En el origen de la creciente ola de ataques a la Santísima Virgen constatamos el odio de sus enemigos a su majestuosa superioridad. Lo que es causa de alegría para sus devotos constituye un motivo de odio para los malos. Valdis Grinsteins
Siempre me llamó la atención la manía de los adeptos de sectas protestantes, de atacar a María Santísima. Y no sólo ellos, sino también los comunistas, ateos y otros enemigos declarados o encubiertos de la Iglesia Católica. Se podría suponer que, por mero interés táctico, ellos se abstendrían de atacar a la Madre de Dios, para así poder apartar a los incautos de las filas sagradas de la Iglesia. Y eso más especialmente en países como los nuestros, en los cuales la figura materna es objeto de admiración y respeto. Pero difícilmente ellos consiguen cesar sus invectivas. Prefieren perder todas las ventajas que les traería el camuflaje ideológico, si se quedasen callados en este punto y atacasen en otros. ¿Cuál es el motivo de una conducta tan poco razonable? El odio a la superioridad Para entender bien la cuestión, debemos primero analizar por qué una persona dominada por el vicio del orgullo no consigue reprimir su malestar frente a la superioridad evidente de otro. Cuando Dios creó el mundo, decidió colocar muchas perfecciones en estas o en aquellas personas, en grados y formas diversas. Convenía a la perfección de Dios que hubiese un ser humano con todas las perfecciones posibles en una criatura humana. ¿Por qué le convenía? Porque Dios creó el universo a la manera de una escalera, donde una grada lleva a otra, una perfección conduce a otra. Y, de grada en grada, se llega a lo alto. Alguien debería ser la grada superior, que representase la suma de las diversas perfecciones de las gradas inferiores. Y Dios escogió, para ocupar tal lugar, justamente a aquella criatura que quiso tener como Madre. Por eso, Él la hizo no solamente perfecta, sino perfectísima. Pero para el hombre de hoy, subyugado por la obsesión del placer, eso sólo puede significar que Ella necesariamente tendría todas las ventajas y ninguna de las cruces asignadas por Dios al resto del género humano. Sin embargo, sería difícil imaginar error más completo. Pues Ella también tendría que reflejar perfecciones como la paciencia en la adversidad, la dignidad en el sufrimiento, la esperanza en el socorro divino. Basta pensar que Dios quiso que Ella asistiese a la muerte de su Divino Hijo. En una situación como la de la Santísima Virgen, lo normal es que una madre sin gran virtud se pusiese a gritar, agrediese a alguien, o simplemente desmayase de dolor. Peor aún, si fuese impía, podría hasta blasfemar, juzgando que Dios le pedía un sacrificio excesivo. Pues bien, la actitud de Nuestra Señora al pie de la Cruz no podría ser más admirable y más conforme a la voluntad de Dios. Y más dolorosa. Fue la de una madre perfecta. El demonio odia a Nuestra Señora Debemos resaltar que en el mundo neo-paganizado de hoy, cuando hablamos de perfección, normalmente las personas piensan en la perfección física, más que en la perfección moral, olvidándose de que el alma vale muchísimo más que el cuerpo. Del punto de vista físico, basta recordar que la Virgen María no estaba bajo el yugo del pecado original. En vista de ello, no sufría sus consecuencias, como los achaques de la vejez, por ejemplo. Pero lo más importante es el aspecto moral. Pues en este ámbito, diversamente del estricto campo físico, tenemos la posibilidad de crecer, de ser mejores (o de ser peores). Nuestra perfección depende en buena medida de nosotros mismos. No basta recibir una gracia, es necesario ser fiel a ella; no basta haber sido dotado de talento, debemos desarrollarlo. Y la Santísima Virgen, en este punto, alcanzó la máxima perfección. No sólo por haber recibido evidentes y inigualables gracias y talentos, sino porque supo ser fiel a ellos y desarrollarlos al máximo. Tal esfuerzo, Dios se lo pidió de Ella. Es verdad que las gracias que recibió eran superiores, pero era necesaria la fidelidad a ellas. Y aquí se encuentra la razón más profunda del odio que el orgulloso le consagra al perfecto: éste consiguió ser fiel a las gracias, al paso que el orgulloso no lo fue. Y esto se hace patente porque tiene el vicio del orgullo. El orgulloso no tolera la proclamación de su fracaso, y el perfecto proclama ese fracaso simplemente por el hecho de existir. Si no hubiese victoriosos en esta lucha por la virtud, él no se sentiría humillado, sería apenas uno más que falló. Pero, como existen aquellos que triunfaron, la inferioridad de ellos se vuelve obvia. El demonio fue un ángel, y como tal fue sometido a una prueba, habiendo fallado miserablemente por su culpa. Se entiende por eso que él no pueda soportar la simple existencia de Nuestra Señora, que pasó magnífica y victoriosamente por la prueba que le fue presentada.
Superioridad esplendorosa Lo que más irrita a las personas orgullosas no es apenas que otro sea superior, sino que tal superioridad sea difundida, reconocida, elogiada, presentada como modelo. Tal vez les fuese soportable una superioridad que existiese escondida, puesta de lado, sofocada. En términos religiosos, los orgullosos hasta no tienen mayor dificultad en admitir la superioridad de Jesucristo, porque Él, aunque siendo verdadero hombre, es también verdadero Dios; y como nosotros, hombres comunes, no podemos ser dioses, eso les parece más tolerable. Pero que alguien que sea simplemente un ser humano como ellos, haya llegado a un grado de perfección que ellos son incapaces no sólo de alcanzar, sino hasta de concebir enteramente, eso los pone fuera de sí. Por esta razón, no suportan ver u oír hablar de la Santísima Virgen. En esto también, evidencian ellos cómo están lejos de la perfección. A toda persona con recta intención le agrada reconocer el progreso de los demás, sin importarle que sean más que él. Puede ser que una persona no tenga la menor capacidad para pintar un cuadro. Pero si su alma está en orden, queda contento de ver la aptitud y el progreso de otros a los cuales ese talento les fue concedido. Exasperarse ante la superioridad de Nuestra Señora, como lo hacen tantos protestantes, sólo comprueba su deficiencia espiritual. Para terminar, basta pensar qué sería del mundo si no hubiese una criatura perfecta y admirable como María Santísima. Si en todas las criaturas meramente humanas, por mejores que fuesen, pudiésemos siempre señalar éste o aquel defecto, faltaría al conjunto de los hombres aquel esplendor de perfección que Nuestra Señora le comunica. Sería como una mesa sin barniz, o un piano al cual le falta una nota. Y todo el conjunto quedaría afectado. Que la Santísima Virgen sea perfectísima, sólo puede alegrar a los que prefieren la armonía del conjunto al interés propio. Que Ella nos ayude a todos nosotros a comprender y amar esta maravillosa realidad.
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