Al recordar este mes un nuevo aniversario del fallecimiento de Plinio Corrêa de Oliveira (1908-1995), tenemos la grata satisfacción de ofrecer a nuestros lectores el tema central de una brillante conferencia proferida por el ilustre líder católico, el 15 de noviembre de 1958, durante el Congreso de la Tercera Orden del Carmen, en la ciudad de São Paulo, Brasil Plinio Corrêa de Oliveira Hay un aspecto de nuestro conocimiento de Dios que corresponde a varias de las preocupaciones de la filosofía contemporánea, y que quedó más o menos soterrado en el acervo de los conocimientos de la doctrina católica, corrientes en grandes masas de fieles.
Parece que sobre ellos es conveniente que me detenga más especialmente. Es la consideración de Dios como causa ejemplar del universo. Dios creó el universo, y después le dio al hombre la facultad de completar varios aspectos del orden y de la belleza universal por medio de su acción. De modo que, como decía Dante, todas las cosas son hijas de Dios y las obras del ingenio humano deben ser consideradas nietas de Dios. Así, Dios, al crear el universo, tuvo en vista un admirable plan de armonía y belleza, pero dejó la realización de parte de ese plan confiada a las luces, al arbitrio, al ingenio del hombre. ¿Para qué todo ese plan, todo ese universo de orden y belleza instituido por Dios? Insisto en la idea de universo de belleza, porque habitualmente en nuestros días se considera al universo de preferencia como una gran máquina de funcionamiento perfecto. Así, cuando se habla acerca de la sabiduría del Creador, se muestra casi siempre cómo las cosas están concatenadas de tal forma que ellas no se destruyen, ni colisionan unas con las otras, sino que coexisten en armonía y se apoyan mutuamente. Es una visión funcional del universo enteramente verdadera, por cierto, pero que muestra apenas un aspecto que nuestra época mecanicista y ultra-técnica más fácilmente comprende. Pero hay otro aspecto del universo relacionado con Dios en cuanto causa ejemplar, en cuanto ser increado e infinitamente bello, que se refleja de mil maneras en todos los otros seres que Él creó. De tal modo que no hay ningún ser que a uno u otro título no sea un reflejo de la belleza increada de Dios. Pero la belleza de Dios se refleja sobre todo en el conjunto jerárquico y armónico de todos esos seres, de tal forma que no hay, en cierto sentido, un modo mejor de conocer la belleza infinita e increada de Dios que analizando la belleza finita y creada del universo, considerado no tanto en cada ser, sino en el conjunto de todos ellos. La Santa Iglesia Católica: imagen perfecta de Dios Dios se refleja aún en una obra prima más alta y más perfecta que el cosmos. Es el Cuerpo Místico de Cristo, la sociedad sobrenatural que veneramos con el nombre de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana. Ella misma constituye todo un universo de aspectos armónicos y variadísimos, que cantan y reflejan, cada uno a su modo, la hermosura santa e inefable de Dios y del Verbo Encarnado. En la contemplación del universo, por un lado, y, de la Santa Iglesia Católica, por otro lado, podemos elevarnos a la consideración de la belleza santa, infinita e increada de Dios.
Hay un conjunto de reglas de estética que nos pueden facilitar el conocimiento de la belleza que Dios puso en el universo, como punto de partida para que subamos a la consideración de su belleza increada. La más fundamental de estas reglas es la coexistencia armónica de la unidad y de la variedad. En vez de atenernos, sin embargo, a una enumeración y definición fría de estos principios, sería tal vez más interesante que los consideremos en cuanto realizados en algunos de los seres que más fácilmente nos caen bajo los ojos. Comencemos por el mar. El mar refleja la belleza infinita de Dios Uno de los primeros elementos de la grandeza del mar es la unidad. Los mares de la Tierra se comunican entre sí y constituyen una inmensa masa de agua que ciñe todo el globo terrestre. Así, puestos en cualquier punto del mundo, una de las consideraciones más agradables que nos es dado hacer, es recordar que la inmensa masa líquida que se extiende ante nosotros, hasta los confines del horizonte, no se acaba allí, y tiene por detrás inmensidades a las que se suceden otras inmensidades, para formar la grande y única inmensidad del mar que se mueve, que se arroja y que juega por toda la superficie de la Tierra. Al mismo tiempo que el mar nos presenta esa unidad espléndida, nos impresiona por la gran variedad que podemos observar en él. Variedad, en primer lugar, en cuanto al movimiento. Unas veces se presenta manso y sereno, pareciendo satisfacer todos los deseos de paz, tranquilidad y quietud de nuestra alma. Otras, él se mueve discreta y suavemente, formando en su superficie pequeñas olas que parecen jugar delante nuestro, para hacer sonreír y distenderse nuestro espíritu, como si estuviese frente a las realidades amenas y placenteras de la vida. O, por fin, se muestra majestuoso y bravío, irguiéndose en movimientos sublimes, arremetiendo furiosamente contra altaneros peñascos y dislocando de sus abismos masas de agua insondables, para sumergir islas e invadir continentes. En ese estado, el mar parece dominado por una furia avasalladora, y canta con sus rugidos y su grandeza todo un poder que existe en lo más profundo de él, pero del que no se sospechaba ni un poco en sus momentos de mansedumbre y de gracia. Entonces nos parece presenciar los lances más entusiasmantes y heroicos de la Historia.
También existen variedades estéticas del mar. A veces es tan diáfano, que se puede ver a través de una gran masa líquida hasta el fondo de sus aguas. Otras veces, sin embargo, se muestra oscuro, impenetrable, profundo y misterioso. Si en ciertos panoramas el mar se presenta en superficies inmensas y casi sin límites, en otros panoramas está circunscrito por los accidentes del litoral, y forma pequeños golfos cerrados en que, por así decir, se complace con estar en la intimidad con nosotros, haciéndose pequeño para mejor dejarse ver y amar. Por sus ruidos, el mar no es menos variado. Su murmullo ora da la impresión de una caricia, que mece y hace dormir, ora no pasa de un fondo auditivo parecido con la prosa de un viejo amigo que ya muchas veces se oyó. Pero poco después él nos habla con el bramido dominador de un rey, que parece imponer su voluntad a todos los elementos. El modo como se “comporta” en la playa no es menos variado. A veces el mar llega a la tierra raudo y jadeante, otras veces camina hacia ella lento y perezoso, en ondas que se mueven lánguidamente. Otras veces parece tan completamente parado, que casi se diría que se contenta con ver la tierra sin tocarla. Ahora bien, todas estas diversidades del mar no tendrían para nosotros concatenación ni encanto, si no se presentaran sobre el gran fondo de una unidad fija, invariable y grandiosa. Ésta es la belleza de la unidad en la variedad del mar. Debemos, sin embargo, reconocer que la variedad del mar es un elemento de belleza tan poderoso porque no es una variedad cualquiera, sino que ofrece en alto grado los caracteres específicos de la verdadera variedad armónica. Tales caracteres son: Diversidad armónica en el mar Un primer elemento es que esta variedad llega hasta la oposición, es decir, es tan grande que sus puntos extremos llegan a alcanzar aspectos opuestos y como que contradictorios entre sí. Esta variedad, por el propio hecho de que reúne en una sola gama extremos tan pronunciados, tiene una suprema armonía, una indiscutible belleza. No encontraríamos tanta belleza en el mar si él no supiese ser, por ejemplo, tan extremamente manso y tan extremamente furioso, tan extremamente majestuoso y tan extremamente gracioso. Es en la armonización del extremo de la mansedumbre y del extremo de la furia, por ejemplo, que se verifica la perfección de la variedad del mar.
Esta variedad de oposición conlleva una cierta simetría, es decir, es necesario que cuando una cosa tiene un carácter, y lo lleva a un extremo, el lado opuesto llegue a un extremo igualmente acentuado. Si el mar fuese extremamente furioso en ciertos movimientos y apenas un poco calmo en otros, su belleza no sería tan grande. Para que la oposición sea perfecta conviene que el mar sea tan furioso en unas horas y profundamente manso en otras. Es sólo con esta simetría que él es enteramente bello. Pero al mismo tiempo, las variedades armónicas de las gamas intermedias también concurren notablemente para dar belleza al mar. Esas situaciones de transición son tan armónicas que en determinados momentos no podemos decir cómo nos parece que está el mar. ¿Estará bravo? ¿estará manso? ¿estará claro? ¿estará oscuro? No sabemos decirlo, porque el mar va pasando de un extremo a otro con varias fases intermedias tan espléndidamente matizadas y armónicas que el lenguaje humano no es suficiente para describirlas, y el único proceso para hacerlo es el de la comparación. Por ejemplo, quien vio el mar que estuvo furioso y está quedando manso puede decir que él está manso; pero cuando se acuerda del mar verdaderamente manso, y lo considera en ese momento de transición, tiene aún la impresión del mar furioso. Por esta especie de contradicción de aspectos opuestos existentes en el mismo término medio, se tiene bien la idea de toda la riquísima gama de estados intermedios que el mar atraviesa. Pero la relación entre los propios estados intermedios debe presentar una verdadera continuidad. De un extremo a otro el mar no salta, sino que pasa siempre con rapidez mayor o menor por todos los estados intermedios. Esos estados son habitualmente perceptibles en su sucesión, como matices que se substituyen unos a los otros. Pero cuando la sucesión de los matices es muy perfecta, a veces da la impresión de que no cambia. Al cabo de poco tiempo y sin saber cómo, el observador está delante de un cuadro diferente. Es que esos cambios fueron tan delicados y tan imperceptibles, que excedieron a la precisión de nuestros sentidos, o por lo menos a la agudeza de nuestra atención.
Hay además una forma de variedad que no es tan nítida en el mar, pero es muy relevante en el cielo: la diversidad del progreso. En el firmamento hay una variedad de aspectos que van desde la aurora hasta la noche cerrada, de manera tal que en la aurora ofrece un cuadro encantador, primaveral, matutino; después va ganando en colorido, en fuerza, y en majestad hasta llegar a la gloriosa plenitud del mediodía; en seguida se va desvaneciendo lentamente hasta llegar a las tristezas del crepúsculo; y por fin él toma su aspecto nocturno, que se conserva más o menos continuo e inmóvil hasta los primeros fulgores de la aurora. Hay así, a lo largo del día, una armoniosa sucesión de apariencias que van de los primordios al apogeo, y de éste a la decadencia, un ciclo de aspectos variados de progreso y retroceso, que el cielo recorre. Otro principio de variedad, que confiere al cielo una belleza peculiar es el llamado principio monárquico: la ordenación de las múltiples formas y variedades alrededor de un elemento o punto central, en función del cual ellas se armonizan y recíprocamente se explican. Es el papel del Sol en el firmamento. En función de él, en el cielo, todas las variedades no son sino fondos de cuadro que cooperan para realzar de mil modos toda su belleza. Tenemos así los varios principios de la belleza realizados en el mar y en el cielo, es decir, en dos criaturas que están frecuentemente bajo nuestra mirada, y que son espléndidas semejanzas de la belleza increada y espiritual de Dios Nuestro Señor. La Virgen Santísima: ápice de la belleza del universo Sabemos por la doctrina católica que la hermosura de todas esas cosas es imagen de Dios, Espíritu puro e infinitamente perfecto. Así, ya que el hombre fue hecho a imagen y semejanza de Dios, ellas son también imágenes del hombre; y el cielo y el mar, en sus diversos estados, hacen recordar al alma humana en sus diversas disposiciones: el juego complejo de las pasiones humanas, las virtudes del alma humana cuando ésta realmente refleja la santidad de Dios, Nuestro Señor.
Estas reglas de estética son medios para considerar la verdadera belleza de la santidad en el hombre. Y por lo tanto la belleza y santidad de la más alta de todas las meras criaturas, la Santísima Virgen, que con tanta y tan espléndida propiedad ha sido y debe ser comparada tanto al cielo como al mar. Alma de una inmensidad inefable, en la cual todas las formas de virtud y de belleza existen con una perfección supereminente, de la cual ninguno de nosotros puede tener una idea exacta, Nuestra Señora es aquel mar, aquel cielo de virtudes frente al cual el hombre debe quedar sobrecogido y absorto, y que con todas sus fuerzas debe procurar amar e imitar. En la Santísima Virgen se encuentra también la misma unidad en la variedad de los dones de Dios. Esto se nota bien en el hecho de que siendo una, Ella se nos presenta en la admirable variedad de sus invocaciones. Ella es Nuestra Señora de la Paz y Nuestra Señora de los Placeres, pero también es Nuestra Señora de los Dolores; es la Salud de los Enfermos, pero es Nuestra Señora de la Buena Muerte. En ella todos los contrastes se armonizan. Ella es al mismo tiempo Auxilio de los Cristianos, y Refugio de los Pecadores; Ella es glorificada por su incomparable humildad, pero todos los videntes que tuvieron la felicidad de contemplarla en sus apariciones comentan su soberana majestad; Ella se presenta ut castrorum acies ordinata —“como un ejército en orden de batalla”—, y al mismo tiempo es Mater clementiae et misericordiae — “Madre clemente y misericordiosa”. Podríamos hacer un estudio de María Santísima con el auxilio de los mismos principios que usamos al analizar el cielo y el mar. Podemos contemplar en una perfecta armonía contrastes aparentemente irreconciliables, como el de la Madre llamada Virgen de las vírgenes, pero que también podría, muy lícita y válidamente, ser llamada Madre de las madres.
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