Tema del mes Aquella tarde de domingo de 1917

Los sucesos inmediatamente posteriores
a la aparición del 13 de mayo en Fátima

El capítulo VI del libro “Nuestra Señora de Fátima”, del conocido escritor católico norteamericano del siglo XX,1 narra cómo la pequeña Jacinta rompió el silencio al que los pastorcitos se habían comprometido luego de la prodigiosa visión en la Cova da Iria, así como los principales hechos que tuvieron lugar
entre la primera y la segunda aparición.

William Thomas Walsh

Cuando Jacinta y Francisco llegaron a casa, la encontraron llena de gente hablando. Toda la familia, excepto el muchacho en el Ejército, estaba en casa aquel domingo, y un tío político, Antonio da Silva, se había presentado para cenar. Como la luz del día principiase a disminuir, las hermanas mayores colocaron un gran caldero de sopa de patatas y col en el fuego del lar, y trajeron hogazas de pan moreno, que sacaron de un armario. En aquel momento el ruido producido por un carro de mula sobre las piedras del exterior dio a conocer la llegada de sus padres, procedentes de [la villa de] Batalha.

Quizá Jacinta solo tuvo intención de dar la bienvenida a su madre al salir corriendo a la calle, donde la encontró mirando al carro, del que tío Marto estaba desatando con alguna dificultad, pero con su habitual habilidad y decisión, un cerdito que forcejeaba por escurrirse. Pero a la vista de la amable y franca sonrisa de Olimpia, la niña se precipitó a sujetarla por las rodillas. Y entonces se destapó. La tentación era demasiado fuerte.

¡Madre, vi hoy a Nuestra Señora en Cova da Iría!

Olimpia se sonrió.

¡Te creo, niña! ¡Sí, eres tan santa, que ves a Nuestra Señora!

Y penetró en la casa.

Pero yo la vi —insistió Jacinta, siguiéndola.

Y muy de prisa lo dijo todo, atropellándose: cómo vio el relámpago, y cómo se asustaron y huyeron, y cómo Francisco preguntó a Lucía si arrojaba una piedra a la bola de luz, y Lucía dijo que no, y a lo que se parecía la Señora y lo que dijo. Y tenían que rezar el rosario todos los días y los dos irían al cielo. ¡Fíjate en ello: al cielo!

Olimpia comprendió que no era una broma; sin embargo, ¿podía tomarlo en serio?

¡Conque viste una Señora! ¡Y ninguna, sino Nuestra Señora, se te pudo aparecer!

Buscó algo de comida para el cerdo, empezando a prepararle así para el papel importante que había de desempeñar en la vida de la familia aquel año.2 Mientras tanto, tío Marto había encerrado el escandaloso animal en un cobertizo del corral y había entrado, bastante cansado y más bien silencioso, en busca de su cena. Un instante después se encontraba sentado junto a la chimenea comiendo su plato caliente de sopa de berza con patatas. Olimpia se sentó a su lado. Entonces, para distraerle, recordó la extraña historia que acababa de decirle su hija menor.

¡Oh, Jacinta! Jacinta, ven a contar a tu padre lo que me has dicho respecto a la Señora en Cova da Iría.

Jacinta no tardó en repetir su historia. Sus ojos negros brillaban, sus mejillas estaban al rojo vivo. Era evidente, fuere lo que fuere lo ocurrido, que la niña estaba muy excitada.

Tío Marto dejó el plato con aire serio y preguntó a Francisco qué tenía que decir a todo esto.

No se sabe a punto cierto lo que el muchacho dijo, pero aparentemente fue lo suficiente para confirmar el relato de su hermana. Tío Marto pasó su mirada de uno a otro, intentando sacar sentido a todo ello. Olimpia seguía rehusando a tomarlo en serio.

Una pequeña santa, en verdad —repitió—, cuando Nuestra Señora se le aparece.

Quizá había algo de modestia en su escepticismo. Ella y su hermano Antonio dos Santos [el padre de Lucía] procedían de una familia más bien tosca, más conocida por su encanto y alegría que por su santidad; aun en la actualidad ella da la impresión de estar un poco asombrada por lo sucedido a sus hijos.

Bueno, si los pequeños vieron a una señora vestida de blanco —dijo lentamente Antonio da Silva—, ¿quién pudo ser sino Nuestra Señora?

La mente de tío Marto discurría con lentitud, pero con precisión. Había ya casi terminado de ponderar y contrastar los dos relatos e interpretar las miradas e inflexiones de sus hijos. Era evidente que no estaban de broma con él. Y en cuanto a mentir, “¡ay, Jesús! —y esto lo repite aún hoy día—, siempre tuve por veraz a Francisco, y a Jacinta aún más”. Finalmente, dio a conocer su decisión:

Desde el principio del mundo, Nuestra Señora se ha aparecido varias veces, de modos diversos —dijo—.

Si el mundo es malo, lo sería mucho más si no fuese por tales sucedidos. Grande es el poder de Dios. No sabemos lo que esto es, pero ello se traducirá en algo.

Se le ocurrió, además, que sin la intervención de la Providencia los niños no podían haber repetido palabras tan grandes e impresionantes, pues solo habían recibido poca o ninguna instrucción aun en catecismo. Así, tío Marto, con su claro sentido común, llegó a ser el primero que creyó la historia de Fátima en aquella tarde de domingo de 1917. Lucía no supo de esto nada hasta la mañana siguiente. Se había ido feliz a la cama sin decir palabra alguna respecto a los acontecimientos de la tarde, y acabó por dormirse pensando en la hermosa Señora hecha de blanco resplandor. Al día siguiente se despertó temprano y marchó a jugar bajo una higuera próxima a la casa hasta que fuese hora de llevar a las ovejas a pastar.

A poco vio a su hermana María de los Ángeles que venía a buscarla,y se encontró sorprendida al oírla decir, burlonamente:

¡Oh, Lucía! He oído que has visto a Nuestra Señora en Cova da Iría.

La niña se la quedó mirando fijamente en silencio.

¿Es verdad? —preguntó María.

¿Quién te lo contó?

Los vecinos dicen que tía Olimpia cuenta que Jacinta se lo ha dicho a ella.

¡Y yo que le pedí que no se lo dijese a nadie!
exclamó Lucía, a punto de llorar.

¿Por qué?

Porque no sé si fue Nuestra Señora. Era una jovencita muy bonita.

Y ¿qué te dijo esta jovencita?

Que quería que fuésemos seis meses seguidos a Cova da Iría, y que después de eso nos diría quién es y lo que quiere.

¿No le preguntaste quién era?

Le pregunté de dónde venía, y dijo: “¡Vengo del cielo!”. Y después se mantuvo callada.3

Manuel Pedro Marto (Tío Marto) y Olimpia de Jesús dos Santos, los padres de Francisco y Jacinta. Olimpia era hermana del padre de Lucía, Antonio dos Santos.

Lo expuesto es lo que esa excelente mujer, María de los Ángeles, recuerda de la conversación después de un cuarto de siglo. No fue poco amable con Lucía. Mas no creyó la historia y aceptó la teoría de su madre de que la niña la había inventado. Creía que solo cumplía con su deber cuando volvió a casa para decir a María Rosa lo que se le había dicho. Lucía fue pronto llamada a explicarse ante sus padres. Su padre se inclinó a desatenderse del asunto con una sonrisa.

¡Cuentos de mujeres! —dijo al salir hacia las verdes campiñas—. Cuentos tontos de mujeres.

Su mujer, sin embargo, tomó muy en serio la cuestión y soltó una fuerte reprimenda a su hija menor.

¡Esto era lo que me faltaba ver a mis años! —se lamentó amargamente—. ¡Pensar que siempre enseñé a mis hijos a decir la verdad, y ahora esta criatura me sale con esta gran mentira!

Fue una Lucía amargada y angustiada la que salió aquel día para sacar a las ovejas del corral. ¡Cuán repentinamente la alegría del mundo se había tornado en tristeza para ella! Al poco tiempo vio a Francisco que bajaba por la calle y parecía muy arrepentido. Tenía lágrimas en los ojos.

No llores más —dijo Lucía—. Y no digas a nadie lo que nos ha dicho la Señora.

Ya lo he contado —replicó Francisco apurado, reprochándose a sí mismo en lugar de a Jacinta.

¿Qué es lo que has contado?

Dije que la Señora prometió llevarnos al cielo. Cuando me preguntaron si esto era verdad, no pude inventar una mentira. ¡Perdóname, Lucía! ¡No le volveré a decir nada a nadie más!

De todos modos, el descubrimiento había aminorado su alegría y se encontraban todos deprimidos mientras pastaban sus ovejas aquel día. Jacinta permaneció sentada largo tiempo en una piedra en actitud pensativa. Finalmente, Lucía le dijo:

¡Jacinta, vete a jugar!

No tengo ganas de jugar hoy.

¿Por qué no quieres jugar?

Porque estoy pensando que aquella Señora nos dijo que rezásemos el rosario e hiciéramos sacrificios por los pecadores. Ahora, cuando recemos el rosario, tenemos que decir completos los Padrenuestros y Avemarías.

Casa donde nacieron Francisco y Jacinta en Aljustrel

¿Y los sacrificios? ¿Cómo los vas a hacer?

Francisco tuvo una idea:

Podemos dar nuestras meriendas a las ovejas y hacer el sacrificio de no tomar ninguna merienda. Desde entonces bebían a menudo del barreiro donde abrevaban las ovejas y cabras y las mujeres lavaban sus ropas. Jacinta, sin embargo, ideó una manera mejor de disponer de sus meriendas. Un día vieron a unos niños pobres procedentes de Moita, a menos de un kilómetro de distancia, que venían a pedir limosna en Aljustrel.

¡Démosles nuestras meriendas por la conversión de los pecadores! —dijo.

Y lo hicieron.

Al mediar la tarde sintieron bastante hambre y buscaron por los alrededores de la charca algo que comer. Francisco probó algunas de las bellotas de una carrasca, que estaban ya lo bastante maduras para ser comestibles, y las encontró apetitosas. Jacinta decidió que si eran tan buenas no sería sacrificio el comerlas. En su lugar, cogió algunas bellotas de clase distinta debajo de un roble y comenzó a mascarlas. Admitió que eran amargas. Pero ofrecería el mal sabor por la conversión de los pecadores.

Desde entonces merendó Jacinta a diario con estas amargas bellotas o con aceitunas verdes y ácidas.

¡No comas eso, Jacinta! —dijo Lucía un día—. Son muy amargas.

Es precisamente por la amargura por lo que las como —respondió sencillamente Jacinta—. Para convertir pecadores.

No pasó mucho tiempo sin que los niños de familias pobres empezasen a aguardarles a lo largo de los caminos para pedirles sus meriendas. Los tres las entregaban gozosos y después comían cuanto lograban encontrar en sus andanzas por la Serra. “Nuestra comida, en esos días, era piñones —recuerda Lucía—, raíces de campanillas (florecillas amarillas que tienen en la raíz una bolita del tamaño de una aceituna), moras, hongos y unas cosas que cogíamos en la raíz de los pinos que no acuerdo ahora cómo se llaman”.4

La más decidida en llevar a cabo los deseos de la Señora respecto a los sacrificios era Jacinta, si hemos de tomar al pie de la letra la modesta narración de Lucía. Un día sofocante de aquel verano fueron a un cierto campo que un vecino había alquilado a María Rosa, y en el camino, según costumbre, dieron sus meriendas a algunos de los niños pobres. Cuando llegaron al sitio, después de un largo paseo con mucho calor, estaban cansados, hambrientos y muertos de sed. No había agua en medianas condiciones para seres humanos; aun Francisco, al parecer, se sentía incapaz de beber de la pequeña charca en donde las ovejas apagaban su sed. ¡No importa!

Los tres ofrecieron sus sufrimientos por los pecadores, como de costumbre. Pero el sol apretaba cada vez más, y a medida que avanzaba la tarde empezó a debilitarse su resolución, hasta que Lucía sugirió que fuesen a una casa no muy alejada y pudiesen beber un poco de agua.

Así lo hicieron, y una buena mujer les dio un pequeño trozo de pan, que Lucía compartió con sus compañeros, y un jarro de agua, que se llevaron al lugar donde pastaban las ovejas. Allí Lucía se lo ofreció primero a Francisco.

No quiero beber —dijo.

¿Por qué?

Quiero sufrir por los pecadores.

Bebe tú, Jacinta.

Quiero ofrecer el sacrificio por los pecadores también.

El resto de este episodio, casualmente contado por Lucía en su madurez, es digno de aquel rey que, sediento por la batalla, cuando le ofrecieron agua, por la que un soldado había arriesgado su vida, la vertió en el suelo como un ofrecimiento al Señor Dios de las Batallas. La niña pastora de Aljustrel estuvo inspirada de un espíritu no menos real que el del pastor que fue antecesor del Mesías y de su Madre, Nuestra Señora de Fátima. Y como David, notemos de paso que no careció de talento en su narración:

“Eché entonces el agua en el hueco de una piedra para que la bebiesen las ovejas y fui a llevar el recipiente a su dueña. El calor se hacía cada vez más intenso. Las cigarras y los grillos juntaban sus cantos al de las ranas en la laguna vecina y producían una gritería insoportable. Jacinta, rendida por la debilidad y la sed, me dijo con aquella sencillez que le era habitual:

—Di a los grillos y a las ranas que se callen, ¡me duele tanto la cabeza!

Entonces le preguntó Francisco:

—¿No quieres sufrir esto por los pecadores?

La pobre niña, apretando la cabeza entre sus manitas, respondió:

—Sí, quiero; déjalas cantar”.5

Lucía dos Santos y sus primos Francisco y Jacinta Marto, los tres pastorcitos de Fátima fotografiados en 1917, tenían 10, 9 y 7 años de edad respectivamente

Si los niños tomaban tan en serio las peticiones de la Señora blanca, María Rosa no era menos constante en su determinación de destruir lo que consideraba una decepción y un borrón para el honor familiar. Molesta por los chismorreos de las vecinas, que el estado de su salud quizá le hacía exagerar, se sintió responsable ante Dios de hacer confesar a su hija que había obligado a aceptar una mentira a los hijos de Marto y engañado Dios sabe a cuántos dignos ciudadanos. Con amenazas y promesas, con regaños y caricias, hizo todo lo posible para quebrantar la serena seguridad con la que Lucía repetía su historia.

Si no dices que es una mentira —le dijo un día—,
te encerraré en un cuarto oscuro donde no volverás a ver nunca más la luz del sol. En otra ocasión, desesperada, llegó a pegarla con el palo de una escoba. Cuando fallaron todas estas medidas, la llevó a la rectoría para ver si el párroco podía incitarla al remordimiento y a la verdad. Todo fue en vano.

Lucía comenzaba a comprender lo que la Señora había dado a entender cuando dijo: “Tendréis que sufrir mucho”. No solo continuó su madre injuriándola de palabra, no solo sus propias hermanas la ridiculizaban en grado sumo, sino que todo el mundo en Aljustrel parecía estar en contra suya. Cuando andaba por la calle llegó a oír este comentario a una mujer: “Si fuese mi hija…”, y este otro: “¡Una buena dosis de aceite de ricino pondría fin a esas visiones!”. Aun los niños pequeños gritaban cuando pasaba: “¡Eh! Lucía, ¿va Nuestra Señora a pasear hoy sobre los tejados?”.

En contraste con esta acusada persecución hubo personas que la consolaban. Un día, dos sacerdotes llegados a la localidad se detuvieron, prodigándole palabras de aliento y diciéndole que rogase por el Santo Padre.

¿Quién es el Santo Padre?

Uno de los sacerdotes se lo aclaró. Y todos los días, desde entonces, los niños añadían tres Avemarías a su rosario por el Papa, sucesor de San Pedro. Consideraban que les daba cierto grado de importancia el hecho de que podían hacer algo, a tanta distancia, para ayudar al Vicario de Cristo. ¡Y pensar que se trataba de la cabeza visible de la Iglesia! ¿Y Francisco? ¡Qué consuelo el que proporcionaba! Parecía no solo aceptar el sufrimiento, sino amarlo como los santos que siguen las huellas del Crucificado.

Nuestra Señora nos dijo que tendríamos que sufrir mucho —decía—. ¡Eso no importa, sufriré todo lo que Ella quiera!

O cuando Lucía estaba a punto de llorar pensando en los malos tratos que recibía en casa y fuera de ella, le decía él: —¡No te importe! ¿No dijo Nuestra Señora que habríamos de sufrir mucho?

Y Lucía recobraba ánimos de nuevo.

Otra característica de los santos que empezó a manifestarse en Francisco después de la aparición de la Señora fue el amor a la soledad. Una mañana de mayo dejó a las dos niñas con las ovejas y trepó a lo alto de una elevada roca.

¡No podréis llegar hasta aquí! —les gritó desde arriba—. ¡Dejadme solo!

Era un día fresco y soleado, y Lucía y Jacinta comenzaron a perseguir mariposas. Cuando se cansaron de este pasatiempo se habían olvidado por completo de Francisco y no se volvieron a acordar de él hasta que sintieron hambre, y juzgaron que se había rebasado con exceso la hora de la merienda. Allí continuaba tendido e inmóvil en lo alto de la roca.

¡Francisco, Francisco! ¿No quieres bajar y tomar tu merienda?

No. Comed vosotras.

¿Y rezar el Rosario?

Más tarde.

Cuando Lucía le llamó de nuevo, dijo él en son de burla:

Subid y rezad aquí.

Las niñas no habían de ser menos. Con muchos rasguños en los dedos y magulladuras en las rodillas consiguieron trepar a lo alto, donde, sin aliento, pero triunfantes, preguntaron:

¿Qué has estado haciendo todo este tiempo?

He estado pensando en Dios, que está tan triste por tantos pecados como se cometen —contestó el niño muy serio—. ¡Si yo pudiese proporcionarle alegría!

Algunos días olvidaban a los pecadores por un poco de tiempo en el goce del vivir con que Dios ha dotado a todos los niños. Una vez cantaron una variación de una de las antiguas canciones de primavera:

Por la noche la lechuza
me asusta con su graznido;
la joven canta a la luna,
mientras deshoja su maíz.
¡Ay! Trai lari, lai lai.
En el campo el ruiseñor
pasa su día cantando;
y la tórtola en el bosque;
y el carro canta chirriando.
¡Ay! Trai lari, lai lai.
La sierra es como un jardín:
todo el día sonriendo
con sus gotas de rocío
en las montañas luciendo.
¡Ay! Trai lari, lai lai.

El camino entre Fátima y Aljustrel en la actualidad

Les sonó tan bien que la repitieron. Entonces Francisco recordó:

No cantaremos eso nunca más —dijo—. Desde que vimos al ángel y a Nuestra Señora no me interesa el canto.

Era ya junio, y a medida que se acercaba la fecha del 13 se les hacía larga la espera para cumplir su promesa a la Virgen de volver a Cova da Iría. María Rosa también deseaba la llegada de ese día, pero por razón distinta. El 13 de junio era la fiesta de san Antonio, el santo más popular del país. ¿Y cómo no, si había nacido en Lisboa y rezado en Coimbra mucho antes de hacer milagros en Padua? Pertenecía a Portugal y ciertamente a los vecinos de Fátima, cuya iglesia llevaba su nombre. El día de su fiesta había siempre misa cantada, un buen sermón y una procesión llena de colorido, aparte de música, fuegos artificiales y otros festejos populares. Y como el santo había prodigado tanto las limosnas, había una generosa distribución del denominado “pan de san Antonio”. Hogazas especiales de pan blanco, mucho mejores que las corrientes de tono oscuro de que disponen la mayoría de los serranos durante el año, eran cocidas para los pobres. Se colocaban los panes en carretas de bueyes y otros vehículos prestados por los campesinos más pudientes y otros cabezas de familia, que se decoraban alegremente para esta ocasión con flores, banderas y colchas de cama a retazos de colores brillantes. Cuando los engalanados vehículos, con sus cargamentos, llegaban a la iglesia, se situaban alineados en un espacio libre contiguo detrás de una empalizada de estacas en la que había dos aberturas. A través de una de estas pasaban los pobres y los niños para recibir su pan; por la otra salían de modo ordenado. Nadie se iba con las manos vacías.

María Rosa sabía cuánto gustaba su hija más pequeña de esas tiernas hogazas blancas, de la alegría de la fiesta, los colores, la música, los fuegos artificiales. ¡Qué suerte que este año coincidiese con el mismo día en que los pequeños planeaban repetir la tontería de ir a Cova da Iría! Conocía a Lucía, y ella y sus hermanas mayores confiaban en que san Antonio la traería a la cordura y a la obediencia. Durante la totalidad del 12 no cesaron de ponderar, en beneficio suyo, las atracciones del día siguiente.

Lucía no hizo ningún comentario. Cuando la acuciaban para que respondiese, replicaba con firmeza:

Mañana voy a Cova da Iría. Eso es lo que quiere la Señora.

Pero los suyos lo ponían en duda.

¡Ya veremos si renuncias a la fiesta para ir a hablar con aquella Señora! —dijo María Rosa con desdén.

Tía Olimpia estaba conforme con su cuñada. Apenas podía creer, por la experiencia pasada, que Jacinta y Francisco renunciarían a la función de la iglesia por una señora imaginaria. Pero no se hacía a la idea de poder llegar a ser contrariada en la cuestión. Su marido se encontraba en una posición más embarazosa si su hijita le rogaba que fuese con ella a Cova da Iría. No deseaba exponerse al ridículo, de una parte, o de disgustar a sus hijos, por otra. Felizmente, recordó que iba a celebrarse una feria al siguiente día en una aldea cercana y que tenía que comprar un par de bueyes. Con esto no asistiría ni a la fiesta ni a la aparición. No había duda que el deber de tío Marto era atender al cuidado de su labor agrícola. Esta solución agradó también a Olimpia, y decidió ir con él. María Rosa no se plegaba tan fácilmente. Hizo todo lo posible para desanimar a Lucía y que no volviese a Cova da Iría. Indudablemente hubiera recurrido a medidas más enérgicas de no haber hablado de la cuestión con el nuevo párroco, el padre Manuel Ferreira. —Déjelos ir si ellos insisten —aconsejó este prudentemente— y entérese de lo que sucede. Después me los trae y los interrogaré. ¡Iremos ahora al fondo de la cuestión! 

 

Notas.-

1. William Thomas Walsh (1891-1949), Nuestra Señora de Fátima, Espasa-Calpe, Madrid, 1953, p. 78-90.
2. Relato de Olimpia al padre De Marchi in Giovanni de Marchi, Era una Señora más brillante que el sol, Edições Missões Consolata, Fátima, 2006, p. 51-52.
3. Relato de María de los Ángeles al padre De Marchi, que reproduce toda la conversación, op. cit., p. 54.
4. Memoria I apud Antonio María Martins SJ, El futuro de España en los documentos de Fátima, Ediciones Fe Católica, Madrid, 1989, p. 15.
5. Memoria I, op. cit., p. 16.

El misterio de las “tumbas” de Kamloops Las dos Matildes y santa Gertrudis
Las dos Matildes y santa Gertrudis
El misterio de las “tumbas” de Kamloops



Tesoros de la Fe N°281 mayo 2025


Nuestra Señora de Fátima
Palabras del Director Nº 281 – Mayo de 2025 Excelencia del Avemaría El misterio de las “tumbas” de Kamloops Aquella tarde de domingo de 1917 Las dos Matildes y santa Gertrudis San Pedro de Tarantasia Esplendor de la concepción jerárquica y cristiana de la vida - II Camino de Emaús Misión de la nobleza y de las élites para enfrentar el caos contemporáneo



 Artículos relacionados
¿Por qué existe el mal? Uno de los problemas que más angustiaron a la humanidad en todos los tiempos, y que solo encuentra una solución satisfactoria con el Cristianismo, es el de la existencia del mal. ¿De dónde procede el mal? ¿Cómo pueden la bondad y la omnipotencia de Dios conciliarse con la existencia del mal? ¿Si Dios podía impedir el mal y no lo quiso impedir, dónde está su bondad? ¿Y si Dios quería impedir el mal y no puede, dónde está su omnipotencia? En ambos casos, ¿dónde está su Providencia?...

Leer artículo

El médico y los dos enfermos Ved, hermanos, cómo, en beneficio de la salud temporal, se suplica al médico; cómo, si alguien enferma hasta perder la esperanza de continuar en vida…...

Leer artículo

Semana Santa en Sevilla La capital de Andalucía, en España, es famosa por sus celebraciones durante la Semana Santa. Miles de penitentes recorren las calles, portando en procesión pesadas andas con estupendas imágenes que recuerdan los diversos momentos de la Pasión de Nuestro Señor. En este artículo, algo del sabor del evento...

Leer artículo

¿Cuál debe ser nuestra actitud frente a los escándalos en la Iglesia? Los medios de prensa vienen noticiando, con frecuencia cada vez mayor, casos escandalosos de abusos sexuales por parte de clérigos, lo que lleva a algunos a dudar de la fe católica y alejarse de la Iglesia, o al menos de la práctica religiosa...

Leer artículo

El matrimonio antes de Cristo El apóstol san Pablo, al tratar del matrimonio en su Carta a los Efesios, emplea esta expresión de profundo significado: “Es este un gran misterio (sacramento)”...

Leer artículo





Promovido por la Asociación Santo Tomás de Aquino

×