Condición para la reforma del Estado Los trechos seleccionados de la obra de Mons. Henri Delassus —El espíritu de familia en el hogar, en la sociedad y en el Estado 1—, publicados en nuestra edición de abril, versaron sobre la importancia de que los Estados sean un reflejo de la institución familiar. Para el presente número hemos escogido otros tópicos del mencionado libro, en los cuales el autor demuestra que para salvar a las naciones corroídas por el materialismo, es necesario que las instituciones —particularmente la familia— sean impregnadas más por la práctica de las virtudes morales y sociales, que por obras concretas.
“No son las victorias de los guerreros, ni los éxitos de los diplomáticos, ni siquiera las concepciones de los hombres de Estado, las que conservan la prosperidad y la grandeza de las naciones: es el poder de sus virtudes morales” (Funck-Brentano, La Civilization et ses Lois). No existe camino de salvación [para las naciones] a no ser el de las virtudes morales y sociales, virtudes que encontramos en el origen de todas las sociedades y que explican su formación y prosperidad, por la concordia y socorro mutuo. También no basta que algunas individualidades, por muy numerosas que sean, practiquen tales virtudes; es necesario que éstas impregnen las instituciones. La primera de estas instituciones, la más fundamental, aquella que es una creación divina, es la familia. La familia, ya lo dijimos, es la célula orgánica del cuerpo social. Es en ella que se encuentra el hábitat de las virtudes morales y sociales; es a partir de ella que las vimos irradiarse y penetrar con vigor todos los organismos sociales y el propio Estado. No existe más la familia de otrora Antiguamente la familia constituía un todo denso y homogéneo que se gobernaba con entera independencia con relación al Estado, bajo la autoridad absoluta de su jefe natural, el padre, y en la vía de las tradiciones y costumbres legadas por sus antepasados... Es que ya no tenemos la antigua idea de familia, idea siempre presente en todos aquellos pueblos que verdaderamente viven y prosperan. La generación actual ya la perdió, dejando de ser, con las generaciones precedentes y las subsecuentes, aquel todo homogéneo y solidario que atravesó los tiempos, manteniendo una unidad llena de vida. En una de las conferencias que pronunció en el Oratorio, Mons. Isoard dijo muy bien: “La vida del individuo es una, pero si la analizamos, descubrimos en ella tres elementos: las diversas fuerzas de tres épocas distintas. Este hombre ya vivió otras existencias. Tiene el sentimiento de ya haber vivido en su abuelo y en su bisabuelo. Encuentra en sí aquello que ellos pensaron. La vida de sus antepasados es el principio de la suya y constituye la primera época. En la segunda, que es la presente, la vida individual es como que el florecimiento de la primera. Yo continúo la obra de mi bisabuelo y acreciento mi pensamiento al suyo; hago aquello que el deseaba hacer y prolongo así, de algún modo, su acción en este mundo. –¡Ah! ¡Viviré mucho tiempo en la tierra, donde ya viví tantos años de infancia en mis antepasados, de adolescencia en mi padre, de madurez en mi propia existencia! Esta tercera época de la vida es la que él ama y que mira sin cesar. Vivirá en el hijo, en el nieto, en el bisnieto. Su bisabuelo lo vislumbraba a lo lejos, entre brumas, mientras trabajaba, economizaba y conservaba las tradiciones. A su vez, él mira hacia el mismo lado, hacia adelante: piensa, desea, construye para el bisnieto, para aquellos que están más allá, tan lejos, en la orla del horizonte. Así, el hombre que vive en un tiempo en que reina el espíritu de tradición es un eslabón intermediario entre varias generaciones. Vive en cada una de ellas. Siente que él ya preparaba su propia vida en aquellas que lo precedieron, y que continuará viviendo aún por mucho tiempo en aquellas que vendrán después de él”.2 Mons. Isoard relató entonces una conversación que había oído, un mes atrás, entre un señor y su trabajador. Este último decía: «El mes pasado se cumplieron 347 años que estamos con usted». Y el señor respondió: «Pero nosotros estábamos aquí antes que ustedes llegaran. No sé bien desde hace cuánto tiempo, pero ciertamente son ya más de 600 años». Y Mons. Isoard observa: “He aquí dos hombres a los cuales aún no les fue comprimido y torturado uno de los más profundos y fuertes sentimientos del hombre, aquel que engendra el espíritu de tradición. Ese espíritu que puede ser contrariado en su expansión, cuyo esfuerzo se puede quebrar por algún tiempo, pero que es indestructible, porque el hombre fue hecho para la vida” (Oeuvres Pastorales, París, 1884). Rousseau rebajó al hombre al nivel animal El Estado que surgió de la Revolución Francesa, que robó a la familia su independencia, hizo también leyes para quitarle la cohesión y estabilidad. Entre los sofismas que Rousseau –el mentor del Estado revolucionario y evangelista de la sociedad moderna– dedujo de la pretendida bondad natural del hombre, se encuentra éste:
“Los hijos sólo permanecen unidos a su padre el tiempo que le necesitan para su conservación. Desde el momento en que cesa esta necesidad, el vínculo natural se disuelve. Los hijos, libres de la obediencia que debían al padre, y el padre, exento de los cuidados que debía a los hijos, recobran ambos su independencia. Si continúan unidos, ya no es por su naturaleza, sino por su voluntad; y la familia misma no se mantiene sino por convención” (Contrato Social, Libro I, cap. II). Estas palabras degradan al hombre al nivel de los animales. Entre éstos, de hecho, el vínculo se disuelve tan pronto la necesidad cesa. La Revolución que quiso imponer en las costumbres, por medio de sus leyes, todas las ideas de Rousseau, no se olvidó de ésta y de ahí dedujo la ley del divorcio... Para terminar de desorganizar la familia, el Código Civil prescribe el reparto igualitario, entre los hijos, de los bienes muebles e inmuebles que el padre dejó al morir. Los efectos de esta norma son desastrosos, tanto para el Estado como para la familia; vienen a sumarse a los del divorcio y del matrimonio civil, y tienen como consecuencia estremecer la institución de la familia, cuya cohesión le permitió atravesar los siglos. Pues bien, la estabilidad de la familia armoniza tanto con el orden deseado por Dios, que la encontramos proclamada repetidamente en la Biblia. El Evangelio nos presenta en dos órdenes la genealogía de la Sagrada Familia de Nazaret: el primero en un orden descendiente de generaciones (Mt. 1, 1-17) y el segundo, en orden inverso (Lc. 3, 23-33). María y José, como por cierto todos los hebreos, eran concientes de pertenecer junto con sus antepasados a una sola familia que remontaba a David, como David remontaba a Judá, uno de los hijos de Jacob, y como Jacob remontaba a Noé, el restaurador de la humanidad. Noé dio origen a tres grandes linajes que, en cada generación, produjeron nuevas ramas y cada una de esas ramas conservaba religiosamente las genealogías, que los relacionaban al tronco común. Notas.- 1. Mons. Henri Delassus, O espírito de família no lar, na sociedade e no Estado, Editora Civilização, Oporto, 2000, pp. 91-97.2. El japonés Naomi Tamura al regresar de un viaje a los Estados Unidos publicó un libro sobre la familia, donde explica que en su país el matrimonio reposa sobre todo en la idea de estirpe: “La vida de un hombre —dice— tiene menos importancia que la de una familia. Durante el régimen feudal, el castigo más terrible era la extinción de una familia existente hace centenas de años. Aún hoy, cualquier japonés instruido cree que la extinción de su estirpe es la mayor calamidad que puede alcanzar a un ser humano”.
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