Una cuestión que coloco, porque no sé cómo responder y desearía una dilucidación de esta acreditada publicación católica. ¿Qué es propiamente un pecado? ¿Cuándo éste es realmente considerado “pecado mortal”? ¿Y cuándo es considerado “pecado venial”? ¿Ambos llevan al infierno el alma de aquel que muere sin confesarlos con arrepentimiento en el corazón?
La pregunta es altamente oportuna y actual, porque vivimos en una sociedad secularizada (esto es, “ateizada”, en que Dios es puesto cada vez más al margen), en la cual la misma distinción entre el bien y el mal y, consecuentemente, la propia noción de pecado están siendo borradas de la mente de los hombres. Según la conceptuada Enciclopedia Católica, “el pecado es un acto moralmente malo (Santo Tomás, “De Malo”, 8:3), un acto en discordia con la razón informada por la ley divina”. En el uso corriente, podemos definir el pecado como toda trasgresión de la Ley de Dios o de las leyes de la Iglesia, bien como de cualquier ley u orden legítimos de las autoridades de la sociedad civil. Es mortal cuando incide sobre materia grave y es practicado con pleno conocimiento y voluntad deliberada. Es venial cuando incide sobre materia leve; o, siendo grave la materia, la persona no dio pleno consentimiento o no tenía consciencia de que se trataba efectivamente de materia grave. Sólo el pecado mortal lleva el alma al infierno, si antes no hubiese obtenido el perdón por medio del Sacramento de la Penitencia (Confesión) o habiéndose arrepentido de él con un acto de contrición perfecta. Si la persona muere con pecados veniales, o no hizo la debida penitencia por los pecados mortales confesados y ya perdonados, pasará por el Purgatorio para purificarse completamente antes de ser llevada al Cielo. En síntesis, la pregunta queda así respondida, pero conviene que expliquemos paso a paso la respuesta dada, para que ella sea perfectamente asimilada, pues es probable que el lector se sienta confundido con varios de los conceptos arriba expuestos.
La Ley de Dios en los Mandamientos Como Señor y Creador del Universo, Dios estableció leyes tanto para el mundo físico como para el mundo espiritual. Las leyes del mundo físico nada tienen que ver directamente con la noción de pecado, a no ser que el hombre, por imprudencia, use mal de ellas y cause así un perjuicio a sí mismo o al prójimo. Pero en tal caso el pecado estará en la imprudencia, una vez que la ley moral (espiritual) nos ordena que seamos prudentes en el uso de los bienes materiales. Por ejemplo, alguien que por descuido resuelva encender un cigarrillo en un lugar donde se expende gasolina, provocando una explosión. La Ley de Dios está consubstanciada esencialmente en los Diez Mandamientos, los cuales engloban también las leyes de la Iglesia y las leyes civiles, pues en el 4º Mandamiento —honrarás a tu padre y a tu madre— están incluidas las autoridades religiosas y civiles. Así, la desobediencia a la autoridad religiosa o a una autoridad temporal implica un pecado (suponiendo que se trate siempre de una orden legítima, es bueno insistir; explicaremos más adelante mejor este punto). Será muy útil recordar el alcance de cada uno de los Diez Mandamientos, que aprendimos cuando estudiamos el Catecismo por ocasión de nuestra preparación para la Primera Comunión. Pues desde entonces quizás haya pasado mucho tiempo y, además, lamentablemente, en no pocas iglesias los temas de las prédicas pasaron a guiarse por los dañinos principios del relativismo o de la Teología de la Liberación, que interpretan los Mandamientos en una línea marxista, contraria al Magisterio tradicional de la Iglesia. Y el resultado es que muchos fieles ya no tienen más una noción correcta de esos Mandamientos. Para ello recomendamos al lector tener a la mano un Catecismo tradicional, como por ejemplo el célebre Catecismo Mayor de San Pío X, cuyos principales tópicos vienen siendo reproducidos en la sección Lectura Espiritual de esta revista. Pecado, un acto de rebeldía contra Dios Venial o grave, el pecado es siempre una desobediencia a Dios, y por lo tanto un acto de rebeldía contra el Creador. En ese sentido, es siempre un acto sumamente censurable, por lo cual debemos empeñarnos seriamente en evitar también los pecados veniales, pues ellos manchan nuestra alma y nos apartan de Dios, que es el Sumo Bien. Además, quien pone negligencia en el combate a los pecados veniales se coloca en una rampa que conduce, cuando menos se espera, al pecado mortal, con todas sus gravísimas consecuencias: rompimiento de la amistad con Dios —¡volviéndonos enemigos de Dios!— y colocándonos en la situación de condenados potenciales al infierno. De ahí la necesidad de arrepentirnos seriamente y cuanto antes del pecado mortal y buscar, en la primera oportunidad, el Sacramento de la Confesión, para obtener del mismo modo la absolución del sacerdote, que nos perdona en nombre y por los méritos de Jesucristo. Con todo, cabe resaltar que, para que exista pecado mortal, no basta que la materia sea grave: es preciso que el acto haya sido cometido con perfecta advertencia del entendimiento y pleno consentimiento de la voluntad. En otras palabras, la persona debe estar consciente de que su acción implica un pecado grave, y lo realiza con plena y deliberada voluntad. La doctrina de la Iglesia hace esta precisión, porque a veces circunstancias o hechos diversos hacen con que el consentimiento no sea pleno, lo que descalifica al pecado como mortal. El Magisterio de la Iglesia enseña cuándo la materia es grave o leve, y eso se aprende en general en las clases de Catecismo. En caso de duda, se debe consultar a un sacerdote instruido y conocido por sus posiciones sabias y prudentes, en consonancia con el Magisterio tradicional de la Iglesia y poco afecto a los “modernismos” que diluyen el sentido moral y se van introduciendo en muchas partes. Contrición perfecta y contrición imperfecta Es el momento de explicar la diferencia entre contrición perfecta y contrición imperfecta. Esta última es el arrepentimiento que el pecador siente, más por el miedo del castigo eterno, que por amor de Dios. Entra un cierto amor de Dios y el deseo de recuperar el “estado de gracia” (así se llama al estado del alma libre de pecado mortal), pero prevalece el miedo del castigo. En la contrición perfecta, se da lo contrario: el alma se arrepiente por puro amor de Dios, aunque el miedo del castigo también esté presente. La consecuencia es que la contrición perfecta restablece en el alma inmediatamente el estado de gracia, aunque permanezca la obligación de confesarse en la primera oportunidad y antes de recibir la Comunión. La contrición imperfecta no tiene el mismo efecto inmediato, sino que requiere la absolución sacramental (dada por el sacerdote en la Confesión) para que el alma vuelva al estado de gracia.
Diferencia entre legal y legítimo Llamamos la atención más arriba, en dos ocasiones, al hecho de que tenemos la obligación de obedecer a las órdenes y leyes legítimas. En efecto, los teólogos hacen la distinción entre legal y legítimo. Legal es aquello que fue establecido por las leyes humanas. Ahora bien, puede ocurrir —y hoy en día se va volviendo cada vez más frecuente— que ciertos dispositivos de las leyes humanas estén en choque con la Ley de Dios (o más específicamente con la Ley natural, normalmente expresada por la “voz de la conciencia”, la ley que Dios estableció para regir la naturaleza humana). En este caso, esos dispositivos son ilegítimos, y entonces cesa la obligación de obedecerlos; más aún, prevalece el deber de conciencia de desobedecerlos. Por ejemplo, en casi todos los países del mundo está siendo introducido el “derecho” legal de la mujer al aborto. Esto infringe la Ley natural, y además el 5º Mandamiento del Decálogo, pues el feto (el ser humano no nacido) tiene derecho a la vida y no puede ser muerto por causa de las conveniencias de la mujer que lo engendró. Los médicos católicos tienen la obligación grave de oponerse a su realización, aunque ello le cueste su permanencia en el empleo, y quizá otras penalidades que la ley venga —ilegítimamente— a establecer. Muy recientemente un sacerdote en España fue llevado injustamente a los tribunales, porque se rehusó a dar la Comunión a un homosexual que con gran algazara se había unido públicamente a otro. Así, de la sociedad sacralizada de otrora pasamos a una sociedad secularizada y paganizada, que desde ya anuncia una persecución a los católicos que quisieren permanecer fieles a los principios de su Fe, tal como está profetizado en el Secreto de Fátima. Si tal persecución, desencadenada en nombre de leyes injustas e ilegítimas, llegase a consumarse, pidamos a la Santísima Virgen que nos dé el coraje de enfrentarla —¡con el mismo ánimo que los primeros cristianos tuvieron al enfrentar las fieras en el Coliseo romano!— hasta el momento de la gran victoria final que Ella nos prometió en Fátima.
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La Devoción en el Perú al Sagrado Corazón de Jesús |
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