PREGUNTA En primer lugar quiero agradecerle de todo corazón la aclaración que me hizo anteriormente. Quisiera solicitar un nuevo esclarecimiento, caso no sea incómodo: Teniendo en vista que es muy difícil para el hombre mantener la mente limpia en un mundo lleno de distracciones, sugestiones y malas influencias, me gustaría preguntarle: ¿El pecado de pensamiento es tan grave cuanto el pecado de acción? RESPUESTA Es justo distinguir, como lo hace el lector, entre el pecado de pensamiento y el pecado de acción, comprendiendo este último, según la fórmula clásica, las palabras y las obras (entre las cuales es bueno incluir las miradas, como resaltan los buenos moralistas). Entonces, es posible pecar solamente de pensamiento, sin pasar a la acción. En este caso, la pregunta parece ser: ¿Cuál pecado es mayor? ¿Aquel que queda en el pensamiento, o el que se consuma en la acción? Perfecta advertencia y pleno consentimiento Para comprender bien el problema, se debe considerar que para que haya pecado mortal, es preciso que haya perfecta advertencia del entendimiento y pleno consentimiento de la voluntad. Entonces, es posible concebir que, en un mundo corrompido como éste en que vivimos, seamos asaltados por toda especie de malos pensamientos y deseos, contra los cuales debemos luchar denodadamente, pidiendo el auxilio de la gracia divina, especialmente por medio de María Santísima, Medianera de todas las gracias. Si rehusamos enteramente al mal pensamiento, no sólo no hay pecado, sino que hacemos un acto virtuoso. No hay derrota, ¡hay una victoria!
En esta lucha, sin embargo, puede ocurrir que, por la debilidad que dejó en nosotros el pecado original, tengamos momentos de flaqueza en que no rechacemos con la debida energía y prontitud el mal pensamiento que nos asaltó. En ese caso, no habremos dado el pleno consentimiento de nuestra voluntad, sino apenas un nebuloso medio consentimiento. Ídem en cuanto a la advertencia de nuestro entendimiento. En medio de la hiperactividad de la vida de hoy, con mil problemas que nos pasan por la cabeza, puede ocurrir que esos malos pensamientos revoloteen por nuestra mente, sin que tengamos perfecta advertencia de la maldad de ellos o del deseo que nos asaltó. En ambos casos, habrá ciertamente un pecado venial, que desagrada a Dios, pero no nos lleva a la ruptura con Él, causada ésta por el pecado mortal. Mas puede ocurrir que sea dudoso para nosotros si incurrimos o no en pecado grave. Si es posible, lo mejor es rezar al Divino Espíritu Santo y a Nuestra Señora, recurrir lo más pronto posible a un prudente confesor, y exponerle el estado de nuestra alma. Pero si no tenemos a nuestro alcance un confesor prudente ¿cómo hacer? En caso se trate de una persona que comulga diariamente, la regla es procurar hacer un acto de contrición perfecta de sus pecados y no dejar de comulgar, a no ser que se tenga la certeza de haber tenido perfecta advertencia del entendimiento y pleno consentimiento de la voluntad, como resaltamos al inicio. En esa desastrosa hipótesis, el maligno se habrá instalado en nuestra alma... Pero en materia de pecado mortal, es siempre muy peligroso simplificar, sobre todo por la tendencia que todo hombre tiene de hacer un juicio benévolo acerca de sí mismo. Hay espíritus laxos que resuelven siempre a favor de la propia inocencia, como hay espíritus escrupulosos, a veces enfermizos, que se afligen innecesariamente. Como ya dijimos, la ayuda de un confesor docto y prudente es de suma importancia. El problema será, muchas veces, dónde encontrar ese confesor docto y prudente, en una Iglesia ella misma inmersa en un misterioso proceso de autodemolición e infestada por la humareda de Satanás, de la cual habló, ya en su tiempo, Paulo VI... Gravedad del pecado de pensamiento Dicho esto, vuelvo a la pregunta específica de la consulta: ¿Un pecado grave que quedó apenas en el pensamiento (pero con perfecta advertencia y pleno consentimiento), y que sin embargo, no se consumó en una acción, será menos grave de que aquel que fue hasta sus últimas consecuencias? En este caso, la respuesta es clara, y fue dada por el propio Jesucristo Nuestro Señor: “Oísteis lo que fue dicho: No cometerás adulterio. Yo, sin embargo, os digo que todo el que mire a una mujer, codiciándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón” (Mt. 5, 27-28). Los judíos, interpretando mal el mandamiento dado por Dios a Moisés —“No cometerás adulterio”—, estaban imbuidos de la idea de que el pecado de pensamiento no se incluía en ese precepto, y por tanto, para todos los efectos, no constituía pecado. Con la frase que acabamos de citar, Nuestro Señor los previene a ellos y a nosotros contra ese error de interpretación. Sin duda, la literatura rabínica de todas las épocas condena la impureza que se comete apenas con los ojos o por pensamiento. Pero la práctica debía ser muy diferente, a punto de Jesucristo verse obligado a condenar el adulterio también por deseo y urgir el cumplimiento auténtico del sexto y noveno mandamientos del Decálogo. El pecado de pensamiento plenamente consentido equivale por tanto al acto cometido. En este caso, no cabe hacer distinción de gravedad entre el pecado de pensamiento y el pecado de acción. De ahí la vigilancia que debemos tener cuando un pensamiento impuro se insinúa en nuestra mente, para rechazarlo pronta y enérgicamente, en vez de quedar contemporizando con él, con el riesgo de llegar al pleno consentimiento. Para ello, los autores espirituales dan excelentes consejos, que debemos poner en práctica celosamente: regularidad de nuestros ejercicios espirituales y oraciones; invocación amorosa a María Santísima; examen de conciencia diario; frecuencia regular a los sacramentos de la Confesión y Eucaristía; fuga enérgica de las ocasiones próximas de pecado; convivencia solamente con personas honestas; vocabulario y conversación irreprensibles; modestia en la mirada y en los trajes; extremo cuidado al examinar diarios y revistas, compaginados diabólicamente para mostrar las mayores aberraciones; rechazo enérgico a los programas de televisión, impregnados en casi su totalidad de inmoralidades de todo orden, etc.
En suma, se trata de hacer un rompimiento total y profundo de alma con ese mundo inmerso en el pecado, en que vivimos, pues en cualquier complacencia que tuviéramos con él, la puerta de nuestra alma quedará franqueada para pensamientos que podrán inducirnos al pecado grave, y por tanto al riesgo de la condenación eterna. Que Nuestra Señora ayude al bien intencionado consultante a —en la oración, en la vigilancia y en la lucha— preservar la pureza de su alma, a fin de merecer el premio de la bienaventuranza eterna, conforme la promesa del Sermón de la Montaña: “Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt. 5, 8).
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