James Bascom La hospitalidad es tan antigua como la propia humanidad. Desde que el hombre empezó a viajar por la Tierra ha necesitado un lugar donde alojarse. La hostelería se encuentra en todas las culturas del mundo y se le menciona varias veces en la Biblia. Los conventos y monasterios de todos los países cristianos consideraban la hospitalidad como un deber sagrado. Un cierto número de porteros de monasterio fueron incluso canonizados. Inspirada en el ejemplo monástico, la hostelería era un asunto muy personal hasta el siglo XX. Una posada era a menudo poco más que una familia que abría parte de su casa a los forasteros que viajaban. La mujer y las hijas del propietario cocinaban comidas sencillas pero abundantes para sus huéspedes. Sus hijos podían servir la mesa, ocuparse de los establos y realizar otras tareas manuales. Puede que la posada no contara con la última tecnología ni con la vajilla más fina, pero los huéspedes se sentían realmente atendidos y acogidos con calidez y caridad. Retratos y otras encantadoras reminiscencias de la historia familiar decoraban a menudo el interior de una posada. La casa podría haber sido construida por un antepasado venerable, con el estilo y el gusto personal de la familia a la vista. Tal vez un trofeo de caza cuelgue sobre la chimenea. Es probable que los miembros de la familia hayan nacido bajo su techo y casi seguro que morirán bajo él. De ahí el encanto de las posadas tradicionales y familiares. Un ejemplo de ello es Sandhof Inn, en el Tirol austriaco, que fue propiedad de la familia de Andreas Hofer, el famoso líder austriaco que luchó contra Napoleón. La ley eterna y la ley natural: El fundamento de la moral y el derecho A juzgar por su diseño y decoración, el Sandhof refleja realmente la personalidad alpina del pueblo austriaco y de la familia Hofer de la que procede su fama. Todo en él, desde las flores de las ventanas y el jardín hasta el techo de madera y el retrato del propio Andreas Hofer que cuelga de la pared exterior, sugiere un toque humano sin pretensiones que tanto atrae a muchos viajeros modernos. Es un atisbo de una época en la que alojarse en una posada no era, como hoy, una mera transacción comercial entre un “consumidor” y un anónimo conglomerado hotelero multinacional. En cambio, era una oportunidad de participar en una interacción de persona a persona, para que una familia sirviera a un viajero cansado delicias regionales como el queso local, el jamón o la salchicha tradicional de la familia o su vino —todo ello no se encuentra en ningún otro lugar– o incluso una ocasión para hacer un nuevo amigo en el camino. Contraste entre la antigua y la nueva concepción de la hospitalidad ¡Qué diferente es la experiencia hotelera moderna, como la del hotel Burj Al Arab de Dubái! La construcción del hotel Burj Al Arab —que en español significa “Torre de los Árabes”— costó sin duda mucho más que la del Sandhof. Dado que el dinero es el valor supremo de la sociedad moderna (y es especialmente importante en la cultura de Dubái), era fundamental para los constructores que la riqueza material del hotel fuera lo más dominante y llamativa posible.
Como la mayoría de los edificios modernos, su construcción interior y exterior pretende impactar e impresionar a los visitantes con sus excéntricas formas, colores y materiales. Como una pieza de arte moderno, su extravagante diseño expresa un significado esotérico que solo entiende plenamente el propio diseñador, y desde luego no el observador común. Aunque el hotel Burj Al Arab encarna el espíritu del jet set adinerado del siglo XXI, su diseño comparte un materialismo radical con la ideología socialista del siglo XX. Su gran tamaño declara con orgullo la supremacía de la materia sobre el espíritu, como un “Palacio de los Soviets” de la época comunista construido por Stalin en Moscú o Varsovia. Este efecto, unido a la extravagancia casi totalitaria de su forma que desafía la física, no inspira reflexiones profundas como las inmensas arenas del desierto cercano o los pintorescos camellos que descansan junto a un oasis. Más bien, el hotel recuerda a los huéspedes su insignificancia ante el supuestamente todopoderoso dólar (o el “dirham”, en este caso) y les llama la atención sobre su deber de inclinarse ante él, como todo el mundo. Lo más importante es que este hotel desprende un espíritu de hospitalidad muy diferente al del Sandhof. Sus empleados, muy bien pagados, tienen instrucciones de poner sonrisas Colgate y saludar a los huéspedes con un guión de bienvenida. Pero la sonrisa artificial y el saludo memorizado siempre se quedan cortos en comparación con la auténtica conexión personal que se encuentra en una posada tradicional y familiar. Un huésped puede sentirse satisfecho sabiendo que se aloja en uno de los hoteles más ricos del mundo, pero nunca dejará de tener la sensación de que su dinero es la única razón del trato VIP que recibe. * * * En resumen, el hotel Burj Al Arab no ofrece una genuina hospitalidad con sus fríos, impersonales y materialistas encuentros sociales. El hotel es un laurel que hay que tachar de la lista de retos del jet set. Las posadas tradicionales y familiares como el Sandhof, por el contrario, son una oportunidad para establecer una conexión personal con una familia real que tiene una historia real, algo que recién estamos descubriendo que es importante como sociedad.
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