Página Mariana Un secreto... es un secreto

Circunstancias que rodearon la tercera aparición
en la Cova da Iría, en julio de 1917

Continuando con la narración del libro “Nuestra Señora de Fátima”,1 reproducimos ahora el capítulo VIII que describe la aparición del 13 de julio en que la Santísima Virgen revela a los pastorcitos el Mensaje de Fátima, el cual permaneció en secreto durante muchos años. El propio autor de este texto no conoció el Tercer Secreto, que fue revelado recién el año 2000.

William Thomas Walsh

La mañana del 14 de junio, temprano, partieron madre e hija para Fátima, María Rosa delante todo el camino hasta llegar a la casa de los Marto. Allí se detuvo la madre para aliviar su pena con tía Olimpia, y mientras tanto Lucía, llorando amargamente, cambió unas pocas palabras con Jacinta.

¡No te aflijas! —dijo la pequeña—. Llamaré a Francisco, y cuando te vayas rezaremos por ti.

Lucía secó sus lágrimas y siguió a su madre a la colina donde está la iglesia de san Antonio. Ni una sola vez miró hacia atrás María Rosa ni pronunció palabra alguna. Tan silenciosa y con su vestido y pañuelo negro y chal oscuro, daba la impresión de un verdugo. Sus pies descalzos se posaban con seguridad en las piedras del camino, lleno de curvas. Hasta sus hombros caídos y figura regordeta sugerían una resolución de hierro aquella mañana.

Antes de ir a la casa rectoral, María Rosa entró en la iglesia para oír misa. Esta tregua sirvió de algún alivio a su hija. Durante la elevación de la Hostia y del cáliz, ofreció la pobre niña todos sus sufrimientos a Aquel que había sufrido tanto por los hombres. “Tendrás mucho que sufrir”. ¡Qué bien lo sabía la Señora! Terminada la misa, Lucía siguió a su madre, fuera de la iglesia y a través del campo reseco, a la casa del párroco.

Solo cuando había subido la mitad de la escalinata, de unos quince o más escalones, que conduce a la rectoría del párroco, se dignó María Rosa dar alguna señal de que no ignoraba la presencia de su desdichada hija. Volviéndose bruscamente, le dijo por encima del hombro:

“No me irrites más. Ahora di al señor párroco que mentiste para que él pueda decir el domingo en la iglesia que fue mentira y así acabar. ¡Pues sí que tiene gracia! ¡Toda la gente corriendo a Cova da Iría a rezar delante de una encina!”.2

El padre Ferreira les recibió con cortesía, y les rogó que se sentasen en un banco y esperasen unos momentos. Después de un rato invitó a Lucía a entrar en su gabinete, donde procedió a hacerle muchas, muchas preguntas. “Casi estoy tentada de decir preguntas enojosas
—añadió cuando escribió el hecho veinte años después—, pero siempre con amabilidad y delicadeza”. Había ya examinado el padre a Jacinta y Francisco. Iba mentalmente comparando todas las respuestas. Y al final parecía convencido de que los niños habían dicho la verdad respecto a lo que habían visto y oído. Sin embargo, su conclusión fue aún más alarmante, en cierto modo, que si se hubiesen confesado a él de haber mentido.

No me parece que se trate de una revelación del cielo —aventuró con aire meditabundo—. Puede ser un engaño del diablo, tú sabes. Ya veremos, ya veremos.

Se levantó en señal de despedida.

Daremos nuestra opinión más tarde —añadió a María Rosa.

¡El diablo! Era esa una posibilidad que nunca se le había ocurrido ni a Lucía ni a su madre. Las lecturas de María Rosa no le habían llevado a profundizar mucho en la teología mística. Es improbable que hubiese leído las páginas difíciles en que santa Teresa de Ávila da cuenta de sus sufrimientos por culpa de personas amigas que sospechaban que sus visiones y éxtasis habían sido sugeridos por el enemigo de Dios y del hombre. Ni había necesidad de criticar a dichos censores, pues la Iglesia ha aprendido en el transcurso de siglos que los espíritus malignos pueden falsear las apariencias de santidad, y que todas esas manifestaciones deben ser contrastadas antes de ser aceptadas como procedentes de Dios. Hubo una vez una notable impostora en España que engañó a muchas santas personas con su pretensión de poseer los estigmas de Cristo y de alimentarse solo con la Sagrada Hostia.

La iglesia parroquial de Fátima en la actualidad

Lucía marchó agotada a casa, avergonzada y llena de temor. Su angustia resultó incrementada por la manifiesta aversión de su madre, que desde entonces no perdió oportunidad para zaherirla con palabras y mortificarla a veces con golpes y puntapiés. La niña se sintió cual persona extraña dentro de su casa, y salió a hurtadillas en busca de la quietud del antiguo pozo donde se le había aparecido el ángel y donde había derramado tantas lágrimas y rezado tantas oraciones en otros tiempos de aflicción. Y encontró allí a Francisco y Jacinta aún rezando.

Jacinta corrió a abrazarla y a preguntarle cómo lo había pasado con el señor párroco. Escucharon ellos con ojos muy abiertos e indignación creciente a medida que ella repetía muchas de las preguntas del párroco y sus observaciones finales.

“No es el demonio —exclamó Jacinta—. El demonio dicen que es muy feo y que está debajo de la tierra, en el infierno. ¡Y aquella Señora es tan bonita! Y nosotros la vimos subir al cielo”.3

Francisco era de la misma opinión, y movía la cabeza en señal de aprobación cuando continuó su hermana alentando a Lucía con las siguientes palabras:

“¿Ves? No debemos tener miedo de nada. Aquella Señora nos ayuda siempre, ¡nos quiere tanto!”.4

Esto era innegable. Sin embargo, Lucía permaneció toda aquella noche despierta, pensando en las palabras del párroco, y preguntándose, como muchos otros se han preguntado, si habría sido ella, sin saberlo, instrumento del enemigo de Dios para aportar el desprecio y el ridículo sobre todas las cosas sagradas. Noche tras noche sufrió como solo los niños pueden sufrir cuando no hay persona mayor que sepa comprender sus grandes perplejidades y penas. Cada día, ante las seguridades alentadoras de sus primitos, los temores y dudas de las horas solitarias se iban desvaneciendo bajo la influencia de la luz solar y la fragancia de la menta y del romero, a medida que seguían, descuidados, a las ovejas por la Serra. La cosa variaba cuando la oscuridad la envolvía, y el mismo temor la invadía en la cama o perturbaba sus sueños. Cuando se aproximaba la fecha de la cita de julio con la Señora blanca, estaba Lucía tan cansada y débil de esta constante acometida de enemigos invisibles, que decidió, al fin, que el párroco debía estar en lo cierto, y en la tarde del 12 de julio comunicó a sus dos primitos que no pensaba ir a Cova da Iría al día siguiente. Después de la primera explosión de desaliento se desarrolló una larga y seria discusión.

¿Cómo puedes tú pensar que era el diablo?
—preguntó Francisco—. ¿No viste a Nuestra Señora y a Nuestro Señor en aquella gran luz? Y, ¿cómo podemos ir sin ti, si tú eres la única que tiene que hablar?

No voy —dijo Lucía.

Bueno, pues yo voy.

Francisco era muy decidido.

Y yo también —añadió Jacinta— porque la Señora nos lo dijo.

Más tarde el niño encontró a Lucía en la era e hizo un esfuerzo final para persuadirla.

“Mira, tú mañana tienes que ir.

“No voy, ya te dije que no vuelvo más.

“¡Qué pena! ¿Por qué piensas así ahora? ¿No ves que no puede ser el demonio? Dios ya está tan triste con tantos pecados que ahora, si tú no vas, todavía va a quedarlo más. Anda, ven.

“¡Ya te he dicho que no voy!”.5

Lucía se mantenía en esta determinación. María Rosa, que tenía su información propia para saber lo que sucedía, debió de sentirse aliviada aquella noche. Y a la mañana siguiente apenas pudo disimular su satisfacción cuando observó que su hija menor no tenía aún intención de llevar las ovejas a Cova da Iría.

Solo cuando se acercaba la hora de soltarlas experimentó Lucía un repentino deseo de ver a Jacinta y Francisco. Corriendo a la casa de Marto, encontró a ambos arrodillados junto al lecho, llorando amargamente.

¿No vais? —preguntó.

No nos atrevemos a ir sin ti —respondieron entre sollozos.

Bien; he cambiado de modo de pensar, y voy.

Se levantaron los otros muy contentos. Francisco dijo que había estado rezando por ella toda la noche.

Los tres pastorcitos fotografiados el 13 julio de 1917 después de la visión del infierno

¡Vamos!

Y marcharon por las sendas en zigzag que tan bien conocían, a través de los cuatro kilómetros de terreno polvoriento entre Aljustrel y la Cova. Era el mes de la Preciosa Sangre de Nuestro Señor, y julio en aquella parte de Portugal suelo ser terriblemente cálido. A medida que se aproximaba el mediodía, un silencio bochornoso se cernía sobre los campos de donde habían sido ya cortados los tallos que eran hacinados en gavillas alrededor de los troncos de los olivos. Hombres y niños sudorosos, que habían estado sacando las primeras papas, redondas y de pequeño tamaño, del terreno rojizo con grandes horquillas, comenzaban a desfilar ya para dormir la siesta. Árboles cargados de ciruelas maduras se curvaban visiblemente; coles a lo largo del camino aparecían inclinadas y secas. Sonidos momentáneos, como el canto de la chicharra, el golpe de los mayales en alguna granja del valle por debajo del Cabeço, o el chirrido de un carro en el camino, adquirían una extraña sonoridad que sobrecogía. Los bueyes y ovejas daban la sensación de estar demasiado agobiados para introducir sus hocicos en el agua fangosa del Langoa. Unas cuantas mujeres vestidas de negro y uno o dos hombres de edad pasaban silenciosos por los campos o descendían por la carretera protegidos del sol por grandes sombrillas negras. El cielo era una gigantesca bóveda de azul deslumbrante, y el aire seco, sin la humedad de la lluvia desde hacía muchas semanas, se respiraba con dificultad.

En este 13 de julio de 1917 algo extraordinario se desarrollaba en todas las aldeas y campos de la Serra. Aun antes de llegar los niños a la vista de la Cova da Iría debieron percatarse de ello, pues por las montañas y sus contornos la gente se había ido enterando, por ese misterioso conducto que propaga las noticias tan de prisa y con tanto detalle en el campo, de lo que había ocurrido el día de la festividad de san Antonio. Un número asombroso de personas había decidido estar presente en la siguiente aparición. María Carreira había venido de nuevo de Moita, trayendo consigo a su hijo tullido, a su incrédulo marido y a todas sus hijas. Entre los creyentes más fervorosos había un residente en Moita, un tal José Alves, que había dicho en su propia cara al párroco de Fátima que su teoría respecto a la intervención diabólica era completamente ilógica, pues ¿quién había oído jamás que el demonio incitase al pueblo a rezar?

Cuando llegó el tío Marto (pues este había decidido dedicar el día a ver lo que hacían sus hijos), la multitud era tan densa, que empleó un buen rato en abrirse paso con los codos hasta el sitio donde Jacinta estaba con Francisco y Lucía. Las multitudes portuguesas son ordenadas y se comportan bien, por regla general, pero la actual le molestaba un poco.

“¡El contagio de la curiosidad!” —reflexionó filosóficamente. Aún se sonríe al recordar a algunas de las personas bien vestidas y adornadas que habían llegado, “Dios sabe de dónde”: damas con faldas largas y sombreros de “cuadro” de ala ancha; caballeros con trajes elegantes, cuellos muy altos y sombreros hongos. Tío Marto los encontró ridículos. “¡Ay, Jesús! Había caballeros que iban para reírse y burlarse de los campesinos, que no sabían leer los manuscritos. Pero era él quien se reía de ellos. ¡Pobres infelices! Carecían de fe en absoluto. ¿Cómo podían creer, pues, en Nuestra Señora?”. La mayoría, sin embargo, estaba constituida por serranos, las mujeres, generalmente descalzas, con chales negros sobre sus cabezas; los hombres, en traje dominguero y grandes botas claveteadas. Y entre ellos tío Marto encontró a su mujer y a María Rosa.

Sucedió que Olimpia había escuchado la última conversación patética de los tres niños en la alcoba de su casa, y tan pronto como se marcharon, ya consolados por la decisión de Lucía, corrió a la casa de su hermano para contar a María Rosa lo ocurrido. ¡Vaya por Dios! ¡Una vez más parecía hundirse el mundo para la madre de Lucía! ¡Pensar, después de todo lo sucedido, que la tonta chavala había salido para no faltar a una cita con el diablo! Provistas de algunos cirios benditos y de caja de fósforos, partieron las dos mujeres para Cova da Iría, evidentemente con alguna idea de exorcizar al espíritu maligno si se aparecía allá de nuevo. Llegaron demasiado tarde para ponerse a la altura de los niños, si esa había sido su intención; sin embargo, allí estaban, empuñando sus cirios y dispuestas a encenderlos si fuese necesario. Y con ellas hasta dos mil o tres mil personas, devotas o curiosas, esperando ver lo que pudiese suceder.

El Juicio Final (detalle del infierno), Fra Angelico, 1432-1435 – Témpera sobre madera, Museo de San Marcos, Florencia

Los niños, en el centro de la muchedumbre, estaban recitando el rosario y miraban expectantes hacia el Este. No prestaban atención a una mujer tosca que les zahería como impostores. Jacinta y Francisco no vieron ni a su padre cuando este se situó al lado de ellos, dispuesto a ayudarles si fuese necesario. Tío Marto miraba a Lucía. La cara de esta tenía palidez de muerta. Le oyó decir a su sobrina:

¡Quitaos los sombreros! ¡Quitaos los sombreros, pues veo ya a Nuestra Señora!

Él vio algo parecido a una nubecilla que descendía sobre la encina, y repentinamente, cuando la luz solar se amortiguó, una brisa fresca sopló sobre la Serra caldeada. Entonces oyó algo que en sus oídos sonó, según él dice, como “un tábano dentro de una regadera vacía”; pero ni él, ni María Carreira, ni ninguna de las personas restantes, excepto los niños, pudieron distinguir palabra alguna.

En aquel momento todos los estímulos del mundo sensorial —la multitud, el sol, la brisa, todas las trivialidades del espacio y tiempo— habían desaparecido para los tres niños místicos, como si alguna fuerza sobrenatural descendiese sobre ellos, percibiendo aquel resplandor blanco donde una vez más, con alegría
inefable, vieron a la Señora deslizarse sobre la copa del pequeño árbol.

¿Qué quiere Vuestra merced de mí? —preguntó Lucía como en ocasión anterior.

Quiero que vengas aquí el día trece del próximo mes y continúes rezando el rosario todos los días, en honor de Nuestra Señora del Rosario, para lograr la paz del mundo y la terminación de la guerra, pues Ella sola será capaz de ayudar.

Lucía dijo:

¡Le ruego nos diga quién es y que haga un milagro para que todo el mundo crea que se nos ha aparecido!

Continúa viniendo aquí cada mes —respondió la Señora—. En octubre te diré quién soy y lo que deseo y realizaré un milagro para que todos lleguen a creer.

Se acordó entonces Lucía de algunas peticiones de varias personas que le habían rogado las hiciese presentes a Ella. “No recuerdo exactamente cuáles eran”, escribió en 1941. Pero se cree que una de ellas se refería a la curación del hijo tullido de María Carreira; y se dice que la Señora respondió que no le curaría, pero le daría medios de vida si decía el rosario a diario. Lo que Lucía recuerda ahora es la insistencia de Ella en la práctica diaria del rosario para ganar indulgencias durante el año.

Sacrificaos por los pecadores —repitió—, y decid muchas veces, especialmente cuando hagáis algún sacrificio: “¡Oh, Jesús, es por tu amor, por la conversión de los pecadores y en reparación de los pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María!”.

Sacrilegios y quemas de iglesias se vuelven habituales

Al ser pronunciadas por la Señora las últimas palabras, abrió sus adorables manos y esparció a partir de ellas aquel resplandor revelador y penetrante que había enfervorizado los corazones de los niños en las anteriores ocasiones. Pero esta vez parecía penetrar dentro de la tierra, descubriendo por debajo —y estas son palabras de Lucía escritas en 1941— “un mar de fuego. Sumergidos en este fuego estaban los demonios y las almas como si fuesen brasas transparentes y negras o bronceadas con forma humana. Llevadas por las llamas que de ellas mismos salían, juntamente con horribles nubes de humo, flotaban en aquel fuego y luego caían para todos los lados igual que las chispas en los grandes incendios sin peso y sin equilibrio, entre gritos de dolor y desesperación que horrorizaban y hacían estremecer de espanto.

“Los demonios se distinguían por formas horribles y repugnantes de animales espantosos y desconocidos, pero transparentes igual que carbones encendidos”.6

Los niños estaban tan asustados, que temieron morir si no se les hubiese dicho que todos irían al cielo. Después de contemplar horrorizados el tremendo espectáculo, que ni la propia santa Teresa ha descrito más pavorosamente, elevaron sus ojos, como en súplica desesperada, a la Señora, que les miraba desde arriba con ternura melancólica.

“Visteis el infierno donde van las almas de los pobres pecadores —dijo a continuación—. Para salvarlos Dios quiere establecer en el mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón. Si hacen lo que yo os diga se salvarán muchas almas y tendrán paz. La guerra va a acabar. Pero si no dejan de ofender a Dios, en el reinado de Pío XI comenzará otra peor.

“Cuando veáis una noche alumbrada por una luz desconocida, sabed que es la gran señal que Dios os da de que va a castigar al mundo por sus crímenes por medio de la guerra, el hambre y las persecuciones a la Iglesia y al Santo Padre.

“Para impedirlo vendré a pedir la consagración de Rusia a mi Inmaculado Corazón y la comunión reparadora de los primeros sábados. Si atendieran a mis deseos, Rusia se convertirá y habrá paz; si no, ella esparcirá sus errores por el mundo promoviendo guerras y persecuciones contra la Iglesia. Los buenos serán martirizados, el Santo Padre tendrá mucho que sufrir, varias naciones serán aniquiladas.

“Por fin mi Corazón Inmaculado triunfará. El Santo Padre me consagrará Rusia que se convertirá y será concedido al mundo algún tiempo de paz.

“En Portugal se conservará siempre los dogmas de la fe, etc. …, esto no se lo digáis a nadie. A Francisco sí, podéis decirselo.

“Cuando recéis el rosario decid después de cada misterio: ‘Jesús mío, perdónanos, líbranos del fuego del infierno, lleva al cielo a todas las almas y especialmente a las que más lo necesiten”.7

La Señora dijo entonces a los niños un secreto final, que nunca ha sido revelado y que Lucía no descubrirá hasta que la Reina del Cielo le ordene que así lo haga. No se lo ha dicho nunca ni a sus propios confesores.

En los prolongados momentos de silencio que siguieron, la multitud pareció percatarse de la solemnidad apocalíptica y del interés de aquella comunicación sobrenatural, de la que quizá dependía el destino de Rusia y de toda la Humanidad. Los niños, la muchedumbre, el viento, todos permanecieron en silencio absoluto, finalmente, Lucía, tan pálida como un cadáver, se aventuró a preguntar en su voz aguda de poco volumen:

¿Vuestra merced quiere algo más de mi?

No, hoy no quiero nada más de ti.

Con una última mirada afectuosa, pero subyugante, la Señora se desvaneció, como de costumbre, en dirección al Este —así termina Lucía el apasionante relato de la tercera aparición—, “y desapareció en la inmensa distancia del firmamento”.

“Rusia esparcirá sus errores por el mundo promoviendo guerras y persecuciones contra la Iglesia”

Cuando los niños apartaron sus miradas del Oriente y se miraron uno a otro, la gente comenzó a arremolinarse a su alrededor, medio asfixiándoles y pisoteándoles en su afán de hacerles toda clase de preguntas.

¿A quién se parecía?

¿Qué fue lo que dijo?

¿Por qué parecías tan triste?

¿Es la Virgen bendita?

¿Volverá de nuevo?

Es un secreto —dijo Lucía—. Es un secreto.

¿Bueno o malo?

Bueno para algunos, malo para otros.

¿Y tú no nos lo quieres decir?

No, señor. Es un secreto, y la Señora nos dijo que no lo contáramos.

Tío Marto cogió a su hija Jacinta y se abrió camino hasta el límite de la multitud con la niña cogida a su cuello. Les siguieron unos rezagados, importunándoles con preguntas. Y Lucía y Francisco continuaron respondiendo:

Es un secreto. Es un secreto.

Alguien se ofreció a llevarles a casa en automóvil. Tío Marto accedió, y los niños viajaron por primera vez en uno de los extraños monstruos sin caballos que en ocasiones habían visto corriendo a lo largo del camino de Ourem a Leiría. No tenían humor para gozar de una nueva experiencia, pero estaban agradecidos por el transporte, pues los tres se hallaban agotados.

Notas.-

1. William Thomas Walsh (1891-1949), Nuestra Señora de Fátima, Espasa-Calpe, Madrid, 1953, p. 101-112.
2. Giovanni de Marchi, Era una Señora más brillante que el sol, Edições Missões Consolata, Fátima, 2006, Memoria II, p. 50.
3. Memoria II, op. cit., p. 51.
4. Memoria I, idem, p. 18.
5. Memoria IV, idem, p. 106.
6. Memoria IV, idem, p. 135-136.
7. Memoria IV, idem, p. 136.

 

Oración a Nuestra Señora de Fátima

(con licencia eclesiástica)

Oh!, Reina de Fátima, en esta hora de tantos peligros para nuestro País y todas las naciones de América Latina, apartad de ellas el flagelo del comunismo ateo.

No permitáis que consiga instaurarse, en tantos países nacidos y formados bajo el influjo sagrado de la Civilización Cristiana, el régimen comunista que niega todos los Mandamientos de la Ley de Dios.

Para esto, ¡oh, Señora!, mantened vivo e incrementad el rechazo que el comunismo ha encontrado en todas las clases sociales de América Latina.

Ayudadnos a tener siempre presente que:

a) El Decálogo nos manda “amar a Dios sobre todas las cosas”, “no tomar su Santo Nombre en vano” y “guardar los domingos y fiestas de precepto”. Y el comunismo ateo hace todo para extinguir la Fe, llevar a los hombres a la blasfemia y crear obstáculos a la normal y pacífica celebración del culto;

b) el Decálogo manda “honrar padre y madre”, “no pecar contra la castidad” y “no desear la mujer del prójimo”. Ahora bien, el comunismo desea romper los vínculos entre padres e hijos, entregando la educación de estos en manos del Estado. El comunismo niega el valor de la virginidad y enseña que el matrimonio puede ser disuelto por cualquier motivo, por la mera voluntad de uno de los cónyuges;

c) el Decálogo manda “no hurtar” y “no codiciar los bienes ajenos”. Y el comunismo niega la propiedad privada y su tan importante función social;

d) el Decálogo manda “no matar”. Y el comunismo emplea la guerra de conquista como medio de su expansión ideológica y promueve revoluciones y crímenes en todo el mundo;

e) el Decálogo manda “no levantar falso testimonio”, y el comunismo usa sistemáticamente la mentira como arma de propaganda.

Haced que, cerrando resueltamente las puertas a la penetración comunista, nuestra Patria y todas las naciones hermanas de América Latina puedan contribuir para que se acerque el día de la gloriosa victoria que predijisteis en Fátima con estas palabras tan llenas de esperanza y dulzura:

“Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará”.

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Tesoros de la Fe N°283 julio 2025


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