En los últimos artículos hemos tratado tanto de los matrimonios fracasados y desdichados que nos hemos olvidado de los matrimonios felices. Y ya va siendo hora de hablar de los esposos felices y de la familia feliz. Mons. Tihamér Tóth ¿Familia feliz? ¿Pero puede haber una familia feliz?, alegan algunos esposos desilusionados. “¿Familia feliz? ¡Ah!, sí; yo también soñé un día, durante la boda, en lo feliz que iba a ser en mi matrimonio. Pero ¿hoy? ¿Qué ha quedado de todo aquello? ¡Cuántas expectativas frustradas!”. Te creo, te creo. No obstante voy a hablarte del matrimonio feliz. Pero antes, te hago la siguiente pregunta, a ti, que te quejas tan amargamente: Dime, hermano, ¿no eres tú de alguna manera responsable de que no se hayan cumplido las ilusionadas expectativas que albergabas en su corazón? ¿No te imaginabas acaso que con casarte ya estaba todo hecho para ser feliz? Y, sin embargo, nadie puede ser feliz así. Tú y todos los demás, al contraer matrimonio, solo admiten la posibilidad de ser felices. Te viste colocado ante un objetivo que debías alcanzar por tu propio esfuerzo. Y ahí está el mal: en que no trabajaste lo suficiente por hacer que tu matrimonio fuese feliz. El mal está en que considerabas que ya eran felices y que no tenían nada más que hacer. El mal está en que no preparaste como debías tu nuevo hogar. —“Esto sí que no lo entiendo”, me contestas. “¿Que no preparé bien mi nuevo hogar? Pero si compré los mejores muebles que había, de la mejor calidad…”. —“Sí, lo supongo. Pero ¿existen en tu hogar las tres cosas que son las únicas imprescindibles para la felicidad de una familia?”. —“¿Tres cosas? ¿Qué cosas?”. De estas tres cosas precisamente voy a hablar. Las tres cosas que no deben faltar en ningún hogar. No se asusten, no necesitan mucho dinero para adquirirlas. Hasta los novios más pobres las pueden comprar, y si las tienen en su casa, les aseguro que serán una familia feliz. En cambio, si faltan en el hogar estas tres cosas, por más dinero que se tenga, la vida matrimonial no podrá ser feliz. ¿Cuáles son estas tres cosas tan necesarias para la felicidad de una familia? La mesa familiar, el crucifijo y la cuna. En el presente artículo trataremos de los dos primeros; dedicaremos un artículo aparte para la tercera cosa: la cuna. La mesa familiar
Cuando pienso en la mesa familiar común, me estoy refiriendo, no apenas al lugar en que se reúne en intimidad toda la familia, sino a la forma en que debe organizarse la vida en común entre los esposos, a aquella comunión espiritual y armonía que debe reinar entre ellos, lo que constituye el fundamento del matrimonio feliz y que se apoya sobre dos columnas: la autoridad y el amor. Porque realmente de la recta compaginación de la autoridad y del amor depende el bienestar de la familia. La familia no es una mera asociación, una sociedad anónima, una federación de individuos, sino un organismo vivo. Y la vida de este organismo tiene una naturaleza propia que no se puede cambiar, pues, de lo contrario, acabaría pereciendo. Una condición natural del matrimonio es, por ejemplo, la indisolubilidad del mismo, como ya lo expusimos ampliamente en los artículos precedentes. No se puede llamar matrimonio el contrato que puede deshacerse. Pero para que la vida conyugal camine sin tropiezos y pueda alcanzar toda la felicidad que el ideal del matrimonio cristiano encierra, es necesario también realizar otra condición básica. Y es esta: el debido orden y la distribución de trabajo entre los miembros de la familia o, en otras palabras, es necesario conceder el debido puesto y radio de actividad a la autoridad y al amor. Por tanto, el primer pie de la mesa familiar es el principio de autoridad. El apóstol san Pablo proclama con toda claridad este principio, cuando da el siguiente mandato en su carta dirigida a los efesios: “Sed sumisos unos a otros en el temor de Cristo: las mujeres, a sus maridos, como al Señor, porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia” (Ef 5, 21-23). Claro está que las mujeres, al oír esta prescripción de san Pablo, dirán: —“Pero el cristianismo, ¿no reconoce la misma dignidad al hombre y a la mujer? ¿No es algo ya trasnochado el querer exigir que la mujer obedezca con entera sumisión a su marido? ¿No abusará el marido de este poder de mando?”. Debo reconocer que algunos esposos, por su comportamiento y falta de criterio, no son dignos de ser cabeza de la familia. También reconozco que el hombre puede abusar de su derecho de gobierno. Pero a pesar de esto, lo que el cristianismo exige a la mujer no es humillante para ella, como se comprende sin dificultad si se entiende en su verdadero sentido la obediencia que la mujer debe prestar a su esposo. Ante todo, el que la mujer tenga que obedecer, no significa que la mujer valga menos que el hombre, que no tenga la misma dignidad y categoría que él. Tampoco significa que la mujer haya de obedecer todos los caprichos y deseos del hombre, aun aquellos que no se pueden cumplir sin humillar la dignidad de la mujer o sin cometer pecado. Ni significa que al esposo le sea lícito tratar a su esposa como si fuera una niña, sin madurez o menor de edad, y hacerla correr de una parte a otra, refunfuñando contra ella, haciéndole mil impertinencias. No, no se trata de esto. ¿Qué significan entonces las palabras de san Pablo, con las cuales exige la obediencia de la mujer? Significa que el orden y la felicidad de la familia no pueden compaginarse con algunas formas de “emancipación de la mujer” propuestas por el feminismo radical, por ejemplo, como la emancipación fisiológica y económica. La emancipación fisiológica significa que la mujer tiene derecho a sacudirse las cargas asociadas a la dignidad de esposa (cuidado del hogar) y de madre (maternidad, capacidad de engendrar); esto lo condena la Iglesia. La emancipación económica significa que la mujer tiene derecho a disponer de su dinero y de hacer negocios independientemente de su esposo y sin que este lo sepa, y aun en contra de su voluntad, y descuidarse así por completo de la familia; esto lo condena la Iglesia. No puede permitirlo, porque si bien el esposo es la cabeza de la familia, la mujer es el corazón de la misma; y no es posible, sin correr peligro de muerte, hacer independiente el corazón de la cabeza, emancipar el uno del otro o separarlos. Donde viven juntos dos seres, es necesario que uno de ellos cargue con el servicio de la autoridad, que dirija y que “mande”. La familia en que falta esta autoridad y en que falta la “obediencia” correspondiente, un día u otro se deshace. En la “obediencia” hay una persona que “cede”. ¿Y quién cede? Según el refrán húngaro: “El más prudente cede”. El prudente en este caso ha de ser la mujer.
Por desgracia, bastantes muchachas piensan que el matrimonio es una especie de paraíso, en el que todo sucederá como ellas se imaginan, lo que no coincide con la realidad. En la vida conyugal, por mucha armonía que reine entre los dos esposos, siempre habrá divergencias, aun entre los esposos más comprensivos, y en estos casos uno de los dos tendrá de ceder. Y este es el papel que generalmente le incumbe a la mujer. En un matrimonio feliz, si nos fijamos bien, descubriremos que la mujer es la más prudente, la que allana las dificultades. Mas para que nadie interprete esta obediencia como esclavitud indigna, san Pablo se cuida bien de decir: “El marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia”. Esto indica que la esposa no obedece propiamente al marido, sino a Cristo. La mujer obedece al marido por Cristo; de ahí que solamente pueda obedecerlo en cosas que son aprobadas y permitidas por Cristo. Si ponderamos estas verdades, se desvanece toda sombra de escrúpulo sobre si esta obediencia es humillante o no para la mujer. ¿Es humillante para la Iglesia el obedecer a Cristo? Y, sin embargo, san Pablo escribe textualmente: “Como la Iglesia se somete a Cristo, así también las mujeres a sus maridos en todo” (Ef 5, 24). Solamente de esta forma se podrá aspirar en la vida conyugal a aquella “santidad” y aquella “honestidad” que san Pablo les exige a los esposos: “Que cada uno de vosotros trate su cuerpo con santidad y respeto, no dominado por la pasión, como hacen los gentiles que no conocen a Dios” (1 Tes 4, 4-5). ¡A cuántas familias modernas tendría san Pablo que tildar de “paganas”! Las relaciones del esposo cristiano con su esposa han de ser de tal manera, que manifiesten la santidad y la honestidad a la que están llamados, es decir, que ambos se deben tratar mutuamente con el respeto, el amor y la delicadeza propias de un matrimonio cristiano. En una familia no puede faltar el amor Todo cuanto llevamos dicho no es más que un pie de la mesa de familia: la autoridad, algo imprescindible para poder llevar una vida matrimonial feliz. Pero para que la mesa esté firme necesita también el amor. Las mujeres que acaso sigan quejándose de la severidad de san Pablo, al exigirles tal obediencia y subordinación, seguramente respirarán tranquilas al leer lo que a continuación escribe a los esposos: “Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia: Él se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla, purificándola con el baño del agua y la palabra” (Ef 5, 25-26). ¡Ah! ¡Esto ya es otra cosa! ¡Así se comprende el pensamiento cristiano! El cristianismo, guardián principal del orden social, condena así la tiranía como la revolución; las condena en la vida política y las condena en la vida familiar.
Base no menos importante que la obediencia y la autoridad para la vida familiar es el amor. La obediencia nos preserva del caos revolucionario, pero el amor nos defiende contra la tiranía. Por tanto, aunque san Pablo pregone que el hombre es la cabeza de la familia, no dice que haya de ser un tirano. El hombre es cabeza de la mujer, así como Cristo lo es de la Iglesia. De modo que el esposo debe tener el mismo amor abnegado e ilimitado por su esposa, dispuesto a derramar su sangre y sacrificar su vida, como lo tuvo Cristo por la Iglesia, al ofrecer su vida por ella. El esposo debe estar pronto a sacrificar su vida por su esposa —cuando sea necesario—, como Cristo sacrificó la suya por la Iglesia. ¡Qué hermoso es el matrimonio cristiano! Este sublime concepto de las relaciones conyugales dista mucho de aquel que suele pregonarse en las novelas y canciones románticas. ¡Qué diferente es el amor evangélico! Aquel otro amor —el amor sentimental o romántico— es el amor de los sentidos, que se agota en palabras dulces, en adulaciones huecas, en desahogos sentimentales y que se esfuman tan rápidamente como los fuegos artificiales. En cambio, este otro amor —el amor evangélico— es profundo, puro, santo, abnegado y perseverante, no se queda en palabrerías, sino que se manifiesta en hechos. ¡Cómo crecería el número de matrimonios felices si no olvidásemos que solamente este amor mutuo y abnegado, garantiza un matrimonio feliz! Muchos hombres —por desgracia— no lo piensan así. Preguntamos a cualquiera antes de casarse: —“Dime, ¿por qué quieres casarte?”. —“¿Por qué? Para ser feliz”. ¿No es esta la respuesta que daría la mayoría de los hombres? Y precisamente este concepto rastrero y superficial del matrimonio es muchas veces la causa de tantas tragedias familiares. Solamente quien acoge el sufrimiento como parte del matrimonio, piensa rectamente del mismo. La alfombra persa de la vida matrimonial feliz no se teje tan solo con los hilos claros de la alegría y del placer, sino también con los colores más oscuros del sufrimiento, de la autoridad, de la disciplina, de la indulgencia y del perdón. No lo dudes, solo alcanzarás la felicidad haciendo feliz a tu esposa, olvidando lo que es agradable para ti y mirando lo que le es grato a ella. Serás feliz si aceptas de antemano que donde viven juntos dos seres humanos, allí, necesariamente, ha de haber discusiones y roces, en los que habrá que verter con abundancia el óleo de la indulgencia y de la condescendencia. ¿Olvidas dónde contrajiste matrimonio? Ante un altar. Y el altar es el lugar del sacrificio, para recordar permanentemente a los dos esposos que sin sacrificio mutuo no podrán ser felices. “Amaos cordialmente unos a otros; que cada cual estime a los otros más que a sí mismo” (Rom 12, 10), les dice san Pablo. Anticiparse con amor delicado, con atenciones llenas de tacto, adivinando los deseos del otro, acaso sacrificando los propios gustos. Si los dos esposos piensan y obran de esta manera, entonces se sustentará firme la mesa familiar y se realizarán las palabras del poeta: “Me alabas, amada mía, porque soy tan bueno… Mas no me lo agradezcas a mí; lo único bueno que hay en mi corazón es el amor que me tienes. ¿Acaso es mérito de la tierra el producir frutos y flores? ¿Podría producir siquiera una brizna de hierba si no la calentasen los rayos del sol?”. El crucifijo familiar Cuanto llevamos expuesto no basta para garantizar la felicidad de la vida matrimonial. Se necesita otro objeto no menos importante: el crucifijo. Desde luego, entiendo que ha de haber un crucifijo de veras, es decir, físicamente. No consigo imaginar un hogar realmente cristiano en que no ocupe un puesto de honor la señal perenne de nuestra Redención; la santa cruz con la imagen de nuestro Salvador. El crucifijo nos trae a la memoria la Pasión y el sacrificio del Redentor, y así nos conforta y nos llena de consuelo en los momentos de dificultad ¡Cuántas enfermedades, cuántas desgracias pueden afligir a la familia, cuántos roces puede haber aun entre los buenos esposos, cuántas privaciones, que solamente se pueden soportar si se vive el mismo espíritu de Jesucristo crucificado! ¡Cuán necesarios son la oración y el auxilio de Dios en la vida matrimonial! Realmente, la discrepancia de pareceres, los roces y discordias que puedan surgir, son inevitables donde viven varios juntos. La olla y la tapa riñen con facilidad. Pero si precisamente en estos momentos se sabe mirar a la cruz, fácilmente se recibirán las fuerzas para salir adelante, siguiendo el consejo de san Pablo: “Llevad los unos las cargas de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo” (Gal 6, 2). Cuando hablo del crucifijo como una cosa muy necesaria en el hogar, me estoy refiriendo sobre todo al espíritu de sacrificio, de entrega y de autocontrol que del mismo brotan. El crucifijo debe estar, no solamente en la pared, sino también en el alma de los esposos. ¡Cuántas veces habrá que vivir el espíritu de la cruz en el matrimonio!
Por ejemplo, habrá épocas en la vida matrimonial, que acaso duren meses o años, en que los esposos tendrán que llevar una vida de continencia, como si no estuviesen casados; así, por ejemplo, cuando uno de los dos esté enfermo o cuando uno de los dos tenga que ausentarse durante largo tiempo por motivos de trabajo. Otras veces habrá que llevar una continencia periódica, con el fin de poder regular la natalidad, cuando por causas graves —pobreza, problemas de salud o de carácter— no se puedan tener más hijos. Si en tales trances falta el autocontrol y la abnegación necesarios, si no se vive el espíritu de la cruz, fácilmente se acabará quebrantando la ley de Dios y con ello se habrá hecho trizas la felicidad matrimonial. ¿Quiénes serán capaces de vivir esta continencia periódica o permanente durante largas temporadas? Solo los esposos que tengan por modelo a Cristo crucificado. En cambio, aquellos a quienes falte esta visión de fe, se sentirán incapaces de ello, y considerarán demasiado rigurosas los estrechos marcos que les impone el cumplimiento de las leyes morales. Y no solamente sucede esto en el ámbito de la actividad sexual, también en los demás ámbitos de la vida se necesitan autodominio y espíritu de abnegación, para poder vencer los difíciles obstáculos que depara la vida, y aceptar muchas veces la vida tal como viene, sin “anhelar más de lo que se tiene”. Habrá muchas ocasiones en la vida en las que tendremos que estar dispuestos a renunciar a muchas cosas o gustos, a contentarnos con poco. ¿Qué esposos serán capaces de ello? Solamente aquellos en quienes esté presente el amor de Cristo crucificado. Los que no aprendieron de Cristo a renunciar a su propia voluntad por cumplir la voluntad del Padre, no podrán superar estos momentos difíciles y, por tanto, no podrán salvaguardar la felicidad conyugal. Devoción a la Santísima Virgen Y no olvidemos que al pie de la cruz está siempre la Madre del Redentor. Junto al culto al crucifijo, la devoción a la Virgen. ¡Qué gran modelo es María para los esposos! ¿Qué les enseña? Ella es modelo de olvido de sí mismo por el amor al prójimo. No hay más que verla después de la Anunciación, cómo se olvida de sí misma, de su propio cansancio, y peregrina a pie, atravesando montes y valles, movida únicamente por el afán de ayudar a su prima Isabel que está embarazada de Juan Bautista. Ella sabe aceptar con espíritu de fe y obediencia la gruta de Belén y las privaciones de la huida a Egipto. Ella saber estar de pie junto a la cruz en que agoniza su divino Hijo. Todas estas son lecciones que se sacan de contemplar el crucifijo, lecciones enormemente necesarias para la vida matrimonial. No se puede aspirar a la santidad si no se tiene como modelo a Jesucristo crucificado. Los esposos deben ayudarse mutuamente sobre todo en esto. Es lo mismo que enseña san Agustín: “Las mujeres estén celosas por sus esposos, mas no en lo que atañe a su cuerpo, sino en lo que se refiere a su salvación eterna”. Ojalá un día puedan decirse los dos esposos, el uno del otro: —“A ti te debo el haber alcanzado la vida eterna”. * * * Reconozco que no es empresa fácil ser feliz en el matrimonio. Como persona imparcial, como sacerdote que debe oír muchas veces las quejas de los fieles, reconozco que realmente no es cosa fácil ser una buena esposa. ¡Recibir al esposo, por muy cansado y malhumorado que llegue, con amabilidad y con una sonrisa! Tratar de complacerlo en todo lo más posible… Por más llorón que sea el niño y por muchas travesuras que haga el mayorcito, ¡cuidarlos y educarlos a todos con suma paciencia y amor! ¡Y para colmo, hacer la comida! ¡Y cuidar de la casa! ¡Y tratar de economizar lo más posible! ¡Y lavar y coser! ¡Realmente, no es cosa fácil ser una buena esposa! Tampoco es cosa fácil ser buen esposo. ¡Tratar de conseguir el dinero suficiente para solventar las necesidades más apremiantes! Ahora se necesita comprarles ropa a los niños, ahora hay que pintar la casa, hay que pagar el colegio de los niños, se necesitaría tal cosa, tal otra… Y por muy ocupado que esté, encontrar tiempo para hacer vida de familia, para estar a solas con la esposa… Y, por muy cansado o agobiado que esté, olvidarse de sí mismo y no quejarse si la comida tarda un poco; no quejarse si su plato favorito no ha salido a las mil maravillas; educar con paciencia a los muchachos, siempre traviesos… Realmente, no es tarea fácil ser buen esposo. Pero si no es fácil ser buen esposo, ni lo es ser buena esposa, ¿qué hay que hacer para serlo? Ante todo, asegurarse la ayuda de un tercero, mucho más poderoso: la ayuda de Dios omnipotente y fuente del amor. ¿Cuál es el secreto del matrimonio feliz? Dos caminos humanos que se encuentran en Dios, dos destinos humanos que se unen por la voluntad de Dios: dos corazones humanos que laten al ritmo de Dios, dos vidas humanas fundidas por la providencia de Dios. Este es el secreto del matrimonio feliz.
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