Obispo y confesor Allegado a san Bernardo de Claraval, Pedro fue monje cisterciense, abad, fundador, arzobispo y consejero de papas y reyes. Defendió a Alejandro III contra el antipapa Víctor IV, obteniendo para el Papa la obediencia de las Plinio María Solimeo
Pedro nació en Viena del Delfinado (Vienne) en Francia alrededor del año 1102. Su padre también se llamaba Pedro y, por su piedad, los anales cistercienses se refieren a él como “el bienaventurado Pedro”. De origen modesto y vida austera, él y su piadosa esposa dieron a sus hijos la mayor riqueza a la que se puede aspirar en la tierra: la verdadera religión católica correctamente observada y vivida. A pesar de la estrechez material en que vivían, los padres de Pedro transformaron su casa en albergue para peregrinos más pobres que ellos, que abundaban en aquella época, así como para religiosos de paso, que pagaban generosamente su hospitalidad con santas instrucciones, oraciones y buenos ejemplos. El futuro santo tenía dos hermanos y una hermana. Más tarde, cuando se convirtió en abad de Bonnevaux, como otro san Bernardo, atrajo al monasterio a su padre, a sus hermanos Lamberto y Andrés y a otros diecisiete varones. Su madre y su hermana también se hicieron religiosas cistercienses en la abadía de San Pablo de Izeaux, de modo que toda la familia se consagró a Dios. Monje y fundador Pedro, el hijo, era un muchacho tan piadoso que rezaba el Salterio mientras vigilaba el rebaño familiar. Su profunda piedad atrajo la atención del abad del monasterio de Bonnevaux, cerca de Poitiers, que frecuentaba su devota casa. El religioso pidió entonces a los padres del niño que le dejaran ir con ellos para que Pedro pudiera completar su formación religiosa en el monasterio. La abadía de Bonnevaux era la séptima hija del Císter, que a su vez había sido fundado en 1117 por san Bernardo. Pedro vivió en ella durante diez años, edificando a todos con su piedad. Al cabo de los años, su superior se persuadió de que, puesto que era muy obediente, también sabría mandar. Así que, en 1132, le encargó fundar una abadía en Tamié, en la diócesis de Tarantasia. Esta abadía estaba situada en las gargantas de los Alpes, entre las montañas que separan Ginebra de Saboya. Al ser el paso principal de Suiza a Italia, era cruzado por viajeros pobres y peregrinos que tenían que atravesar este desfiladero.
Aunque los comienzos de este monasterio fueron muy duros, pues los monjes vivían prácticamente a pan y agua y unas pocas verduras sazonadas con sal, dedicaron todos sus esfuerzos a la atención de los pobres, los peregrinos y los viajeros. Tal era la fama del abad Pedro que Amadeo III, conde de Saboya, acudía a menudo para recibir de él sus instrucciones. Arzobispo de Tarantasia Cuando la arquidiócesis de Tarantasia quedó vacante en 1138, debido a la destitución de su indigno arzobispo por malversación de los bienes de su iglesia, el abad Pedro fue elegido para sustituirle. El santo no quiso aceptar este honor, pero el Capítulo General del Císter, y san Bernardo en particular, le dijeron que era su deber someterse a la voluntad de Dios. San Pedro de Tarantasia fue el primer monje cisterciense elevado al episcopado. El flamante prelado encontró al clero de la catedral poco disciplinado y muy negligente. Los sustituyó entonces por canónigos regulares de San Agustín. También obligó a los sacerdotes que habían usurpado bienes de sus iglesias a restituirlos, y las dotó de lo necesario para el esplendor y la dignidad del culto divino. Fundó un hospital para pobres y enfermos, y erigió y dotó al Petit Saint-Bernard para atender a los que se extraviaban en las montañas.
En la medida de lo posible, san Pedro continuó llevando una vida monástica, observando los momentos de oración y recogimiento, y vistiendo el hábito cisterciense bajo las vestiduras episcopales. Era muy frugal con sus comidas, comiendo apenas pan y hierbas; dormía poco y dedicaba gran parte de la noche a la oración y la penitencia. Siguiendo la tradición de su familia, la casa del obispo estaba siempre abierta a los pobres, con los que compartía las comidas. Muchos milagros le fueron atribuidos mientras atendía a los necesitados. Su administrador decía que el obispo era muy pródigo en limosnas, que daba demasiadas, y cuando ya no le quedaba dinero, siempre encontraba quien le ayudara a practicar la caridad. Así, su casa se convirtió en un asilo donde se acogía a toda clase de indigentes, extranjeros y enfermos. Sin embargo, hay que señalar que el santo arzobispo no se preocupaba únicamente en dispensar la limosna temporal, sino sobre todo la limosna espiritual, tratando siempre de orientar y organizar la vida de los pobres para que pudieran salir de la pobreza o soportarla con espíritu sobrenatural. Como prelado fervoroso, visitaba con frecuencia todas las parroquias de su diócesis. Consejero y árbitro En aquella época, nobles y obispos compartían la propiedad de las tierras y la administración de las poblaciones, puesto que con la caída del Imperio Romano había desaparecido toda judicatura. Por eso cuando surgía un conflicto de intereses, no existía ninguna institución que resolviera las disputas. Entonces se apelaba a las personas más destacadas. Tal era la fama de sabiduría y santidad del obispo de Tarantasia que nobles, prelados e incluso el Papa acudían a él cuando era necesario conciliar algún litigio. San Pedro echaba de menos la tranquilidad del claustro. Por ello, a veces se refugiaba en la Gran Cartuja para entregarse al silencio y la soledad propicios para la meditación, la oración y el estudio, que nunca abandonó. De modo que un día, cuando más sentía la llamada del silencio, decidió intercambiar sus ropas con las de un mendigo, para poder pasar desapercibido ante sus diocesanos y dirigirse anónimamente a un remoto convento de su Orden en las entrañas de Alemania. Como no se sabía de quién se trataba, fue recibido como un simple hermano lego. Al cabo de un año, los monjes descubrieron finalmente su identidad y alertaron a su diócesis. Obligado a regresar, fue recibido con gran entusiasmo y alegría por sus súbditos. Allí tuvo que desempeñar un importantísimo papel: luchar contra el cisma provocado por los partidarios del emperador Federico Barbarroja. Combatiendo el cisma
Cuando el Papa Adriano IV murió en 1159, fue elegido en su lugar el cardenal Rolando Bandinelli, que tomó el nombre de Alejandro III. Sin embargo, un pequeño grupo de cardenales partidarios del emperador, no contentos con esta elección, eligieron a otro candidato, el antipapa Víctor IV, iniciándose así un cisma que duraría veinte años. El arzobispo de Tarantasia fue uno de los pocos súbditos del Imperio que se declaró por el Papa legítimo, llevando consigo a la Orden del Císter en pleno. El lamentable cisma no terminaría hasta 1179 cuando, derrotado en Italia, el emperador Barbarroja reconoció finalmente a Alejandro III como Papa legítimo, rompiendo con el antipapa. Alejandro III convocó entonces al Tercer Concilio de Letrán, que puso fin definitivamente al cisma. Una escena medieval Alejandro III convocó a san Pedro de Tarantasia a Roma en 1170, encargándole que reconciliara a los reyes Enrique II de Inglaterra y Luis VII de Francia. Teniendo que recorrer parte de Francia, el santo arzobispo lo hizo predicando por donde pasaba, acompañando su predicación con numerosos milagros. Al llegar a la ciudad real galo-romana de Corbeil, a 29 kilómetros de París, se encontró con Luis VII, que estaba allí con su yerno, el hijo de Enrique II de Inglaterra y Leonor de Aquitania. Con el mismo nombre que su padre, el príncipe era conocido como Enrique el Joven (1155-1183), y estaba casado con Margarita de Francia. Se produjo entonces una escena solo imaginable en la Edad Media: a la vista del arzobispo, cuya fama de santidad conocía, el joven príncipe saltó del caballo, se inclinó ante el santo y le besó los pies. Luego, casi a la fuerza, agarró el viejo y roto abrigo que cubría sus hombros. Los cortesanos rieron discretamente: “No os reiríais —les dijo el príncipe— si supierais todos los milagros que ha obrado uno de sus cinturones que poseo”. Muerte y glorificación Finalmente, en 1174, san Pedro de Tarantasia acudió por orden del Papa a la abadía cisterciense de Bellevaux, en el entonces Franco Condado de Borgoña, a fin de resolver ciertos asuntos delicados, donde era esperado con impaciencia por los monjes. Fundada en 1120, esta abadía fue suprimida al comienzo de la Revolución Francesa y su iglesia lastimosamente demolida.
A San Pedro le sobrevino entonces una dolorosa indisposición que le obligó a descansar a la vera del camino, cerca de una fuente. Allí entró en agonía. Trasladado a la abadía, allí falleció el 8 de mayo de 1174, tres años después de su consagración episcopal. Debido a su fama de santidad, pronto se inició su proceso de canonización, basado en su vida, escrita en aquella época por el abad de la Abadía Real de Hautecombe, fundada en 1125 por el conde Amadeo III de Saboya y entregada a los monjes cistercienses de la Abadía del Císter. Esta biografía fue incorporada al proceso oficial de canonización del obispo de Tarantasia. Poco después, a principios de 1191, subió al trono pontificio Celestino III (1106-1198), de la poderosa familia de los Orsini, quien canonizó a Pedro de Tarantasia, en uno de los actos iniciales de su pontificado. Este santo fue uno de los primeros canonizados según las nuevas reglas que entraron en vigencia. Anteriormente, los santos eran proclamados por vox populi, es decir, por aclamación popular. Pero para evitar los abusos que a veces se producían en este sistema, la Iglesia estableció un meticuloso proceso para declarar santa a una persona. Los obispos de las respectivas diócesis en las que había vivido el candidato, se encargarían de iniciar el proceso con una investigación sobre la vida del candidato. En la tumba de san Pedro de Tarantasia rezaba esta frase: “Maravilla del mundo”. A respecto de este santo, el Martirologio Romano del día 8 de mayo dice lo siguiente: “En el monasterio de Bellevaux, en la región de Besançon, en 1176, muere san Pedro, obispo. Primer monje de la abadía cisterciense de Bonnevaux, luego fundador y primer abad de Tamié, fue elegido para la sede episcopal de Tarantasia y encabezó su Iglesia con desvelo ardiente, viviendo como monje y procurando restablecer la concordia entre los pueblos”.
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