Reina de Cerdeña Una admirable y desafortunadamente poco conocida hermana de Luis XVI —el rey mártir, víctima de la Revolución Francesa— que murió el 7 de marzo de 1802, y que está próxima a ser beatificada, supo combinar los esplendores de su ascendencia principesca y la condición de reina con la heroicidad de las virtudes. Julio Loredo de Izcue
Al visitar años atrás una iglesia moderna en Nápoles, me llamó la atención la homilía que pronunció el sacerdote durante la misa. Habló de una reina santa enterrada en dicha ciudad, una figura histórica muy popular entre los napolitanos. Profundamente impresionado por este personaje, objeto de tanta devoción popular, me dirigí a la antigua iglesia de Santa Catalina de Chiaia, adonde los fieles acuden cada vez en mayor número para venerar los restos mortales de María Clotilde de Borbón, reina de Cerdeña (1759-1802), actualmente en proceso de beatificación. “Es evidente que aquí actúa la Providencia”, me explicó el padre Antonino d’Chiara, un joven y dinámico vicario de Santa Catalina. “La devoción a la venerable Clotilde de Borbón estaba prácticamente moribunda. Sin embargo, desde hace algunos años asistimos a una verdadera explosión de entusiasmo hacia la reina perseguida por la Revolución Francesa”. —“¿A qué atribuye usted esta explosión?”, le pregunté con curiosidad. —“Estamos en una hora histórica muy especial —responde el sacerdote—; están desapareciendo una serie de prejuicios contra la nobleza. Ahora se empieza a comprender que puede haber, y de hecho ha habido, mucha santidad entre los nobles, incluso de linaje real. Yo mismo estoy entendiendo cada vez más las correlaciones entre nobleza y santidad. No es que la venerable María Clotilde haya sido santa a pesar de ser reina. Ella fue santa y reina. Su condición de reina fue vivida con profunda fe y espíritu de sacrificio. Ahora esperamos verla elevada a la honra de los altares”. María Clotilde Adelaida de Borbón nació el 23 de setiembre de 1759, en medio de los esplendores del Palacio de Versalles. Nieta del rey Luis XV, hija del delfín Luis de Francia, hermana del futuro rey Luis XVI, María Clotilde estaba destinada a tener un porvenir a la altura de su condición de princesa real. En la corte francesa, la princesita era como un rayo de luz. Escribiendo a su madre, la emperatriz María Teresa, la futura reina María Antonieta le decía: “Clotilde es la dulzura personificada, compuesta, sensible y siempre con una sonrisa de bondad a flor de labios”. Desde muy temprano dio muestras de una elevada piedad. A los tres años de edad leía el catecismo todos los días. Poco después, al ver que una tía —la princesa Luisa, hija de Luis XV— abandonaba la vida de la corte para vestir el hábito carmelita, manifestó el deseo de imitarla. Razones de Estado, sin embargo, le reservaban otro destino. En 1775, a la edad de 16 años, se unió en matrimonio a Carlos Manuel de Saboya, príncipe del Piamonte, heredero del trono de Cerdeña, y se trasladó a Turín, capital de su nuevo reino. La Providencia fue benévola con ella, ya que su real consorte era también un ferviente católico. María Clotilde pronto cautivó los corazones de sus nuevos súbditos, que se sintieron edificados al ver tanta piedad en la joven princesa venida de Francia. Las memorias de la época son unánimes en destacar su refinamiento y grandeza, así como su extraordinaria humildad y su espíritu de mortificación. Cuando la familia real salía a la calle para ir a la iglesia o a algún acto protocolario, el pueblo se agolpaba a su alrededor gritando: “¡Veamos pasar a nuestra santa!”. El propio príncipe del Piamonte pedía frecuentemente a las personas que se encomendaran a su esposa, ya que “ella está iluminada y mantenida por el Cielo”. “Tanta espiritualidad en una princesa y en una reina no debe sorprendernos”, escribe un biógrafo de la bienaventurada, el padre Giovanni Parisi. “La alta aristocracia y la nobleza en general conservaban —incluso en la indispensable pompa de la vida cortesana— todavía intactos los principios de moralidad, de rectitud, de devoción a la Iglesia. Así lo demuestra ampliamente la extensa lista de santos y beatos entre las casas reales de Europa. La Casa de Saboya no estaba, en este aspecto, en último lugar”.1 Con tan solo 24 años de edad, habiendo perdido toda esperanza de dar un heredero al trono de Saboya, de acuerdo con su consorte la venerable hizo voto de castidad y decidió vivir con su marido en la más perfecta continencia. Los dos perseveraron en ese estado hasta su muerte. Fortaleza ante el tifón revolucionario El via crucis de la princesa comenzó en 1789. Ese año estalló la Revolución Francesa, que enseguida comenzó a perseguir a su familia y a trabajar por la ruina de la monarquía establecida en una nación apodada la “Hija Primogénita de la Iglesia”, en nombre de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad. Profundamente adherida a los principios monárquicos y aristocráticos del Antiguo Régimen, María Clotilde sintió en su propia piel, aunque a la distancia, las devastaciones revolucionarias.
En agosto de 1789, la Asamblea Nacional revolucionaria aprobó la abolición de los derechos feudales. En 1791 le tocó el turno al trono. Bajo la presión de Robespierre, las cárceles comenzaron a llenarse de inocentes cuyo único “delito” era ser aristócrata o ser acusado de manifestar simpatías por la aristocracia. Comenzaba el Terror, cuyos ecos sacudieron seriamente la salud de la venerable. A finales de enero de 1793, una terrible noticia: su hermano, el rey Luis XVI, había sido guillotinado. Con admirable resignación, María Clotilde se retiró a su habitación para llorar a solas. Era el fin de una era. Meses después, llegó la fatídica información de que su cuñada, la reina María Antonieta, también había sido víctima del odio satánico de la Revolución. María Clotilde apenas se había recuperado de estos golpes cuando le comunicaron que su hermana Madame Élisabeth, a la que había cuidado como una madre tras la prematura muerte de sus padres, había sido condenada por el Tribunal revolucionario de París y guillotinada por el simple “crimen” de ser una princesa de sangre real. El propio príncipe del Piamonte le dio la noticia. Bajando la cabeza, se limitó a suspirar: “¡El sacrificio está hecho!”, y cayó desmayada al suelo. En 1796, la muerte del rey Víctor Amadeo III elevó a la piadosa pareja al trono del Piamonte. De carácter belicoso, el citado monarca murió en medio del dolor de ver cómo se desmoronaba su reino a causa de la Revolución Francesa y la consiguiente política napoleónica de extender su metástasis revolucionaria por toda Europa, derribando antiguos tronos y dinastías. El nuevo rey, Carlos Manuel IV, pronto se convirtió en objetivo de muchas conspiraciones, sobreviviendo milagrosamente a varios atentados. A ello se sumaba la constante presión externa de las tropas revolucionarias francesas. Abdicación y exilio en Nápoles El día 8 de diciembre de 1798, cediendo a una doble amenaza interna y externa, Carlos Manuel IV se vio forzado a abdicar del trono bajo la presión directa de Francia. Después de haber puesto el Santo Sudario —que formaba parte de la herencia de la Casa de Saboya— en un lugar seguro, la familia real tuvo que huir al sur de la península, en medio de los rigores del invierno. En Florencia, por una triste coincidencia, los soberanos sardos se encontraron con el Papa Pío VI, él mismo fugitivo de las tropas revolucionarias que habían invadido Roma y proclamado una espuria República Romana. Cayendo a los pies del Pontífice, el rey exclamó: “¡Ah, Santo Padre! Benditas sean nuestras desgracias que nos han conducido a los pies del Vicario de Cristo!”. Después de un sinfín de desventuras, que sacudieron fuertemente la salud de la reina, la pareja se instaló en Nápoles, capital del Reino de las Dos Sicilias, donde fueron recibidos oficialmente por el rey Fernando, que por entonces había triunfado sobre las fuerzas revolucionarias que le habían obligado a refugiarse temporalmente en Sicilia. En Nápoles, María Clotilde tenía especial predilección por la iglesia de Santa Catalina de Chiaia, perteneciente a la Tercera Orden Regular de San Francisco, y ella misma se hizo terciaria franciscana. El pueblo napolitano, piadoso y entusiasta, la veneraba ya en vida como santa. A los que iban a visitarla, Carlos Manuel les decía: “Vengan, les mostraré a mi ángel”.
Muerte y glorificación Sin embargo, la hora del supremo sacrificio había llegado. Debilitada por las mortificaciones, golpeada en lo más hondo por las malas noticias que llegaban de todas partes sobre el avance de las ideas revolucionarias, la reina María Clotilde de Borbón murió el 7 de marzo de 1802, a la edad de cuarenta y dos años. Inmediatamente, una voz recorrió por las estrechas calles de la ciudad: “¡Ha muerto una santa! ¡Dichosa ella, que se ha ido al Paraíso!”. Enterrada en la iglesia de Santa Catalina de Chiaia, María Clotilde fue pronto objeto de la devoción popular. El Papa Pío VII la declaró “venerable” ya en 1808. Su proceso de beatificación se desarrolló sin problemas y con rapidez hasta 1844, cuando se abandonó bruscamente por razones políticas, relacionadas con el papel que la Casa de Saboya desempeñó en la unificación de Italia. Pero el tiempo fue arrojando su inexorable polvareda sobre los acontecimientos. La causa fue retomada en 1972 y llevada a buen puerto diez años después por el infatigable padre Gabriele Andreozzi, entonces postulador general de las causas de la tercera orden franciscana. En ese año la Santa Sede promulgó el decreto sobre la heroicidad de las virtudes de la venerable María Clotilde de Borbón, abriendo así el camino a su beatificación. Aprecio actual por la nobleza Confirmando el clima de renovada veneración por la nobleza que se percibe en todas partes, el flujo de fieles a la iglesia de Santa Catalina no ha hecho sino aumentar. Un Comité de Honor, del que forman parte, entre otros, distinguidos miembros de la nobleza napolitana, se ha encargado de difundir el culto a la ilustre reina. En efecto, son muchos los que, en esta bella ciudad situada en las laderas del Vesubio, desearían ver elevada a la honra de los altares a la hermana de Luis XVI, el rey mártir de la Revolución Francesa. A ellos se suman, en todo el mundo, las miles de almas para las que la venerable María Clotilde de Borbón-Saboya representa una excelsa síntesis de la aristocracia proveniente de su alta cuna y de la virtud cristiana, fruto de una piedad que alcanzó las cumbres de la santidad.
Notas.- 1. P. Giovanni Parisi TOR, La Venerabile Maria Clotilde, Regina di Sardegna, Tip. Samperi, Messina, 1992, p. 5.
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