PREGUNTA Hace poco asistí a un lindo bautismo de una niña que debía tener unos tres años de edad. Durante la misa que se celebró a continuación, me pregunté si no era mucho tiempo esperar tres años para bautizar a un niño. Según mis padres, a mí me bautizaron tres días después de nacer, porque esa era la costumbre antigua. Ya que hoy se insiste mucho en vacunar a los niños para librarlos de las enfermedades, ¿por qué no insistir también en bautizarlos cuanto antes para asegurar su salvación eterna? Quisiera escuchar unas palabras suyas sobre esta cuestión. RESPUESTA
Nada podría ilustrar mejor la paganización del mundo moderno que el contraste señalado por el consultante. Un gran número de padres de familia se preocupa por dar a sus hijos todo lo que necesitan para tener una buena salud, educación y éxito en la vida terrenal, pero descuidan aquello que es indispensable para obtener la felicidad eterna, comenzando por el bautismo. Aun en los ambientes católicos hay quienes defienden que la recepción de este sacramento debe retrasarse hasta la edad adulta a fin de respetar la libertad religiosa del niño. La expresidente de Irlanda, la señora Mary McAleese, que está cursando un doctorado en Derecho Canónico en la Universidad Gregoriana de Roma, llegó a declarar al periódico “The Irish Times” en junio de 2018 que el bautismo de niños viola los derechos humanos: “No se puede imponer, realmente, obligaciones a personas que tienen solo dos semanas de vida, y no se les puede decir a los 7 u 8, a los 14, a los 19 años: ‘Esto es lo que usted contrató; esto es a lo que se inscribió’ porque la verdad es que no lo hicieron. … Vivimos en tiempos donde tenemos el derecho a la libertad de conciencia, la libertad de creencias, la libertad de opinión, la libertad de religión y la libertad para cambiar de religión. La Iglesia Católica aún tiene que abrazar por completo ese pensamiento. … Tiene que haber un punto en el que nuestros jóvenes, como adultos que han sido bautizados en la Iglesia y criados en la fe, tengan la oportunidad de decir: ‘lo confirmo’ o ‘repudio esto’”. El deber de los padres de bautizar a sus hijos Ya en 1980, la Congregación para la Doctrina de la Fe se inquietó por el hecho de que pastores de almas, con el pretexto de que muchos jóvenes bautizados abandonaban la fe, dijeran que “sería mejor no conferir el sacramento hasta una edad en que sea posible el compromiso libre” y que “entre tanto, padres y educadores deberían comportarse con reserva y abstenerse de toda presión”. En respuesta a esta inquietud, la Congregación publicó la instrucción Pastoralis Actio sobre el bautismo de los niños, firmada por su entonces prefecto, el cardenal Francisco Seper.
Antes que nada habría que recordar que es un dogma de fe que el bautismo puede ser recibido por toda persona humana, ya que existen dos preceptos que han sido expresados en términos absolutamente generales: 1) La orden de bautizar dada por Nuestro Señor: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28, 19). 2) La necesidad del bautismo para la salvación: “En verdad, en verdad te digo: El que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios” (Jn 3, 5). Por lo tanto, si Jesucristo murió por todos los hombres, y nadie puede salvarse sin el bautismo, aunque sea por deseo, nadie carece de la aptitud natural para recibirlo, ni siquiera los dementes o los niños que aún no tienen uso de razón. Por eso es que el Código de Derecho Canónico establece que “los padres tienen obligación de hacer que los hijos sean bautizados en las primeras semanas” (can. 867 §1º), y “si el niño se encuentra en peligro de muerte, debe ser bautizado sin demora” (can. 867 §2º) “aun contra la voluntad de sus padres” (can. 868 §2º). En este caso, el bautismo puede ser administrado por cualquier persona. Esta debe tener la intención de bautizar y utilizar la fórmula de la Iglesia: “Yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, y verter agua sobre la cabeza del bautizado. Los niños están maduros para el Reino de los Cielos De hecho, la práctica de bautizar a los niños es una norma de tradición inmemorial. Orígenes, y más tarde san Agustín, la consideraron una “tradición recibida de los Apóstoles”. De hecho, es posible extraer de las Escrituras una presunción a favor de la práctica del bautismo de los niños en las primeras comunidades cristianas, ya que en el Nuevo Testamento hay varias referencias al bautismo de familias enteras, como las de Cornelio (Hch 10, 44-48), de Lidia (id. 16, 14), del carcelero de la prisión de Filipos (id. 16, 33), del jefe de la sinagoga Crispo (id. 18, 8), de Estéfanas, en Corinto (1 Cor 1, 16). En aquellos hogares probablemente había niños. El más antiguo ritual conocido, que describe a comienzos del siglo III esta Tradición Apostólica, contiene la siguiente prescripción: “Se bautizará en primer lugar a los niños; todos los que pueden hablar solos, que hablen; por los que no pueden hacerlo, que hablen sus padres, o alguno de su familia”. San Cipriano apoya firmemente la decisión de un concilio de Cartago de que los niños sean bautizados dentro de los tres primeros días luego del nacimiento: los niños, como imágenes de Dios, son capaces de recibir la gracia divina y, a causa del pecado original, tienen necesidad del bautismo; por eso deben ser bautizados inmediatamente y no esperar ocho días, como se prescribía en la Antigua Ley para la circuncisión. La corta edad no es un impedimento, ya que “de lo contrario la gracia misma, que se comunica a los bautizados, sería mayor o menor según la edad de los que reciben el bautismo, cuando en realidad el Espíritu Santo no se da según una medida, sino por igual a todos según la bondad y benevolencia del Padre”, observa san Cipriano. Esta benevolencia de Dios hacia los niños quedó bien demostrada en el episodio en el que Nuestro Señor trajo a los niños hacia Él y declaró que ellos estaban maduros para el reino de los cielos (Mt 19, 14). Condenaciones emanadas de la Iglesia Los Papas y los Concilios han intervenido a menudo para recordar a los cristianos el deber de llevar a sus hijos a bautizar, oponiéndose a las sucesivas herejías que negaban esta obligación. Así, a finales del siglo IV, la Iglesia citó la costumbre de bautizar a los niños como refutación a la doctrina de Pelagio, un hereje que negaba el pecado original y afirmaba que el hombre podía salvarse por sus propias fuerzas. El Concilio de Cartago, celebrado el año 418, condenó “a los que niegan que se deba bautizar a los niños recién salidos del seno materno” y afirmó que “también los más pequeños, que todavía no han podido cometer personalmente ningún pecado, son verdaderamente bautizados para la remisión de los pecados, a fin de que por la regeneración sea purificado en ellos lo que han recibido por la generación”.
Sobre todo, el Concilio de Trento reiteró la obligación de bautizar a los niños, en oposición a los llamados anabaptistas, que enseñaban los mismos errores extendidos hoy en día, esto es, que el niño no entiende y no ratifica las obligaciones que se asumen en su nombre, que no tiene una fe personal y que las Escrituras no dicen nada al respecto. Por ello, predicaban que el bautismo debía recibirse a partir de los 30 años de edad y “rebautizaban” a los que ya habían recibido el sacramento siendo niños. El Concilio declaró heréticas las siguientes proposiciones (sesión VII, Decreto sobre el Bautismo): “Can. XII – Si alguno dijere que nadie se debe bautizar sino de la misma edad que tenía Cristo cuando fue bautizado, o en el mismo artículo de la muerte; sea excomulgado”. “Can. XIII – Si alguno dijere que los párvulos después de recibido el Bautismo, no se deben contar entre los fieles, por cuanto no hacen acto de fe, y que por esta causa se deben rebautizar cuando lleguen a la edad y uso de la razón: o que es más conveniente dejar de bautizarlos que conferirles el Bautismo en sola la fe de la Iglesia, sin que ellos crean con acto suyo propio; sea excomulgado”.
“Can. XIV – Si alguno dijere que se debe preguntar a los mencionados párvulos cuando lleguen al uso de la razón, si quieren dar por bien hecho lo que al bautizarlos prometieron los padrinos en su nombre, y que si respondieren que no, se les debe dejar a su arbitrio, sin precisarlos entre tanto a vivir cristianamente con otra pena mas que separarlos de la participación de la Eucaristía, y demás Sacramentos, hasta que se conviertan; sea excomulgado”. Opción por el bien del niño y no para privarlo de la gracia La alegación de que los niños aún no pueden profesar su fe personalmente ya había sido refutada por san Agustín, quien insistió en que, en realidad, la Iglesia los bautiza en su propia fe: “Los niños —escribe él— son presentados para recibir la gracia espiritual, no tanto por quienes los llevan en sus brazos (aunque también por ellos, si son buenos fieles), cuanto por la sociedad universal de los santos y de los fieles … Es la Madre Iglesia entera la que actúa en sus santos: porque toda ella los engendra a todos y a cada uno”. Santo Tomás de Aquino y después de él todos los teólogos, asumen esta doctrina: el niño que es bautizado no cree por sí mismo, por un acto personal, sino por medio de otros, “por la fe de la Iglesia que se le comunica”. La Instrucción de la Congregación para la Doctrina de la Fe, sin embargo, subraya una limitación: “la Iglesia, aunque consciente de la eficacia de su fe que actúa en el bautismo de los niños y de la validez del sacramento que ella les confiere, reconoce límites a su praxis, ya que, exceptuado el caso de peligro de muerte, ella no acepta dar el sacramento sin el consentimiento de los padres y la garantía seria de que el niño bautizado recibirá la educación católica”. En cuanto al argumento actual de que el bautismo de los niños constituiría un atentado contra su libertad, la misma Instrucción observa que “no existe la pura libertad humana que esté exenta de todo condicionamiento”. Y señala el hecho de que “ya en el plano natural, los padres toman para sus hijos opciones indispensables para su vida y su orientación hacia los verdaderos valores”. Una familia que pretendiera ser neutral con respecto a la formación religiosa del niño, en la práctica acabaría haciendo “una opción negativa, que le privaría de un bien esencial”, pero sobre todo subestimaría que todo hombre, como criatura, “tiene para con Dios unas obligaciones imprescriptibles, que el bautismo ratifica y eleva mediante la adopción filial”. La Instrucción también recuerda que “el pluralismo es invocado con demasiada frecuencia para imponer a los fieles comportamientos que en realidad dificultan el uso de su libertad cristiana”.
La verdadera educación en la fe y en la vida cristiana Por todo lo anterior, la Congregación para la Doctrina de la Fe enseña que, “concretamente, la pastoral del bautismo de los niños deberá inspirarse en dos grandes principios, de los cuales el segundo está subordinado al primero:
1) El bautismo, necesario para la salvación, es el signo y el instrumento del amor preveniente de Dios que nos libra del pecado original y comunica la participación en la vida divina: de suyo, el don de estos bienes a los niños no debería aplazarse. 2) Deben asegurarse unas garantías para que este don pueda desarrollarse mediante una verdadera educación de la fe y de la vida cristiana, de manera que el sacramento alcance su ‘verdad’ total”. Pero “si estas garantías no son serias, podrá llegarse a diferir el sacramento y deberá también rehusarse, si estas son ciertamente nulas”. Esto es lo que ocurre, decimos nosotros, cuando quienes solicitan el bautismo para un niño son “parejas” homosexuales que, obviamente, no ofrecen ninguna garantía de que, una vez bautizado, el niño reciba la educación católica que exige el sacramento. Por último, en los cursos parroquiales de preparación para el matrimonio y en el apostolado con los recién casados, es conveniente insistir en la obligación que tienen los padres de engendrar hijos para la grandeza de la patria terrenal y el poblamiento del cielo, y en el consiguiente deber de bautizarlos inmediatamente después de su nacimiento, así como de despertar y alimentar en ellos la fe, el amor a Dios y la devoción a la Santísima Virgen.
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