Hermano lego capuchino, taumaturgo, era frecuentemente consultado por autoridades civiles y eclesiásticas, y considerado un santo en vida. Plinio María Solimeo Dios suscita santos para que se conviertan en ejemplos de las virtudes diametralmente opuestas a los vicios de su tiempo. En el siglo XVI, el capuchino san Serafín de Montegranaro fue un modelo de humildad, contrastando con los vicios de la época, como la ostentación, el orgullo y la sensualidad, que se agravaron con el movimiento renacentista, el cual propició el surgimiento de un neopaganismo. Fue en la ciudad de Montegranaro, entonces en la marca de Ancona, donde nació en 1540 el futuro san Serafín de Montegranaro. Sus padres, desprovistos de los bienes de fortuna, eran ricos en virtud; sobre todo su madre, Teodora Giovannuzzi, era objeto de admiración en la ciudad y modelo para las demás mujeres. Ella infundió en sus hijos su fe y sus virtudes, habiendo el pequeño Félix de Nicola, como se llamaba nuestro santo, correspondido por completo a sus cuidados. Al respecto de él, dice un biógrafo: “No se veía en su exterior nada de pueril. Amaba la oración y, conociendo ya el valor del tiempo, no perdía ni un minuto”.1 Su padre, Jerónimo Rapagnano, un humilde albañil, tan pronto como el niño alcanzó cierta edad, lo empleó como pastor para ayudar a cubrir el ajustado presupuesto de la familia. Nuestro Señor Jesucristo ama a los pastores. Fueron ellos los primeros en ser llamados a la gruta de Belén. En las últimas tres grandes apariciones de la Santísima Virgen— La Salette, Lourdes y Fátima—, sus confidentes fueron pastores. La belleza de los campos, la docilidad de los animales, todo concurre para elevar el pensamiento a Dios. El pequeño Félix grabó en el tronco de un robusto árbol el símbolo de nuestra redención, ante el cual hacía sus oraciones y elevaba su alma a Dios. Cuando regresaba a casa al final del día, después de una parca comida consentía algunas horas al sueño, levantándose muy temprano para continuar su comunicación con el Salvador. Vivir en un bosque para solo pensar en Dios
Sin embargo, su padre falleció. Entonces, el hijo mayor, al convertirse en el sustento de la familia, obligó al niño a ayudarlo en el pesado trabajo de albañil, no teniendo hacia él ninguna complacencia. Félix soportó los excesos del hermano con humilde docilidad. Pero no era posible ni siquiera soñar con la escuela. Cuando trabajaba con su hermano en una obra, Félix, entonces con diecisiete años de edad, escuchó a la hija del dueño de la casa leer en voz alta algunas páginas de Dionisio el cartujo, sobre los novísimos. Pensó entonces en hacerse religioso para dedicarse mejor a la santificación de su alma. Cierto día la madre de esta niña le dijo a Félix: “Te ves triste, jovencito. ¿Qué es lo que te aflige?”. El adolescente respondió: “Lo que me gustaría es irme a vivir en medio de un bosque, donde no tenga que pensar en nada más que en Dios”. La señora prometió entonces recomendarlo a los capuchinos de Tolentino, de quienes era benefactora.2 Ahora bien, en las Marcas (región central de Italia, donde se ubica Tolentino) había empezado la reforma de una rama de los franciscanos que dio origen en 1525 a la Orden de los Hermanos Menores Capuchinos, entonces en todo su esplendor primaveral. “Aislados por las montañas de los grandes caminos de Italia, los habitantes de las Marcas han conservado hasta hoy (inicios del siglo XX) una deliciosa sencillez de carácter y combinan una tendencia mística con una inclinación práctica de la mente. Se puede decir que poseen el ‘alma naturalmente franciscana’, y es fácil comprender la rápida respuesta del pueblo de esta provincia a la enseñanza franciscana, y la tenacidad con la que los frailes de las Marcas se aferraron a la primitiva simplicidad de la orden. (…) Las Marcas fueron, de hecho, desde los primeros días de la orden, un centro de resistencia a la tendencia a la secularización que encontró cabida entre los frailes incluso en los días de san Francisco, de cuya tendencia el famoso (e infausto) hermano Elías es el tipo histórico”.3 La finalidad de la nueva orden era la de retornar a la simplicidad y al desapego del mundo de la primitiva regla franciscana, predicada por san Francisco de Asís, y dedicarse a las misiones. Su fundador, Matteo di Bassi, falleció en 1552, y aunque no haya sido beatificado por la Iglesia, es llamado “beato” por los miembros de la orden. Félix preparó su ingreso al nuevo estado de vida con una peregrinación al Santuario de Loreto, para pedir la bendición y la protección de la Santísima Virgen. Peregrinando por los conventos capuchinos Sucede que los capuchinos de Tolentino no tenían ovejas que cuidar, ni necesitaban a un ayudante de albañil analfabeto y de mala salud. Por eso lo hicieron esperar mucho tiempo. Por fin, gracias a la insistencia de su protectora, fue admitido a los dieciocho años de edad como hermano lego en el noviciado de Jesi (ciudad de las Marcas), iniciando así su vida de capuchino.
Mientras tanto, por mayores que fuesen su diligencia y su buena voluntad en todo lo que hacía, Félix no conseguía contentar a sus superiores y a los demás frailes, que llegaban a criticar incluso su excesiva generosidad hacia los pobres. Así llegó a peregrinar por todos los conventos capuchinos de las Marcas. Poco a poco, aquel postulante, que tan poco prometía, comenzó en fin a conquistar a sus hermanos de hábito por su bondad, espíritu de pobreza, extrema pureza y mortificación. De manera que, un año después, pudo pronunciar sus votos, cambiando entonces su nombre por el de Serafín. Tal fue la alegría que sintió aquel día, que besó los pies de todos sus hermanos de hábito. En el monasterio de Ascoli, fama de santidad
Finalmente, el año 1590, fray Serafín encontró estabilidad en el monasterio de Ascoli Piceno (también en las Marcas), como encargado de pedir limosnas para el convento. Pronto se distinguió por su simplicidad sin afectación, mortificación y obediencia, además de una caridad sin límites hacia los pobres. Notable, sobre todo, era su devoción al Crucifijo y a la Santísima Virgen, cuyo rosario se convirtió en su instrumento preferido para evangelizar. Cierto día, a la hora del recreo, lo obligaron a dirigir la palabra a los hermanos presentes. Lo hizo con tal espíritu sobrenatural, con tales acentos de piedad, que los demás religiosos bendijeron a Dios por haberle dado una fe tan viva y tanto fervor a este humilde hermano lego. Siendo analfabeto, explicaba el Evangelio con tales luces, que se notaba que el Espíritu Santo hablaba por su boca. Y leía las conciencias como en un libro abierto. En breve comenzaron los milagros. El gobernador de Ascoli lo llevó hasta la cabecera del cardenal Bandini, que agonizaba debido a una terrible gangrena. Con una simple señal de la cruz, Serafín curó al purpurado al instante. A pesar de ser analfabeto, sus consejos eran solicitados por altos dignatarios seculares y eclesiásticos, además de enfervorizar a todos con su virtud. El amor de Dios era su vida. Él habría querido dar su sangre para demostrarlo. Por eso solicitó el favor de ir a los países de infieles para sufrir allí el martirio, pero sus superiores no lo permitieron, porque la comunidad quedaría privada de este modelo de virtudes. Una caridad sincera con relación al prójimo acompañaba su amor a Dios. Era de natural afable, benevolente con todos y siempre dispuesto a prestar servicios a quien lo necesitara. Pero sobre todo los pobres eran el principal objeto de su dedicación. Serafín ponía en obra todos los medios a su alcance para aliviarlos, privándose para ello frecuentemente de lo necesario. Cuando había escasez de víveres, restringía su alimentación a lo estrictamente indispensable, para darle a los pobres lo que sobraba.
Como encargado de pedir limosnas, Serafín debía salir casi todos los días del convento. Pues, según la constitución de los capuchinos, no podían tener reservas de alimentos sino depender de las donaciones de cada día. Máximo podían recibir lo suficiente para tres días y raramente para una semana. Lo curioso es que no debían pedir limosnas de carne, huevos o queso, pero podían recibirlos si se les ofrecían espontáneamente.4 Los superiores comenzaron no obstante a enfrentar un problema: la reputación de santidad de san Serafín llegó a tal punto que se vieron obligados a suspenderlo del oficio de pedir limosnas para el convento. Pues una vez en las calles, era rodeado por una multitud que intentaba cortarle pedazos de su manto para guardarlos como reliquia. Y cuando, en 1602, sus superiores pensaron en transferirlo a otro monasterio, toda la ciudad se alborotó, y sus habitantes suplicaron a los capuchinos que no los privara de su presencia. Tal popularidad podría fácilmente subirse a la cabeza de cualquier persona, pero no a la de un san Serafín, cuya humildad era tan profunda que ni siquiera las manifestaciones más efervescentes de los italianos conseguían socavar. Como prescribía la regla capuchina, Serafín usaba como calzado únicamente sandalias. Y en su doble condición de hermano lego y analfabeto, estaba dispensado de recitar con los frailes el oficio divino de la medianoche, lo que se hacía incluso en los tres últimos días de la semana santa. Al oficio canónico, con todo, no debía añadírsele ningún oficio extra, para que los frailes tuvieran más tiempo para la oración privada. Al no saber leer, Serafín acompañaba el oficio de los frailes en espíritu de oración y contemplación. En su vida fue objeto de muchos ataques del demonio, furioso con el bien que el santo practicaba. Pero estaba tan bien fortalecido en la virtud que no sufría el menor daño del espíritu infernal. Advertido sobre el día de su muerte, Serafín se lo comunicó a sus hermanos y les pidió con insistencia los últimos sacramentos, a pesar de no parecer muy enfermo. Finalmente, el 12 de octubre de 1604 entregó su alma a Dios. Tenía 64 años de edad, 36 de los cuales los había pasado en la orden de los capuchinos. Inmediatamente después de su muerte, muchos milagros ocurrieron en su tumba. De manera que, ya en 1610, el Papa Paulo V permitió a los habitantes de Ascoli que le rindieran culto público. No obstante, recién fue canonizado el 16 de julio de 1767 por el Papa Clemente XIII.
Notas.- 1. Les Petits Bollandistes, Saint Séraphin de Montegranaro, in Vies des Saints, Bloud et Barral, Libraires-Éditeurs, París, 1882, t. XII, p. 305-306.
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