Ejemplo de radicalidad en la conversión
Dotado de un temperamento violento, se extravió en el camino de la turbulencia; al convertirse, siguió con la misma radicalidad el camino de la virtud, alcanzando así la honra de los altares. Plinio María Solimeo Felipe, como se llamaba en el mundo este santo capuchino, nació en Corleone, en Sicilia, el año 1605. Su padre era un humilde artesano y su familia tan piadosa que su casa era conocida como la “casa de los santos”. Aunque no pudieron dar a los hijos una esmerada educación, les transmitieron la riqueza de la práctica y enseñanzas de nuestra santa religión. No obstante, Felipe tenía un carácter fogoso e independiente, controlando difícilmente su espíritu rebelde, insensible a la amenazas y castigos. Como su padre, aprendió la profesión de zapatero, pero como era independiente y ambicioso, muy pronto comenzó a trabajar por su propia cuenta. En la carrera de las armas, un buscapleitos nato Después del fallecimiento de su padre, que tenía cierta autoridad sobre él, Felipe resolvió hacerse soldado. Con su espíritu belicoso, pronto comenzó a meterse en líos, llegando incluso a volverse algunas veces feroz. A un comisario de guerra que se dirigió a él de modo altivo, le cortó la cabeza con un golpe de sable. También seccionó el brazo de un hidalgo que levantó la mano para abofetearlo. Mató a tres bandidos que lo asaltaron y amenazaron con quitarle la vida. Trabó varios duelos con compañeros de armas que discrepaban con él en cualquier punto. En medio de tales desvaríos, sin embargo, Felipe tenía algunos buenos movimientos. Cierto día, por ejemplo, en que dos soldados robaron a un compatriota suyo el dinero del trigo que a duras penas había vendido, los persiguió y les hizo devolver el dinero. Otra vez, pasando con un amigo por un bosque, oyó gritos de auxilio. Acudiendo presuroso, vio a una joven que se debatía entre cuatro facinerosos que querían robarle la pureza. No tuvo dudas: descargó su pistola sobre el más audaz de ellos e hizo huir despavoridos a los demás. Cuando sentía remordimientos por su mala vida, hacía alguna buena obra para aliviar la conciencia. Pero no pasaba de eso. Un día en que ganó una suma considerable, pensó: “Es justo que redima algunos de mis pecados”. Y depositó el importe en la urna para limosnas del hospital. Su rencor era proverbial y no perdonaba ni siquiera a los muertos. Así, cierta vez cuando se realizaban los funerales de un señor con quien había tenido una desavenencia, entró a la iglesia en el momento en que se encomendaba el cuerpo y, delante de la viuda en lágrimas y de los parientes del fallecido, comenzó a carcajearse, para dar muestras de su alegría por aquella muerte. Eso le valió una buena tunda. Más aún: los parientes del fallecido abrieron un proceso penal contra el bribón, que fue perseguido por la policía, teniendo que refugiarse en una iglesia para gozar del derecho de asilo. La hora de la Providencia: su conversión Llegó, finalmente, el momento de cambiar de vida. Abandonado, perseguido por la justicia y por su propia conciencia, Felipe fue poco a poco cayendo en sí. Sin otra cosa que hacer, comenzó a considerar la miserable vida que llevaba y lo próximo que estaba de la perdición eterna. La gracia, al penetrar su alma, hizo el resto. Con un corazón contrito y humillado, pidió a Dios perdón por sus pecados y prometió retirarse del mundo para terminar sus días obrando actos de penitencia y de piedad. Después de una sentida confesión general, se dirigió al convento capuchino de Palermo.
El superior, conociendo su reputación, lo trató con rigor y lo mandó hablar con el Padre Provincial, entonces de visita en el convento de la ciudad. Éste también conocía la mala fama de Felipe y no lo quiso recibir. Finalmente, movido por las insistencias del desdichado, le dio esperanzas de admitirlo en la Orden si hiciese, a la familia enlutada, una reparación cabal por el escándalo dado. Felipe, a pesar de su oscuro pasado, era una de esas almas que se entregan con ardor al bien, después de haberse entregado al mal. Tenía horror a la mediocridad y no le gustaban los medios términos. Así, por más dolorosa que fuese la prueba, la enfrentó con altanería y fue a lanzarse a los pies de las personas afectadas, pidiéndoles humildemente perdón. Aquellos buenos cristianos, viendo su sincero arrepentimiento, lo concedieron de corazón. Así Felipe fue recibido en el noviciado, cambiando su nombre por el de Bernardo de Corleone, que lo inmortalizaría. Tenía entonces 27 años de edad. Santa radicalidad en la práctica de la virtud Una vez puestas las manos en el arado, fray Bernardo no miró más hacia atrás, y caminó a grandes pasos por la senda de la humillación y de la penitencia con el mismo ardor con el que se había entregado al mal. De espíritu independiente antes, se mostró ahora el más obediente de los religiosos, procurando incluso adivinar el menor deseo de los superiores. Como antes había sido ambicioso y deseoso de los bienes terrenos, observó de tal manera la santa pobreza, que muchos lo comparaban al Poverello de Asís. Nada poseía, a no ser un hábito gastado, un rosario, una cruz y una disciplina para domar los impulsos desordenados de su temperamento. Empezó a dormir en el suelo, y apenas tres horas por noche. Se disciplinaba hasta la sangre y vivía a pan y agua. Las rudas pruebas a que lo sometían sus superiores, por más humillantes que fuesen, sólo le aumentaban el fervor. Sufrió innumerables asaltos del demonio, los cuales, en vez de trastornar su constancia, lo fortalecían cada vez más. Fray Bernardo, aunque simple y sin cultura, alcanzó las más sublimes alturas de la oración y mereció el privilegio de ser distinguido por gracias especiales de Nuestro Señor y de la Bienaventurada Virgen María, llegando a conocer los más profundos misterios de nuestra fe. En Palermo todos comentaban cambio tan profundo. Un alto funcionario del rey fue un día al convento para comprobar lo que decían del antiguo malhechor. Cuando lo tuvo cerca, lo trató con altivez y desdén. Sin embargo las respuestas de fray Bernardo fueron tan sobrenaturales, tan humildes y desapegadas, que el hidalgo terminó abrazándolo efusivamente, pidiéndole disculpas por su altivez y encomendándose a sus oraciones. El día de la profesión religiosa de fray Bernardo, el pueblo de Corleone acudió en multitud para edificarse con ese ejemplo tan cabal de conversión religiosa. Caridad eximia con los necesitados Fue con verdadera alegría que recibió la función de enfermero en una época en que había en el convento varios frailes con enfermedades contagiosas. Fray Bernardo les prestaba los auxilios más humillantes, tratando a cada uno como si fuese el propio Cristo Jesús. Fue también ayudante de cocina y, para ejercer mejor la humildad, lavaba las ropas de los sacerdotes del convento. Sin embargo, quería más. Por eso, imploró a sus superiores permiso para socorrer a los habitantes de Scarlato, muchos de los cuales morían a causa de una epidemia que asolaba la ciudad. Así, los habitantes de la región empezaron a ver en él un ángel tutelar, a quien recurrían en todas sus vicisitudes. Varios hechos probaron la caridad y el buen juicio de este hermano lego. Preso y esclavizado por corsarios musulmanes
Dios quería que Bernardo, por nuevos sufrimientos, expiase más cabalmente las faltas de la vida pasada. Cierto día los religiosos lo mandaron hacer un viaje por mar, de Palermo a Messina. El barco en que viajaba fue atacado por corsarios musulmanes, y él fue llevado prisionero al Magreb, donde fue vendido como esclavo. Ya esa situación de esclavitud entre infieles era de sí penosa. Pero la de él fue agravada por las importunaciones impuras de una joven esclava. Evidentemente él se opuso con toda tenacidad a aquel pecado. Lo que llevó a la mujer, irritada, a obtener del patrón común que, después de haberlo golpeado severamente, confinara encadenado a fray Bernardo en un inmundo cubículo. Al fin, Dios quiso recompensar a su servidor y éste volvió a Italia por un intercambio de prisioneros. En la exhumación, su cuerpo es encontrado incorrupto Fray Bernardo de Corleone se hacía notar por su tierna devoción a la Pasión de Cristo, un profundo amor a la Virgen María y a la Santísima Eucaristía y, cosa poco común para la época, tenía la dicha de comulgar diariamente. Practicando el primer Mandamiento en grado heroico, amaba a Dios sobre todas las cosas; y también al prójimo como a sí mismo. Por eso, al asolar la peste la ciudad de Castelnuovo, obtuvo de sus superiores permiso para acompañar a cinco religiosos capuchinos que iban para allá a socorrer a los infectados. Entregándose de cuerpo y alma a su cuidado, su naturaleza, antes robusta, pero gastada por penitencias y privaciones voluntarias, sucumbió. Atacado por la peste, fray Bernardo falleció el día 12 de enero de 1667, a la edad de 60 años. Su funeral fue un acontecimiento en el reino de Sicilia. Tal era la fama de su santidad, que los grandes del reino quisieron tener el honor de cargar sobre los hombros su féretro. Muchos milagros ocurrieron junto a su tumba, lo que llevó al arzobispo de Palermo a trabajar por su proceso de canonización. Su cuerpo fue exhumado siete meses después de su muerte y fue encontrado incorrupto. El Papa Clemente XIII lo beatificó en mayo de 1768 y S. S. Juan Pablo II lo canonizó en el 2001. Obras consultadas.- Les Petits Bollandistes, Vies des Saints, Bloud et Barral Libraires-Éditeurs, París, 1882, t. I, pp. 334 y ss.
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