Lectura Espiritual Dos circunstancias en que debemos hablar familiarmente con Dios

En las penas y en las alegrías de la vida

San Alfonso María de Ligorio

Cuando te veas agobiada, alma devota, por el peso de la enfermedad, de las tentaciones, persecuciones y otros trabajos, acude luego al Señor y pídele que te alargue su poderosa mano.

Bastará que en semejantes casos le manifiestes la cruz que te martiriza, diciéndole: —“Mira, Señor, cómo estoy rodeado de tribulaciones”, que ciertamente no dejará de consolarte o, al menos, te dará la fortaleza necesaria para llevar con paciencia las penas que te aquejan, de lo cual resulta casi siempre mayor bien que si te librase de ellas.

Descúbrele todos los pensamientos que te atormentan y los temores y tristezas que te consumen, diciéndole: —“En ti, Dios mío, tengo puestas todas mis esperanzas, te ofrezco esta tribulación y acato los designios de tu voluntad, pero ten compasión de mí; líbrame, Señor de esta tribulación, o dame la fuerza de soportarla”. Ten por seguro que no faltará a la promesa que nos hizo en su Evangelio de consolar y fortalecer a todas las almas atribuladas que acudan a Él: Venid a mí —nos dice— todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré (Mt 11, 28).

Si de algo podemos estar seguros, es que mientras vivamos en este mundo estaremos rodeados de penas y adversidades. San Alfonso de Ligorio nos enseña cómo debemos dirigirnos a Dios en esos momentos, hablándole familiarmente, como un hijo a su Padre, abriéndole nuestro corazón y rogándole que venga en nuestra auxilio.

Debes saber que el Señor no se ofende cuando en tus angustias y pesares buscas alivio en tus amigos; lo único que te pide es que acudas a Él como a tu principal favorecedor. Cuando veas cuán en vano has acudido a las criaturas en busca de consuelo, acógete entonces, al menos, a tu Creador, y dile: —“Señor, los hombres no tienen más que palabras; mis amigos no saben ni pueden sino hablar —verbosi amici mei—; no pueden consolarme ni tampoco quiero mendigar su consuelo; solo Tú eres toda mi esperanza y mi amor; solo de Ti me ha de venir el consuelo, y lo único que ahora te pido es hacer lo que más te agrade. Dispuesto estoy a sufrir estas penas y trabajos durante toda mi vida y por toda la eternidad, si tal es tu voluntad: lo único que te pido es que me socorras con tu gracia”.

No temas desagradarle si algunas veces te quejas amorosamente de Él y le dices: —“¿Por qué, Señor, te has alejado tanto de mí? Bien sabes, Dios mío, que te amo y que solo deseo tu amor; socórreme con tu favor y no me abandones”.

Si cae la tribulación con todo su peso sobre tus hombros y te rinde y agobia, une tus lamentos a los de Jesucristo afligido y moribundo en la cruz, y pídele compasión y piedad diciendo: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mt 27, 46). Estos casos deben servirte para humillarte en la presencia de Dios, pensando que no merece ningún género de consuelo el que se atrevió a ofender a tan soberana majestad. Para reanimar tu confianza, acuérdate que el Señor lo hace o lo permite todo para nuestro mayor bien, como dice san Pablo: A los que aman a Dios todo les sirve para el bien (Rom 8, 28).

Cuanto más humillado y desconsolado te veas, debes exclamar con mayor fortaleza de ánimo: El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? (Sal 26, 1). Espero en ti, Dios mío, que me has de iluminar y salvar: A ti, Señor, me acojo; no quede yo nunca defraudado (Sal 30, 2). Luego permanece tranquilo, seguro de que jamás se perdió quien puso su confianza en Dios, como dice el Sabio: ¿Quién confió en el Señor y quedó defraudado? (Eclo 2, 10).

Mira que Dios te ama con más entrañable amor de lo que tú mismo te amas; no hay, pues, por qué temer. David se consolaba diciendo: El Señor cuida de mí (Sal 39, 18). Bien lo sé, Dios mío, y por eso me abandono a tu protección; solo quiero pensar en amarte y complacerte; dispuesto estoy a hacer cuanto te agrade. No solo deseas mi bien, sino que lo buscas con paternal solicitud; a Ti, pues, abandono el cuidado de mi eterna salvación; en tus promesas descanso y descansaré siempre, puesto que es tu voluntad que ponga en Ti todas mis esperanzas: En paz me acuesto y enseguida me duermo, porque tú solo, Señor, me haces vivir tranquilo (Sal 4, 9).

Pensad correctamente del Señor y buscadlo con sencillez de corazón (Sab 1, 1). Con estas palabras nos exhorta el Sabio a confiar más en la divina misericordia que a temer la justicia divina; porque Dios está más inclinado por naturaleza a perdonar que a castigar. Ya lo dijo Santiago: La misericordia triunfa sobre el juicio (Stgo 2, 13). Y el apóstol san Pedro nos aconseja que en nuestros negocios, ya sean temporales, ya eternos, debemos confiarlo todo a la voluntad de Dios, que tan a pecho se ha tomado nuestra salvación: Descargad en él todo vuestro agobio, porque él cuida de vosotros (1 Pe 5, 7).

A este propósito el profeta David da al Señor un muy ajustado nombre, cuando dice: Nuestro Dios es un Dios que salva (Sal 67, 21). Es decir, como explica Belarmino, que el oficio propio del Señor no es condenar, sino salvarnos a todos; pues si bien es cierto que nos amenaza con el rigor de sus castigos, también lo es que promete perdonar a los que le temen, como cantó la Madre de Dios cuando dijo: Y cuya misericordia se derrama de generación en generación sobre los que le temen (Lc 1, 50).

Te recuerdo, alma devota, estos textos de la Sagrada Escritura, para que cuando te asalte el temor de si te salvarás o no, de si entrarás o no en el número de los predestinados, esfuerces tu ánimo abatido considerando que Dios ha prometido salvarte si te resuelves a servirlo y amarlo como Él desea.

*  *  *

Cuando recibas alguna agradable noticia, no obres como suelen hacerlo algunas almas poco leales y muy desagradecidas, que acuden a Dios cuando gimen bajo el peso de la tribulación, pero que luego, en el tiempo de la prosperidad, se olvidan de Él y lo abandonan. Guárdate por lo menos aquellas consideraciones que tendrías con un amigo que te ama y se interesa por tu bien; acude presuroso a comunicarle tus alegrías; alábale y dale muy rendidas gracias, reconociendo que todo es dádiva de su próvida mano; alégrate de tu dicha, pues siendo Dios la fuente y el origen de ella, en Él te debes gozar y consolar.

Sin embargo, yo exultaré con el Señor
—puedes decir con el profeta—, me gloriaré en Dios, mi Salvador (Hab 3, 18). Te bendigo y te bendeciré siempre por tantos favores como me has prodigado, sobre todo cuando en vez de gracias merecía castigos por los pecados que cometí contra Ti. Dile también con la Esposa de los Cantares: Las nuevas y las añejas frutas, todas las he guardado para ti, ¡oh amado mío! (Cant 7, 13). Señor, conservo frescos en la memoria y te agradezco todos tus beneficios pasados y presentes, para honrarte y glorificarte por ellos durante toda la eternidad.

Pero si amas de veras a Dios, debes gozarte más de su felicidad que de la tuya propia, así como el amigo que ama al amigo con sincero amor se complace a veces en su bien más que si fuera propio y personal. Consuélate pensando que tu Dios es infinitamente dichoso; dile, pues, con frecuencia:

—“Amadísimo Señor mío, me complazco en tu felicidad más que en todos mis bienes, porque te amo a Ti más que a mí mismo”.

 

* Del trato familiar con Dios, Editorial Apostolado Mariano, Sevilla, 2001, p. 9-12.

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Tesoros de la Fe N°275 noviembre 2024


Fin del pensamiento e igualdad con los animales
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