Patrono de los sacerdotes que se dedican a las misiones. “Solícito y valiente pregonero de la divina palabra, escogidísimo obrero en la viña del Señor”.1 Plinio María Solimeo En cada época, la Divina Providencia suscita almas ardientes que combaten los desmanes de su tiempo, recordando a los hombres que su destino es la patria celestial y no esta tierra. Uno de ellos fue el gran misionero san Leonardo de Puerto Mauricio, “puesto por la divina Providencia en aquel siglo XVIII racionalista, frívolo y decadente, ‘el más bajo de los siglos’, para predicar a Jesús crucificado y renovar la piedad, atenazada por el jansenismo hipócrita y frío”.2 De una virtuosa familia de marinos Una vez más, en el caso de san Leonardo de Puerto Mauricio, vemos la importancia de la familia en la formación de un santo. Su padre, Domingo Casanova, capitán de cabotaje, tenía una fe sólida y una virtud sincera. Lo mismo puede decirse de su madre adoptiva, que tomó el lugar de su madre, fallecida cuando el niño solo tenía dos años de edad. En su bautismo, el mismo día de su nacimiento, el 20 de diciembre de 1676, el futuro Leonardo recibió el nombre de Pablo Jerónimo. Desde muy pequeño mostró inclinación hacia la virtud. Aprendió muy pronto a rezar el rosario en alabanza a la Santísima Virgen, de la que siempre fue devoto. Muchacho serio y piadoso, después de sus primeras letras marchó a Roma, donde un tío paterno se encargó de su formación intelectual. Estudió en el famoso Colegio Romano e ingresó en la Congregación de los Doce Apóstoles, dirigida por los jesuitas, así como en la de San Felipe Neri. Dichas congregaciones, además de fomentar una vida de piedad, se dedicaban a ciertas obras apostólicas, como explicar el catecismo a los niños y tratar de atraer a la iglesia a los ignorantes y desocupados. El santo contará más tarde que estos ejercicios le ayudaron admirablemente en su preservación moral. En aquella época, la obra Introducción a la vida devota de san Francisco de Sales se convirtió en su libro de cabecera. A la edad de 21 años, Pablo Jerónimo decidió ingresar en el convento de San Buenaventura. Este era conocido como Riformella, porque albergaba una rama de los Frailes Menores reformados por san Pedro de Alcántara. Adoptó entonces el nombre de Leonardo. Fue ordenado sacerdote en 1702 y destinado a la enseñanza de filosofía. San Leonardo tenía un profundo deseo de conquistar almas para Nuestro Señor en la China, pero estaba destinado a desempeñarse como apóstol en la misma Italia. Le sobrevino una dolorosa enfermedad; debilitado por severas penitencias, su organismo se resintió, lo cual le obligó a recuperarse en su ciudad natal. Después de luchar con la enfermedad durante cuatro años, el santo se dirigió a la Santísima Virgen, prometiéndole que si Ella obtenía de su Divino Hijo la curación, él se consagraría por entero a la predicación para ganar almas para el Cielo. La curación fue instantánea y completa. “El gran misionero de su siglo”
San Leonardo se convirtió entonces en un ardiente misionero —san Alfonso de Ligorio, contemporáneo suyo, lo llama el gran misionero de su siglo—, cuyo fervor no desdeñaba ningún auditorio, se tratara del Papa o de cardenales, de profesores y estudiantes universitarios, de soldados o de pobres de cualquier condición. Predicó tanto en grandes ciudades como en simples aldeas, a veces ante un auditorio de casi cien mil personas, como en Génova, o incluso en las áridas regiones de Córcega. Unía una vida activa a la contemplativa y al más estricto cumplimiento de las reglas de su Orden, añadiendo una severa vida de penitencia. “Decía que hay que hacer penitencia para que el cuerpo no esclavice el alma y que es necesario dedicar buenos tiempos al silencio para tener oportunidad de que Dios nos hable y de que logremos escuchar sus mensajes”.3 En unos pocos años se hizo conocido en toda Italia y todos le consideraban santo. El obispo de San Severino, Mons. Pieragostini, por ejemplo, afirma: “El predicador Leonardo es un león (en latín leo) por la fuerza de los argumentos y de las palabras que emplea, pero aun más es un fragante nardo que regocija a toda la Iglesia con el suavísimo olor de sus ejemplos”.4 Y el vicario de una parroquia evangelizada por el santo agrega: “Toda la ciudad venera al padre Leonardo como a un santo, un sabio predicador, un ferviente misionero, y todas las almas quedaron como encadenadas a su ardiente palabra. Nadie pudo resistirlo”.5 ¡Buenos tiempos en los que se apreciaba la santidad! Enérgicamente intransigente contra el pecado San Leonardo comenzaba sus misiones delante de un gran crucifijo, “el compendio de cuanto os vamos a predicar en estos santos días: Jesús crucificado”. “No desdeñaba de hacer un moderado uso de piadosos recursos externos para crear y mantener el clima de misión, como tomar la disciplina interrumpiendo el sermón, la procesión de penitencia con el impresionante cuadro del ‘condenado’, las procesiones del entierro de Jesús y de Nuestra Señora del Bello Amor, el lúgubre toque de la ‘campana del pecador’ a las nueve de la noche. La misión terminaba con la solemne erección del vía crucis, ‘gran batería contra el infierno’, de los que erigió 576”.6 En estas misiones, exponía acerca de los novísimos, hablando de la gravedad del pecado, de los males del escándalo, del vicio de la murmuración de la vida ajena y de los pecados de la sensualidad, que llevan a tantas almas al infierno. Aunque era enérgicamente intransigente contra el pecado, se mostraba siempre tierno y benigno con los pecadores, procurando que el fruto de la misión ofreciera la oportunidad de una buena confesión y el firme propósito de enmienda para todos. Pero ahí no acababa la misión: venía entonces el turno de los clérigos y religiosos, a los que predicaba ejercicios espirituales. Después se retiraba a un lugar apartado para, como solía decir, “predicar la misión a fray Leonardo”; es decir, para recobrar fuerzas mediante el recogimiento, la oración y la penitencia. Con este fin fundó un convento en las montañas cercanas a Florencia, que podría llamarse un “super-retiro”, donde sus misioneros pudieran reponerse espiritualmente después de sus andanzas y predicaciones. Le dio unos estatutos muy austeros, basados en el espíritu de san Pedro de Alcántara y del beato Buenaventura de Barcelona. Sustituyó el baile de máscaras por una procesión San Leonardo estaba muy empeñado en la recitación del Vía Crucis. Por eso esta devoción se hizo tan popular y estimada. Generalmente imponía como penitencia en el confesionario la recitación de este santo ejercicio, que era también el tema favorito de sus sermones. Al final de una misión, instalaba en cada parroquia las catorce estaciones del Via Crucis. Obtuvo de los Papas Benedicto XIII, Clemente XII y Benedicto XIV que las indulgencias del Via Crucis se extendieran a todos estos lugares. Otras devociones que predicó: al Santísimo Sacramento, al Sagrado Corazón de Jesús y al Inmaculado Corazón de María, entonces casi olvidada a causa de la terrible mentalidad jansenista. Incluso organizó una recolección de firmas para pedir al Sumo Pontífice que declarara el dogma de la Inmaculada Concepción. San Leonardo luchó contra la abusiva costumbre de celebrar bailes y otras diversiones profanas en las fiestas religiosas. Con argumentos contundentes, demostró que solo el diablo se beneficiaba de todo ello. En una misión en la que, a pesar de sus advertencias, se organizó un baile, el santo apareció en la sala con un semblante terrible, crucifijo en mano y rodeado de dos cirios. Su presencia provocó el pánico. Detuvo a los bailarines y comenzó a predicar. En ese momento, uno de los brazos del crucificado se desprendió de la cruz. Al ver esto, todos cayeron de rodillas, pidiendo clemencia a Dios. Hicieron voto de no volver a profanar la fiesta de los santos con dichos espectáculos profanos.7 Del mismo modo, puso fin al carnaval en Gaeta, ciudad casi exclusivamente militar, y en Liorna, ciudad costera que parecía una cloaca de vicios. En esta última, el baile de máscaras fue sustituido por una procesión de penitentes.
Las misiones en Córcega fueron de las más difíciles. El santo las describe así: “En cada parroquia encontramos divisiones, odios, riñas, pleitos y peleas. Pero al final de la misión hacen las paces. Como llevan tres años en guerra, en estos años el pueblo no ha recibido instrucción alguna. Los jóvenes son disolutos, alocados y no se acercan a la iglesia, y lo grave es que los papás no se atreven a corregirlos. Pero a pesar de todo, los frutos que estamos consiguiendo son muy abundantes”.8 Castigo para los blasfemadores Otro gran obstáculo que el santo encontraba entre el efervescente pueblo italiano era el vicio de la blasfemia. Se blasfemaba por cualquier cosa. San Leonardo combatió insistentemente este vicio, y un estupendo milagro vino a confirmar sus palabras. Un joven que tenía por costumbre blasfemar se rió en público de sus amenazas. Pero al cruzar la ciudad a caballo, cayó de repente al suelo y murió miserablemente con la lengua fuera de la boca, negra como un carbón. El santo recomendaba que, cuando se oyera blasfemar, se rezara: “Jesús mío, misericordia”. Para inspirar horror a este vicio, recomendaba poner el monograma del Santísimo Nombre de Jesús en las puertas de las casas. San Leonardo amenazaba con la ira divina a quienes profanaban los domingos con el trabajo. Una joven que, a pesar de las amenazas del santo, fue a trabajar al campo, no tardó en sentir que sus entrañas ardían con un fuego invisible. Más tarde la encontraron muerta y ennegrecida como si hubiera caído en una hoguera. El gran duque de Toscana, Cosme III de Médici, y su familia se convirtieron en ardientes admiradores de fray Leonardo. A petición suya, el santo evangelizó todos sus estados con abundantes frutos. Siempre que podía, el propio gobernante acudía a escucharle para aprender el arte de gobernar. Uno de sus secretarios, nombrado por él para acompañar a san Leonardo y proporcionarle lo que necesitara, le escribió para decirle que había podido hacer muy poco, porque fray Leonardo y sus ayudantes comían lo que les daban de limosna y se acostaban directamente en el suelo. “Cuando muera revolucionaré el paraíso…” El santo predicó 339 misiones a lo largo de 44 años, según consta en el diario de su inseparable compañero, fray Diego de Florencia. Muy fructíferas fueron las que predicó en Roma durante el jubileo extraordinario de 1740, y luego en la preparación del Año Santo de 1750, que concluyó con la solemne instalación del Vía Crucis en el Coliseo. San Leonardo de Puerto Mauricio murió a la edad de 74 años, el 26 de noviembre de 1751. Al partir al cielo, quiso continuar su batalla en la tierra: “Cuando muera revolucionaré el paraíso y obligaré a los ángeles, a los apóstoles, a todos los santos, a que hagan una santa violencia a la Santísima Trinidad para que mande hombres apostólicos y llueva un diluvio de gracias eficacísimas que conviertan la tierra en cielo”.9 El beato Pío IX lo canonizó el 29 de junio de 1867.
Notas.- 1. S. S. Pío XI, el 17 de marzo de 1923, al nombrar a san Leonardo de Puerto Mauricio celestial patrono de los sacerdotes que se dedican a las misiones populares in http://www.franciscanos.org/bac/leonardo.html.
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