Plinio Corrêa de Oliveira ¿Es lícito financiar candidatos? En principio, ¿se puede censurar que un hombre rico, un empresario, gaste una suma importante para fomentar la elección de determinado político, defensor de ideas semejantes a las suyas? Demostraría ser muy mezquino un hombre que, pudiendo facilitar, mediante contribuciones financieras, el acceso a un importante cargo público de un candidato que presente un programa capaz de salvar a su país, no lo hiciera. En tesis, el hecho de que una persona adinerada haga una donación para la elección de otra que no tiene riquezas, no es, en sí, un acto deshonesto. Puede incluso ser considerado un acto de virtud.
“Doy para que des” Ahora bien, la figura cambia cuando se observa que no es por afinidad ideológica que determinado empresario o banquero apoya a un candidato, por ejemplo, a la Presidencia de la República. Si financia a tal político porque han acordado que se le concederá ventajas en la realización de sus negocios, recibiendo en compensación por el dinero donado un contrato comercial ventajoso, el acuerdo se vuelve espurio. Y esto implica, muchas veces, que no será contratada la empresa más eficiente para la realización de una obra pública, sino al empresario que le facilitó al candidato obtener el cargo público. Un acuerdo de ese tipo transforma un acto de idealismo en una negociación, y así comienza a aparecer el lado oculto y espurio del pacto.
Además, el empresario puede presupuestar al Estado un precio mucho mayor de lo que cobraría un competidor que no ayudó en la elección del candidato. Este acto adquiere, pues, un carácter incuestionablemente deshonesto, porque el empresario cobraría un precio desproporcionado por el servicio prestado. Estas consideraciones son variantes de un mismo pensamiento central, que se podría describir en torno a la máxima del Derecho Romano: do ut des, facio ut facias (te doy para que me des, hago para que me hagas). ¿Problema intrínseco de la democracia? ¿Del capitalismo? Consideradas las cosas en tesis, este tipo de corrupción no descalifica la democracia en sí, ni el sistema económico capitalista. Es una desvirtuación que puede fácilmente darse en cualquier forma de gobierno vigente, sea democracia, sea monarquía. Y ocurrir tanto en el sistema económico capitalista cuanto en el comunista. Recordemos que en el comunismo los miembros del partido —especialmente la cúpula, como la nomenklatura en la antigua Unión Soviética— constituyen una casta, que obtiene todas las ventajas. Esto, que ya era sabido, se hizo patente después de la caída del Muro de Berlín. Problema moral y religioso
El eje de la problemática no se encuentra primordialmente, pues, en la forma de gobierno ni en el sistema económico. Reside en el grado de moralidad pública y, en particular, en el comportamiento de los hombres públicos. Cuando hay personas que toman en serio la existencia de Dios y cumplen de hecho su Ley, tales cosas no suceden. Pero donde la población cree en la existencia de Dios sin seriedad, o cumple su Ley de modo no serio, cierto número de personas roba, beneficiándose de bienes que no son suyos. Estamos ante una temática que, a pesar de contener reflejos económicos y políticos, es fundamentalmente moral y, a ese respecto, involucra también un problema religioso. Cuando no hay religión ni moral, donde hay aniquilamiento del valor religioso, de la fe, las cosas necesariamente caminan hacia la pulverización completa de todo el orden económico, político y social. ¿Y la represión al robo? Es claro que se debe reprimir de modo categórico toda clase de ilegalidad y de inmoralidad. Sin embargo, nunca se llegará a la eliminación del robo simplemente castigando a los ladrones. Porque en un país en que la mayoría aplastante de la población no cumple los Diez Mandamientos de la Ley de Dios, el número de ladrones tiende a crecer indefinidamente. Si se apresa a cinco de ellos, se engaña quien crea que el número de delincuentes disminuyó en cinco. Se abrieron, en realidad, cinco plazas libres, y para cubrirlas surgen cincuenta candidatos, es decir, cincuenta nuevos ladrones. Y aumentan los robos. Oficialización del robo, camino al caos
Si hasta los honestos muchas veces se ven forzados a sobornar [cuando el reconocimiento de sus derechos depende de funcionarios públicos de venalidad insinuante], ¿qué se dirá de los deshonestos? El que soborna es tenido como persona hábil, y quien no lo hace pasa por tonto. El astuto gana dinero. El soborno se esparce como una mancha de aceite en el tejido, penetrando en toda su trama. Cuando el número de sobornadores y ladrones se vuelve tan grande que es prácticamente imposible reprimir el crimen sin poner a la nación entera en la cárcel, se adopta la fórmula italiana: se suprime del Derecho Penal el soborno, que pasa a ser castigado solo con multa civil. Y la persona permanece libre para hacer lo que quiera. Es la oficialización del robo. Siendo así, un vulgar ladrón de gallinas sorprendido saltando el muro de madrugada con dos o tres gallinas en la mano podrá ser castigado con prisión y perder su reputación. Sin embargo, un político que entra en un negociado electoral, no queda desacreditado públicamente y no es condenado a prisión. Solo deberá pagar una multa. Y como ya ha recibido algún dinero, todo se arregla. Todos ganan dinero, todos roban y el robo se convierte en una costumbre oficial.
Cuando se oficializa de esa manera el robo, la propiedad privada ya no es respetada. No sólo se multiplica la obtención de ventajas en contratos públicos, sino que, además, todos los negocios tienden a basarse en trampas. En tal situación, el trabajo pierde prestigio e influencia, quedando como medio de ganar dinero apenas la práctica deshonesta. El robo se convierte en el rey de la sociedad. Y el sistema económico, comunista o capitalista, se hunde en la práctica del soborno. El país se convierte en una “robolandia”, donde una minoría de ladrones se enriquece en el poder. Resultado: pérdida de la moralidad pública, de la compostura política y camino hacia el caos. Necesidad de élites restauradas Lo que falta en la sociedad actual son élites. Élites morales, ante todo. Pero élites, por excelencia, de familias en las cuales algo se conserva por el recuerdo de sus mayores, célebres por su honestidad, y que sirven de modelo. La democracia, en la práctica, arruinó el prestigio de las verdaderas élites. Con el fin de favorecer a las clases más modestas de la sociedad contemporánea, se le ha dado a esta una estructura gradualmente más igualitaria. De ahí resultó el aplastamiento progresivo de las auténticas élites y la desaparición paulatina de las estructuras y de los valores a los que la sociedad debía hasta entonces la génesis de sus estratos más cultos y capaces. A esto se debe la desorientación y la tendencia hacia el caos, cada vez más acentuadas en los días que corren. Si no se trabaja para la restauración de las élites sociales, no podrá obtenerse un cambio profundo. La única solución de fondo: la gracia divina
Se podría argumentar: Muchos que ven, con razón, la raíz de todo el mal en la falta de religión, comenzarían a practicarla, lo cual iría eliminando la corrupción. En realidad, muchas personas que lo tienen en claro, no desean absolutamente propagar la religión, porque se crearía un ambiente de austeridad, de severidad moral, que les obligaría a cambiar su modo de vivir. Ellas pueden aceptar que el robo es un acto despreciable, pero que dejen de robar es algo muy diferente… Para afrontar tal situación es preciso ejercer un apostolado de carácter esencialmente religioso, que atraiga la gracia divina. Y con el auxilio de esta, un apostolado que toque realmente las almas, las inteligencias, las voluntades, para alcanzar verdaderas conversiones. Y a partir de estas, algo podrá lograrse. Ahora bien, tales conversiones son evidentemente difíciles en épocas de inmoralidad generalizada, pues la gente está muy apegada a las ventajas aparentes que ella les trae. Y, por lo tanto, estarán poco propensas a abandonar la mala vida. Apóstoles auténticos
Para descender a los aspectos más recónditos del problema con miras a su plena solución, es necesaria la presencia de apóstoles como aquellos recomendados por Dom Chautard en su famosa obra “El alma de todo apostolado”. Apóstoles dotados de vida interior verdadera, deseosos del reino de Dios antes que todas las cosas, y de la realización de la voluntad y de los designios divinos, así en la tierra como en el cielo. Apóstoles que arrastren por el ejemplo y muevan por la palabra a la población, elaborando las leyes del Estado conforme a las de Dios. Y, así, consigan modificar el proceder de las personas. En suma, surgiendo auténticos apóstoles, podrán estos con su actuación tocar verdaderamente las almas, las cuales, correspondiendo a la gracia, se convertirán. Y para convertirse, el hombre contemporáneo deberá ser dócil a la recomendación de la Santísima Virgen de Fátima a la humanidad, en 1917, a saber: penitencia y oración.
Nota.- * Para la transcripción de la presente conferencia de Plinio Corrêa de Oliveira, ha sido necesario efectuar algunas adaptaciones del texto, para hacerlo más compatible con el lenguaje escrito, pues se trata de comentarios verbales no revisados por el expositor. Asimismo, suprimimos algunos trechos que quedaban fuera del contexto actual latinoamericano.
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