Felipe Barandiarán Después de ocho siglos de Reconquista, el islam amenazaba seriamente los reinos de España y toda la cristiandad. Selim II, indigno sucesor de Solimán el Magnífico, había meditado sobre los dos modos de actuar: o enviar una gran escuadra y un gran ejército para la conquista de España, con ayuda de los moriscos alzados en armas en Granada y los argelinos, o caer sobre Venecia, apoderándose antes de Chipre, que podría utilizar como base para conquistar Italia. La Liga Santa convocada por el papa Pío V, había sufrido varios desastres por el desacuerdo entre sus jefes. Era preciso, ante todo, un mando único. El pontífice señala al joven príncipe español Don Juan de Austria, aplicándole las palabras del evangelio de san Juan, inscritas en mármol en su tumba de El Escorial: Fuit homo missus a Deo cui nomen erat Joannes (“Hubo un hombre enviado por Dios cuyo nombre era Juan”). El 1 de setiembre de aquel 1571, el puerto de Messina era un confuso bosque de mástiles; la escuadra cristiana estaba finalmente reunida. Mientras se esperaba un viento propicio y el regreso de una escuadrilla exploradora, los 81.000 marineros y soldados confesaron y recibieron la santa comunión en tierra, con los numerosos sacerdotes que trabajaban noche y día en el colegio de los jesuitas ayudando a los capellanes de las galeras. Ligera, libre del peso de cualquier culpa, el 15 de setiembre, la armada se hizo a la mar. Fue un espectáculo inolvidable: el nuncio del Papa, vestido de rojo, erguido sobre el muelle, con su mano alzada bendiciendo cada barco que iba saliendo, con los cruzados arrodillados en los puentes. Y con la bendición, las oraciones de toda la cristiandad, que rosario en mano, desde sus lejanos hogares, imploraban la victoria a la Santísima Virgen. Al amanecer del domingo 7 de octubre la armada cristiana divisó un escuadrón enemigo. Alí Pashá, en el centro de la escuadra mahometana, abrió la batalla con un cañonazo. Una lluvia de flechas envenenadas sobrevoló la escuadra cristiana. Gracias al consejo de Doria, de serrar los espolones, la artillería cristiana despejaba un fuego de cañón raso, terriblemente eficaz. La refriega era brutal. Los puentes estaban rojos y resbaladizos por la sangre, llenos de cadáveres y la lucha era ya cuerpo a cuerpo. Lucas Valdés recoge en su magnífico fresco, de más de cinco metros de largo por casi tres de alto, este momento culminante. En lo alto, pinta a la Virgen del Rosario y el santo Papa Pío V a sus pies. Y ayudando a los cristianos, ángeles con espadas y rosarios. En efecto, prisioneros capturados en la batalla testificaron con convicción incuestionable que habían visto a Jesucristo, a san Pedro, a san Pablo y a una gran multitud de ángeles, espadas en mano, luchando contra ellos y cegándolos con humo. La derrota de la armada turca fue completa. El poder del islam quedó quebrantado por entero. Antes de que los emisarios llegaran a Roma con la feliz noticia, el Papa Pío V despachaba con su tesorero, Donato Cesis, cuando de repente, se separó de su interlocutor, abrió una ventana y quedó suspenso, contemplando el cielo. Se volvió después a su tesorero, y, con aspecto radiante, le dijo: “Id con Dios. No es esta hora de negocios, sino de dar gracias a Jesucristo, pues nuestra escuadra acaba de vencer”. El Santo Padre conmemoró la victoria designando el 7 de octubre como fiesta del Santo Rosario, y añadiendo el de Auxilio de los Cristianos a los títulos de Nuestra Señora, en la letanía de Loreto. * * * La Virgen del Rosario otorgó la victoria, sin duda. Pero abajo, en la cubierta de las galeras, estaban los hombres luchando con denuedo. Sin ellos, los ángeles nada habrían hecho.
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