PREGUNTA Tengo un cuñado que se casó por lo religioso y por lo civil. La esposa del matrimonio que la Iglesia ampara lo traicionó con otro hombre, en su propia casa. ¿Cómo queda el sacramento matrimonial para la Iglesia Católica Apostólica Romana? Y el marido, por las normas de la Iglesia, ¿debe perdonar a una mujer adúltera sólo porque la Iglesia dice que no puede disolver un sacramento? “¡Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre!” ¿Será que de verdad Dios los unió? ¡En la propia Iglesia existen tantos falsos profetas! RESPUESTA La consultante tiene probablemente en vista el episodio en que Nuestro Señor perdonó a la mujer adúltera, que los fariseos condujeron hacia Él con una pregunta análoga. “Entonces los escribas y fariseos traen a una mujer sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio, dijeron a Jesús: Maestro, esta mujer acaba de ser sorprendida en adulterio. Moisés en la ley nos mandó apedrear a tales personas. Tú, ¿qué dices a esto? Lo cual preguntaban para tentarle y poder acusarle. Pero Jesús, inclinándose, se puso a escribir con el dedo en la tierra. Pero, como ellos insistían en preguntarle, se levantó y les dijo: Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra. E inclinándose de nuevo, continuaba escribiendo en el suelo. Ellos, al oír estas palabras, se iban retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos; hasta que dejaron solo a Jesús y a la mujer que estaba en el medio. Entonces Jesús, levantándose, le dijo: Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Nadie te ha condenado? Ella respondió: Ninguno, Señor. Y Jesús le dijo: Tampoco yo te condeno; anda, y en adelante no peques más” (Jn. 8, 3-11). El adulterio es, por lo tanto, un pecado grave, castigado en la antigua Ley con la lapidación (apedreamiento). Pero Jesús venía a suavizar con una dosis de misericordia la estricta y farisaica justicia de las penas de la Ley, que de ese modo no pasarían a estar en vigor en la Iglesia que Él venía a fundar. Ello se manifiesta de modo muy claro en el sacramento de la penitencia o confesión, que perdona, en nombre y por el poder de Dios, a los pecadores verdaderamente arrepentidos de sus pecados, y que hacen el firme propósito de no pecar más. No obstante, esta idea de justicia suavizada por la misericordia estaba completamente fuera del raciocinio de los adversarios de Jesús. Por lo tanto, si Él simplemente les respondiese que la mujer sorprendida en flagrante adulterio podría ser perdonada (en las condiciones que Él luego establecería), los fariseos lo denunciarían ante el pueblo como opositor a la Ley de Moisés, y así incitarían al pueblo contra Él. Si, no obstante, Jesús dijese que la apedreasen conforme a la Ley en vigor, ¿cómo quedaría la mansedumbre tan característica de su predicación? Ésa era la estrategia habitual de los fariseos para intentar poner a Jesús en contradicción consigo mismo o con la Ley de Moisés. De esa celada Jesús se libra divinamente, diciéndoles: “Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra”. Y con el dedo vuelve a escribir algo en la tierra. Los evangelistas no nos dicen lo que Jesús escribía. Algunos intérpretes de la Sagrada Escritura —entre ellos San Jerónimo, “rey de los exegetas”— levantan la hipótesis de que escribiera los nombres de sus acusadores allí presentes y sus respectivos pecados. O, quizá, los nombres de las mujeres infames con las cuales cada uno de ellos había cometido el pecado de adulterio. Eso explicaría que, comenzado por los más viejos, se fuesen retirando uno a uno, sin decir palabra. Ninguno estaba, pues, sin pecado, y no osaron tirar la primera piedra… Pero el perdón que Jesús concede a la mujer adúltera no es incondicional: “Tampoco yo te condeno; anda, y en adelante no peques más”. Suponía, por lo tanto, el arrepentimiento y el firme propósito de enmienda. Normas de la Iglesia Católica Apostólica y Romana Cuando la consultante afirma que, según las normas de la Iglesia, el marido traicionado debe perdonar a la mujer que lo traicionó, está simplemente mal informada. La solución propuesta por la Iglesia es mucho más matizada. El canon 1152 del Código de Derecho Canónico establece todas las condiciones que resultan de la situación creada por el cónyuge infiel. Comencemos por citarlo: “§ 1. Aunque se recomienda encarecidamente que el cónyuge, movido por la caridad cristiana y teniendo presente el bien de la familia, no niegue el perdón a la parte adúltera ni interrumpa la vida matrimonial, si a pesar de todo no perdonase expresa o tácitamente esa culpa, tiene derecho a romper la convivencia conyugal, a no ser que hubiera consentido en el adulterio, o hubiera sido causa del mismo, o él también hubiera cometido adulterio.
§ 2. Hay condonación tácita si el cónyuge inocente, después de haberse cerciorado del adulterio, prosigue espontáneamente en el trato marital con el otro cónyuge; la condonación se presume si durante seis meses continúa la convivencia conyugal, sin haber recurrido a la autoridad eclesiástica o civil. § 3. Si el cónyuge inocente interrumpe por su propia voluntad la convivencia conyugal, debe proponer en el plazo de seis meses causa de separación ante la autoridad eclesiástica competente, la cual, ponderando todas las circunstancias, ha de considerar si es posible mover al cónyuge inocente a que perdone la culpa y no se separe para siempre” (los caracteres en negritas son nuestros). Como se ve, el actual Código de Derecho Canónico “recomienda encarecidamente” que el cónyuge inocente “no niegue el perdón”, lo que es muy diferente de obligarlo a conceder el perdón. Puede hacerlo, “movido por la caridad cristiana y teniendo presente el bien de la familia”, aunque también conserva el “derecho a romper la convivencia conyugal”, pero jamás disolver el sacramento válidamente administrado. Oída la autoridad eclesiástica y “ponderando todas las circunstancias”, le cabe tomar la decisión más conveniente para sí y para los hijos. El perdón, en tesis preferible, no siempre será posible habiendo contumacia de la parte culpable. La concepción hollywoodiana de la vida Se ve que, por detrás de la pregunta, está una insinuación falsa de que el problema causado por el adulterio sólo puede ser resuelto con la disolución del vínculo conyugal, es decir, por la introducción del divorcio pura y simplemente. Pues, si el cónyuge culpable ya consiguió una compañía circunstancial o definitiva con quien pueda convivir, no es justo —según ese raciocinio— que el cónyuge inocente pase el resto de su vida solo, y en esas condiciones la solución sería el divorcio. Es lo que está en el fondo de la pregunta presentada por la consultante, de ahí su rechazo de la norma “Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre”. Y supone que esa norma fue establecida por alguno de “tantos falsos profetas” que “existen en la Iglesia”. Sucede que esa frase es del propio Jesucristo Nuestro Señor, como está registrado en el Evangelio de San Mateo: “Y se acercaron a Él los fariseos para tentarle, y le dijeron: ¿Es lícito a un hombre repudiar a su mujer por cualquier motivo? Jesús, en respuesta, les dijo: ¿No habéis leído que aquel que al principio creó al linaje humano, creó un hombre y una mujer, y dijo: Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá con su mujer, y serán dos en una sola carne? Así que ya no son dos, sino una sola carne. Lo que Dios, pues, ha unido, no lo separe el hombre” (c. 19, 3-6; cf. también San Marcos, c. 10, 2-12). De ahí exactamente la gravedad del pecado de adulterio, que constituye un atentado directo contra el cónyuge inocente, equivalente a negarlo como cónyuge. De ahí también que no basta un lloriqueo cualquiera del cónyuge culpable para que obtenga el perdón del cónyuge inocente. No siendo así, la propia existencia del matrimonio carece de toda seriedad. Por eso la solicitud por el bien de los hijos es el hecho que, en la práctica, pesa más para que el cónyuge inocente resuelva mantener la convivencia conyugal. Al fin de cuentas, se trata que él adopte generosamente una actitud heroica, que las películas de Hollywood, al inculcar persistentemente la idea de un happy end en la vida de todos los hombres, contribuyeron enormemente a desestimular. El happy end para un católico consiste en alcanzar el Cielo, por la conformación de nuestra vida a los Mandamientos de la Ley de Dios y de la Iglesia. La otra vía —la vía de la molicie y de la satisfacción de nuestras pasiones— conduce a un lugar diferente, tenebroso, donde habrá llanto y rechinar de dientes. Un verdadero unhappy end… Que la Santísima Virgen, que aplastó la cabeza de la serpiente desde el principio, nos obtenga de Dios las gracias necesarias para encarar con valentía la actitud heroica que las vicisitudes de la vida eventualmente nos obliguen a asumir. Inclusive, si fuera el caso, el heroísmo de la soledad a la que nos arroje una infame traición conyugal. La Santísima Virgen será entonces el camino que nos conducirá a la plena felicidad del cielo; y, al presente en esta tierra, a la indecible felicidad de ser “amigo de la Cruz”.
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