianceno habían subido de esta manera a las órdenes sagradas. Poco canónica era también aquella libertad que Paulino reclamaba, pero el santo mártir de Campania [San Félix] le atraía invenciblemente”. 5 Paulino vio que había llegado entonces la hora de la ruptura definitiva con el mundo. Vendió todos sus bienes en España, y distribuyó el producto entre los pobres. De allá fue a las Galias, donde hizo lo mismo: “Dio libertad a sus esclavos; abrió sus silos a los necesitados, que estaban repletos de granos, y empleó el dinero que obtuvo de la venta de sus tierras y casas en rescatar cautivos, libertar prisioneros, ayudar a una infinidad de familias que diversos accidentes habían arruinado, pagar las deudas de los que eran perseguidos por sus acreedores, proporcionar la subsistencia a un gran número de viudas y huérfanos; en casar a jóvenes pobres que la necesidad podría llevar a una vida desordenada; en proveer socorro a los enfermos; y, para decirlo todo en una palabra, enriquecer a los pobres empobreciéndose a sí mismo”. 6 Paulino partió con Teresa, ahora su hermana, hacia Roma. Pero fue recibido con frialdad por el Papa San Siricio, que veía con recelo su ordenación sacerdotal precipitada y su situación, por cierto en nada reprochable, a respecto de Teresa. Por el contrario, los amigos de San Jerónimo y de Santa Paula lo recibieron con entusiasmo. En Nola, Paulino remodeló un hospicio que había mandado construir junto al sepulcro de San Félix, reservó una parte para sí y para algunos compañeros, y una ala para Teresa y algunas piadosas mujeres. “Tu serás mi casa, mi familia y mi patria”, dijo él al santo mártir. Antes amigo de la buena mesa, como vimos, ahora Paulino y sus compañeros comían sólo hierbas, y no bebían vino. El traje del antiguo gobernador de Campania era ahora una túnica-cilicio de piel de camello o de cabra. Él y los suyos guardaban religiosamente el silencio, y varias veces al día rezaban el oficio divino, siguiendo las reglas de San Agustín.
Supremo acto de caridad para rescatar a un cautivo Después de quince años en esa vida austera y penitente, el año 409 los habitantes de Nola escogieron a Paulino como su obispo. La hora era crítica, pues Alarico se había apoderado de Roma y bajaba en dirección a Nola, que fue devastada. Paulino perdió el palacio episcopal, viéndose reducido a la miseria. Fue cuando una viuda le fue a implorar auxilio para rescatar a su hijo único, que los bárbaros habían secuestrado. Ocurrió entonces este hecho sorprendente, narrado por San Gregorio Magno, posible apenas en una civilización verdaderamente cristiana: sin nada que dar a la viuda, Paulino se entregó para rescatar aquel hijo. Y así se hizo esclavo de Ataulfo, yerno de Alarico. Maravillado por la virtud y sabiduría del nuevo cautivo, que practicara tan elevado acto de caridad, Ataulfo llegó a saber que él era obispo. Profundamente conmovido, no sólo le dio la libertad, sino que la extendió a todos sus diocesanos. Era una época en que hasta los bárbaros admiraban la virtud. Cuando San Agustín escribió a San Paulino sobre la herejía pelagiana, el obispo de Nola condenó también ese error capcioso que, al negar el pecado original acababa negando la necesidad de la gracia. Y excomulgó a varios de sus sacerdotes que favorecían la herejía. Un hecho curioso es que San Paulino de Nola es considerado el inventor de las campanas de las iglesias. No es que no existieran antes, sino que él fue, según parece, el primero que tuvo la idea de hacer fundir grandes campanas que, suspendidas junto a los templos, llamaran a los fieles para los oficios divinos. San Paulino de Nola falleció el día 22 de junio del año 431. Notas.- 1. Fray Justo Pérez de Urbel, O.S.B., Año Cristiano, Ediciones Fax, Madrid, 1945, t. II, p. 677.
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