Misionero excepcional y baluarte antiprotestante El ejemplo de este notable jesuita es especialmente oportuno para nuestra época, en que la carencia de auténtico celo apostólico y espíritu sobrenatural está en la raíz de la decadencia religiosa y de la proliferación de falsas religiones Plinio María Solimeo
Un pobre peregrino, hambriento, andrajoso y exhausto, llega al santuario de La Louvesc, en las montañas del Haut-Vivarais francés. Se postra en profunda oración ante una urna de roble en la cual están los restos mortales del apóstol de la región. Estamos a comienzos del siglo XIX. ¿Qué fue a pedir este joven, aparentemente tan desprovisto de aptitudes naturales? Es un tal Juan, aún no canonizado, que le pide a otro, ya elevado a la honra de los altares, que le obtenga la gracia de conseguir retener en su memoria, rebelde, los rudimentos de latín necesarios para llegar al sacerdocio. Y aquel Juan canonizado —Francisco de Regis— obtiene para el Juan que vendrá a serlo —María Vianney, futuro Cura de Ars—, aunque muy parsimoniosamente, lo que él le pide. Es un santo ayudando a otro, para la mayor gloria de Dios.1 El segundo Juan, el Cura de Ars, es mucho más conocido entre nosotros. Es sobre el primero, fallecido prematuramente a los 44 años de edad, en el ejercicio de su celo apostólico, cuya fiesta conmemoramos el día 16, que hablaremos en el presente artículo. De San Juan Francisco de Regis dicen los Bolandistas: “Un deseo inmenso de procurar la gloria de Dios; valentía tal que ningún obstáculo, ningún peligro pueden causar temor; aplicación infatigable en la conversión de los pecadores; dulzura inalterable que la hace maestro de los corazones más rebeldes; inagotable caridad por los pobres; paciencia a prueba de todas las contradicciones y de todos los malos tratos; firmeza que las amenazas y hasta en vista de la muerte no pudieron jamás doblegar; la humildad más profunda, abnegación más completa, despojamiento más absoluto, obediencia más exacta, pureza de ángel, soberano desprecio del mundo, amor insaciable por los sufrimientos, en una palabra, todas las virtudes por las cuales una persona se santifica a sí misma y santifica a las demás, tal es el resumen de esta admirable vida”.2 En el hogar, pureza de la fe; en el colegio, eximia piedad Juan Francisco nació a comienzos de 1597 de una familia acomodada que se distinguió por la pureza de la fe en una época y región en que dominaban los herejes hugonotes (protestantes calvinistas). Uno de sus hermanos, algunos años después, dará la vida por la causa católica contra aquellos pérfidos enemigos de la religión. Alumno del colegio jesuita de Béziers, se mostró un apóstol nato. Su devoción a la Santísima Virgen lo llevó a ingresar en la congregación mariana del colegio, convirtiéndose en apóstol de sus compañeros, cinco de los cuales, para llevar una vida más perfecta, se mudaron a la misma casa que Regis. Entonces, con algo más de 14 años, compuso una regla para ellos, en la cual fijaba las horas para el estudio, prohibía toda conversación inútil, disponía la lectura espiritual durante las comidas, el examen de conciencia en la noche y la comunión dominical. A los 19 años, queriendo dedicarse de modo más especial a Dios, entró en el noviciado de los jesuitas, donde fue ejemplo de obediencia, humildad y dedicación. Cierto día en que él se levantó furtivamente durante la noche para ir a rezar en la capilla del internado, fue visto por un condiscípulo que lo denunció al superior. “No turbéis las comunicaciones que éste ángel mantiene con Dios —le respondió el sacerdote— pues, o estoy muy equivocado, o un día se celebrará en la Iglesia la fiesta de vuestro compañero”.3 Un conocido autor de vidas de santos comenta a propósito de su noviciado: “El carácter sagrado del sacerdocio llenó su corazón con tal abundancia de espíritu de humildad, que resolvió vivir desde entonces muerto a sí mismo y totalmente entregado a promover la gloria de Dios y la salvación de las almas”.4 Ejemplo de vida, carisma de la predicación
Después su ordenación sacerdotal en 1630, los apestados de Toulouse recibieron las primicias del ministerio apostólico del nuevo sacerdote. “Su lenguaje era simple y popular, pero el fuego de la caridad, del cual estaba inflamado, daba a sus discursos un poder tal que toda la ciudad venía a escucharlo y nadie podía oírlo sin derramar lágrimas… Un predicador elocuente y renombrado, habiéndolo oído, dijo: En vano trabajamos para ornamentar nuestros discursos. Mientras los catecismos de este santo misionero convierten, nuestro bello lenguaje no hace sino entretener sin producir ningún fruto”.5 Y otro hagiógrafo, el padre José Leite, describe con vivacidad su entrañado celo apostólico: “Con el bordón de peregrino y envuelto en un pobre capote recorría montes y campos, en invierno sobre la nieve, y en verano bajo los rayos abrasadores del sol. Donde había una casa que visitar, una miseria que socorrer, o un corazón que consolar y abrir a Dios, ahí llegaba siempre el misionero por caminos inverosímiles”.6 Sermones ardientes derrotan la herejía calvinista y la corrupción moral En 1633 el obispo de Viviers pidió al superior de los jesuitas un misionero para acompañarlo en su visita pastoral a la diócesis, donde no sólo había decadencia religiosa: también los errores protestantes de Calvino habían causado muchos estragos entre el pueblo. Francisco de Regis fue el escogido. Sus sermones inflamados y sus patéticas exhortaciones alcanzaban directamente el corazón de sus oyentes, produciendo muchas conversiones. Causó sensación la de una notable dama protestante, que abjurando de la herejía, fue recibida solemnemente en el seno de la Iglesia. Ese hecho ocasionó nuevas conversiones. En Sommières, ciudad conocida por su impiedad y por la corrupción de costumbres, los resultados fueron tan notables que sorprendió al mismo misionero. Escribió a su superior diciendo que los frutos habían sobrepujado de tal modo su expectativa, que él no tenía palabras para explicarlos. Se diría que los habitantes de la ciudad habían vuelto a nacer. Para consolidar estos frutos, el misionero instituyó la Cofradía del Santísimo Sacramento, restableció en los hogares la costumbre de las oraciones de la mañana y de la noche, y un modo de socorrer a los pobres de la parroquia. Santificación del prójimo basada en la santificación personal Estos resultados provenían de la vida interior del apóstol, que nada desperdiciaba para aniquilarse a sí mismo, con miras a obtener gracias para sus prédicas. Además de macerar su cuerpo con disciplinas y cilicios, se alimentaba apenas de pan y agua, durmiendo sólo cuatro horas diarias, y aún sentado en un rudo banco. Hoy en día, algunos católicos se sorprenden de la impiedad o del progreso de las sectas protestantes en ciertas regiones. En último análisis, eso no ocurriría si hubiera en la actualidad muchos católicos, especialmente sacerdotes, imbuidos de ese espíritu. No era por medio de concesiones doctrinarias que San Francisco de Regis obtenía sus triunfos. Sino, por ejemplo, avanzando con el crucifijo en la mano contra soldados protestantes que se preparaban para saquear una iglesia y cometer toda clase de sacrilegios; los increpaba con tanta fuerza y convicción, que éstos abandonaban su intento. Su energía contra las blasfemias sólo igualaba su paternalidad en el confesionario. Cierta vez, habiendo un hombre osado blasfemar en su presencia, le dio una sonora bofetada. A una mujer que hizo lo mismo, le cubrió la boca con barro. Lo más sorprendente es que, en ambos casos, viendo que el sacerdote era movido por su amor inflamado por la gloria de Dios, el primero se arrodilló inmediatamente a sus pies pidiendo perdón, y la segunda se apartó compungida.7 Para el celo del misionero, no había límites. Daba clases de catecismo a los niños, evangelizaba a los adultos, visitaba a los presos y a los enfermos y conducía a la enmienda a mujeres de mala vida. Asistía a los moribundos y tenía un don especial para disponerlos a morir santamente. Fundaba, con las damas de la ciudad, asociaciones de caridad para amparar a las familias pobres y, cuando era necesario, iba él mismo a mendigar para socorrerlas. Uno de sus contemporáneos aseveró bajo juramento en el proceso de canonización: “Todo en él inspiraba santidad. No se lo podía ver ni oír sin sentirse abrasado de amor divino. Él celebraba los santos misterios con una devoción tan tierna y tan ardiente, que se juzgaba ver en el altar no a un hombre, sino a un ángel. Yo lo vi algunas veces durante las conversaciones familiares, callarse repentinamente, recogerse e inflamarse. Después de lo que él hablaba de las cosas divinas con tanto fuego y una vehemencia que demostraban que su corazón estaba transportado por un impulso celestial… Él pasaba una parte considerable de la noche oyendo confesiones, era necesaria una especie de violencia para obligarlo a tomar un poco de alimento”.8 Junto a su tumba, milagros que recuerdan al Evangelio…
Finalmente, aunque hubiese tenido comunicación del día de su muerte, San Francisco de Regis quiso morir en el campo de batalla, con las armas en la mano. Ardiendo de fiebre, se dirigió a La Louvesc, a fin de predicar una misión durante las fiestas navideñas de 1640. Pasó el tiempo predicando y oyendo confesiones sin descansar un minuto, hasta caer en el confesionario. Pidió entonces ser llevado a un establo, a fin de tener la consolación de expirar en un estado semejante al del nacimiento de Cristo. Tantos fueron los milagros ocurridos acto seguido junto a su sepultura, que los arzobispos y obispos del Languedoc francés escribieron una carta al Papa diciendo: “Somos testigos de que ante la tumba del padre Juan Francisco de Regis los ciegos ven, los cojos andan, los sordos oyen, los mudos hablan, y el ruido de esas asombrosas maravillas se irradió por todas las naciones”.9 El Sumo Pontífice Clemente XI beatificó al gran jesuita en 1716 y su sucesor, el Papa Clemente XII, lo canonizó en 1737. Notas.- 1. Cf. Francis Trochu, Le Curé D’Ars, Librairie Catholique Emmanuel Vitte, Lyon-París, 1935, pp. 50-51.
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