Tengo 41 años, soy católico, rezo mucho, voy a Misa siempre. He pasado por una renovación espiritual profunda, en la proporción en que me dedico cada vez más a las oraciones y a Dios. Las cosas cambiaron mucho en mi vida y también se volvieron más difíciles, pero ahora siento la presencia de Dios y de la Santísima Virgen. Quisiera conocer más a respecto de este asunto: ¿es verdad que cuando buscamos más a Dios, el demonio intenta desviarnos por medio de tentaciones y nos trata de confundir?
Sí, eso es exactamente lo que pasa. El demonio no sería quien es, si no se empeñara en tentar más intensamente a aquellos que tratan de llevar una vida más virtuosa. Pero, de otro lado, Dios ayuda muy especialmente a los que son tentados, sobre todo cuando éstos recurren al auxilio de la Virgen Santísima. A ese propósito, nada mejor que citar un trecho del Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen, de San Luis Grignion de Montfort, cuya lectura se la recomiendo mucho. El trecho es el siguiente:
“Donde está María no puede estar el espíritu maligno. Precisamente una de las señales más infalibles de que somos gobernados por el buen espíritu es el ser muy devotos de la Santísima Virgen, pensar y hablar frecuentemente de Ella. Así piensa San Germán, quien añade que así como la respiración es señal clara de que el cuerpo no está muerto, del mismo modo el pensar con frecuencia en María e invocarla amorosamente es señal cierta de que el alma no está muerta por el pecado” (op. cit., nº 166). Lo que más desea el demonio —por odio a Dios— es apartar a las almas del camino de la salvación y, por lo tanto, de la unión con Dios en este mundo y sobre todo en la otra vida, y así impedir la unión con Dios por toda la eternidad. Cuando el demonio percibe un movimiento bueno en un alma —y él puede conocer esto por los actos y señales exteriores que la persona manifiesta en la propia fisonomía— él ataca a esa alma. Y no sólo con formas groseras de atracción al pecado, sino también con formas sutiles de tentación. Por ejemplo, desviándola insensiblemente hacia las vías tortuosas que desembocan en el mal. Los ardides del demonio son innumerables, pues, siendo él de naturaleza angélica, muy superior a la del hombre, sabe atacarnos en el punto más débil de cada uno de nosotros. Y si no recurrimos a Dios, por medio de Nuestra Señora —como el lector hace muy bien al resaltar en su carta— fácilmente podremos sucumbir en esta batalla. Si, como el lector afirma, siente ahora la presencia de Dios y de la Santísima Virgen, aproveche este momento de gracia que Dios le concede para mantener ese coloquio asiduo y amoroso con Ella, con la simplicidad de un hijo que conversa con su madre, pidiéndole que desvende los ardides del demonio y lo ayude en los momentos difíciles por los cuales todos los hombres tenemos que pasar. Y si el aspecto sensible de esa gracia no se hace presente, no se preocupe por ello. Siga adelante del mismo modo, pues la virtud no depende de lo que sentimos, sino de la unión de nuestra voluntad con los Mandamientos de Dios. Dos virtudes preciosas: pureza y humildad Los autores espirituales señalan los medios que la Santa Iglesia nos ofrece para combatir las insidias del demonio, tales como el recurso frecuente a los sacramentos de la Confesión y Comunión, la oración y la penitencia, la devoción a la Santísima Virgen, a la cual ya nos referimos, etc. Entre esos medios, queremos destacar aquí la práctica de dos virtudes que de modo especial ahuyentan al demonio: la pureza y la humildad. En efecto, el pecado de Satanás fue esencialmente de soberbia, habiéndose rehusado obstinadamente a obedecer y servir a Dios, fue por ello precipitado en el Infierno. A consecuencia de su rebeldía, él es el ser irremediablemente torcido y sórdido, y el primer revolucionario que se complace en el desorden y en la inmundicia, y no piensa sino en apartar a las almas de Dios y arrastrarlas hacia el mismo infortunio al cual está condenado por toda la eternidad. Por eso, Nuestro Señor les dirá a los condenados en el Juicio Final: “Apartaos de mí, malditos: id al fuego eterno, que fue destinado para el demonio y sus ángeles” (Mt. 25, 41). Como todos nosotros también pecamos en Adán (pecado original), de cierta forma participamos de ese pecado de rebeldía, que es el pecado de “Revolución”. Pues el sacramento del Bautismo, que nos perdonó el pecado original, no elimina todas sus consecuencias. Así, subsiste en nosotros un fondo de rebeldía, a consecuencia del pecado original, que debe ser vencido. Antes del pecado original, el hombre era un ser totalmente ordenado, en que la voluntad seguía las orientaciones de la razón, y las facultades sensitivas se subordinaban a los dictámenes de la razón y de la voluntad. Después del pecado de Adán y Eva, que se transmitió a toda la humanidad, las facultades sensitivas se rebelaron contra la razón y la voluntad; y la voluntad, a su vez, no sigue fácilmente los dictámenes de la razón. En esta caída original, la propia razón quedó algún tanto obnubilada, perdiendo la lucidez y la penetración que tenía antes del pecado de Adán. De ahí que las virtudes de la humildad (sumisión de nuestra razón y de nuestra voluntad a Dios) y de la pureza (sujeción de nuestras facultades sensitivas a la razón) sean particularmente dificultosas para el hombre, sin el indispensable auxilio de la gracia. Y de ahí también que la práctica de esas virtudes, juntamente con la oración perseverante, sea especialmente benéfica para ordenar al hombre por entero y ahuyentar al demonio. Posición batalladora: condición para vencer Pero eso exige de nosotros una posición batalladora, pues la tendencia es ver en nosotros cualidades y virtudes que no poseemos, y exagerar el valor de las que tenemos.
No se trata absolutamente de falsear la verdad y alardear defectos que no poseemos, ni disminuir las cualidades que efectivamente tenemos. Como decía Santa Teresa de Jesús, la humildad es la verdad. Pero, puesto que en nosotros existe ese ojo visco que exagera nuestras virtudes, es necesario siempre desconfiar de nosotros mismos y no atribuirnos cualidades que no tenemos. La regla de oro en este punto es no estar hablando de nosotros mismos, a no ser en caso de necesidad o cuando las circunstancias claramente nos indiquen que, excepcionalmente, nuestro buen ejemplo, lealmente expuesto, puede estimular al prójimo en el camino del bien. En ese sentido, puede hasta ser provechoso para nosotros cuando nos censuran injustamente y no replicamos (lo cual es lícito hacer, si lo que nos atribuyen no es motivo de escándalo para terceros). Tal actitud de mansedumbre es, además, muy meritoria a los ojos de Dios. Absolutamente fundamental es la oración constante y humilde. Ella es, según enseña San Alfonso María de Ligorio, “el gran medio de salvación”. Son algunos consejos sueltos pero benéficos, cuya autenticidad la podrá constatar en algunos tratados de vida espiritual tradicionales, que abordan el asunto con mucha lucidez y unción. Para citar uno de ellos, la famosa “Filotea” de San Francisco de Sales. Y no nos olvidemos del arma invencible de la Cruz, que es “el terror del demonio”, y del uso superabundante del “agua bendita”, poderosísimo sacramental de la Iglesia para poner en fuga al imperio infernal.
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