Un prodigioso triunfo de las armas católicas llevó a la Iglesia a escoger la fecha del 8 de diciembre para glorificar a la Inmaculada Concepción y su dogma Luis Dufaur El 8 de diciembre la Iglesia conmemora la Inmaculada Concepción de María. “La devoción a la Inmaculada penetró en América, juntamente con la devoción a María […] difundiéndose por su suelo con la dilatación del Evangelio”.1 Así, muchos países, ciudades y templos, han jurado su patrocinio. ¿Pero por qué el 8 de diciembre es la fiesta de la Inmaculada Concepción? Poco sabemos sobre los motivos que llevaron a escoger esa fecha, aunque un hecho sobrenatural esté presente en su origen: el milagro de Empel. La intervención de la Inmaculada Concepción ocurrió los días 7 y 8 de diciembre de 1585, en una encarnizada batalla en una pequeña elevación de la isla de Bommel, conocida como Empel. En la localidad holandesa con ese nombre, la Virgen Inmaculada intervino para dar la victoria a los regimientos católicos, en lucha contra ejércitos y flotas que impulsaba el protestantismo. La revolución protestante fue una de las más feroces de la historia, al punto de envolver en guerras a regiones de las más remotas del planeta, como Brasil, Japón y las Filipinas, en una época de comunicaciones dificilísimas. En ese marco histórico la insurrección protestante había deflagrado en los Países Bajos (Bélgica, Holanda, Luxemburgo y partes de Francia y Alemania) la guerra de los Ochenta Años, trabada intensamente en las ciudades de Flandes y en campos pantanosos, entre canales y trincheras donde la infantería desempeñaba un papel decisivo. Los protestantes holandeses profesaban los errores de Calvino y eran apoyados por sus cómplices ingleses, franceses, alemanes y suecos, adeptos de otros heresiarcas. Sus errores religiosos fueron aplicados al terreno político-social, llevándolos a sublevarse contra el rey católico Felipe II y sus sucesores en España, donde el monarca regía su imperio y era defensor del catolicismo. En la época, el reino de Portugal estaba unido a España por el matrimonio, incluyendo naturalmente a Brasil, que también sufriría los cruentos asaltos de los herejes holandeses.
En los Países Bajos, los tercios (regimientos) españoles luchaban en condiciones de extrema dificultad, apoyados por la minoritaria población católica local. La geografía pantanosa y el auxilio de los vecinos protestantes daban a los rebeldes facilidades de lucha y poder de fuego extraordinarios. No obstante, acababan de perder Amberes, primera capital de la revuelta y la mayor ciudad de la época, con aproximadamente cien mil habitantes. Alejandro Farnesio, duque de Parma y gobernador de Flandes, se la había arrebatado a los herejes, pero entendió que la conquista sería insuficiente mientras los rebeldes controlaran el mar. Envió entonces al conde Carlos de Mansfeld con parte de su ejército para tomar las islas de Zelandia y Holanda, que dominaban la costa y constituían el corazón de la revuelta. La isla de Bommel, entre los ríos Mosa y Waal, fue ocupada por cinco mil soldados españoles del Tercio Viejo de Zamora, comandado por el maestre de campo Francisco Arias de Bobadilla. Los protestantes juzgaban imperioso vengar la pérdida de Amberes con una victoria de grandes proporciones, y el almirante calvinista Felipe de Hohenlohe-Neuenstein (apodado Hollac), comandante de los rebeldes Estados Generales de los Países Bajos, percibió la ventaja que le ofrecía la dispersión del ejército católico por las islas. Preparó entonces una flota de cien barcos y pidió refuerzos a los calvinistas franceses. Con todo, los franceses se acordaron de las palabras del almirante Guillaume Gouffier de Bonnivet, derrotado y muerto por los españoles en 1525, en la batalla de Pavía: “Cinco mil españoles que son a la vez cinco mil hombres que luchan y cinco mil caballos ligeros, y cinco mil hombres de infantería y cinco mil zapadores y cinco mil demonios”. Temerosos, los franceses se desentendieron. Antes la muerte que la deshonra
Los heraldos del error de Calvino no querían enfrentar a las tropas españolas por tierra, porque los tercios constituían la más temible infantería del mundo. Entonces Hollac proyectó un cerco naval de la isla de Bommel y reunió una formidable flota en los ríos vecinos. Pretendía así cortar los insumos bélicos de Bobadilla, dejarlo sin comida y sin abrigo. Al mismo tiempo, le ofreció una capitulación honrosa apelando al “sentido común”: los católicos podrían salir sin dejar rehenes y llevarían sus banderas. Así Hollac evitaría una lucha cuerpo a cuerpo con los tercios. Presentada la propuesta, el maestre de campo Bobadilla respondió: “Los infantes españoles prefieren la muerte a la deshonra. Ya hablaremos de capitulación después de muertos”. Dicha por otro, la frase sonaría a bravata, pero hechos de armas ocurridos en esas tierras enseñaban que ella debía ser tomada muy en serio. Entre aquellos hombres estaban los que algunos años atrás habían sido capturados en Tournai y Maastricht, pero que volvieron y reconquistaron Dunkerque y Nieuwpoort, ondearon sus banderas en Bruges y Gant, y aún conquistaron Amberes. Hollac, heraldo de una secta impura e igualitaria, estaba seguro de que aquellos católicos harían lo que habían dicho. Concibió entonces un estratagema para quebrarlos, sin tener que medir fuerzas con los sitiados: mandó inundar la isla de Bommel, donde estaban los católicos, rompiendo los diques que contenían a los ríos Mosa y Waal. La tierra ocupada por los españoles fue inundada por una violenta avalancha y apenas la colina de Empel sobresalía del agua. Los soldados de los tercios, agotados y hambrientos “como siempre”, quedaron empapados hasta los huesos, reducidos a un pedazo de tierra fácilmente bombardeable por el enemigo. Mientras tanto, 100 barcazas y galeones holandeses se unieron a la artillería de los fuertes del área, que ya vomitaban fuego sobre los resistentes.
Los tercios pasaron el día 7 de diciembre defendiéndose en la colina de Empel. Durante la noche, algunos hombres de Bobadilla cavaron refugios, y en ese empeño la pala de un soldado golpeó un objeto extraño, que al principio confunde con una piedra. Remueve la tierra que lo envuelve y constata que se trata de un pedazo de madera. Apartando el barro que lo cubría, aparecen los colores azul y blanco, hasta que finalmente descubre un cuadro flamenco de la Inmaculada Concepción. La devoción de los pueblos ibéricos a la Inmaculada se manifestaba fervorosamente entre aquellos soldados, que la consideraban la heroína de la histórica victoria contra los moros en las Navas de Tolosa, en 1212, y de la conquista de Granada en 1492. ¡La Virgen se volvía a aparecer ahora en Empel, donde solo un milagro impediría la derrota! En las ciudades católicas vecinas —como Bolduque, capital de la provincia de Brabante del Norte— los habitantes conducían el Santísimo Sacramento en procesión por las calles, implorando por los sitiados. Fue en esa hora que apareció la imagen de la Inmaculada, cuyo dogma aún no había sido proclamado, y cuya fiesta no estaba instituida, pero que grandes teólogos y el fervor popular defendían con devoción. Transcurrirían casi tres siglos hasta que el beato Papa Pío IX, en 1854, proclamara el dogma de la Inmaculada Concepción, confirmado en 1858 por Nuestra Señora en Lourdes. Prometiendo a la Inmaculada vencer o morir
Exhaustos, los oficiales y soldados improvisaron un altar de piedras unidas con barro y lo adornaron con la Cruz de San Andrés, símbolo del ejército español. Para rendir culto a la imagen de la Inmaculada Concepción, milagrosamente encontrada, entonaron la Salve Regina. Concluida la oración, Bobadilla exhortó con palabras inspiradas a aquellos hombres que se preparaban para morir: “¡Soldados! El hambre y el frío nos llevan a la derrota; el milagroso hallazgo viene a salvarnos. ¿Queréis que se quemen las banderas, se inutilice la artillería y abordemos de noche las galeras, prometiendo a la Virgen ganarlas o perder todos la vida, sin quedar uno?”. Los soldados optaron por el espíritu heroico y juraron que así lo deseaban. Quemaron las banderas, para que en caso de derrota no cayeran en manos enemigas; y por la misma razón destruyeron sus cañones. La iniciativa era desesperada, pero no tenían otra alternativa: embarcar en unas canoas, desafiar la artillería enemiga y abordar los navíos holandeses a punta de armas blancas. Sin embargo, aquella noche, algo maravilloso cogió a todos de sorpresa. Un viento glacial persistente, con la fuerza de un huracán, hizo que la temperatura cayera en picada hasta los 22 grados bajo cero, cuando en las peores condiciones llegaba apenas a 1 ó 2 grados negativos. Los más poderosos navíos holandeses se alejaron antes de ser despedazados por el hielo, aunque muchos otros quedaron bloqueados. Entre los católicos, la esperanza renació: en la mañana del día 8, el hielo tenía una espesura de doce metros y se podía caminar sobre él. El único Dios verdadero es el de los católicos
Corriendo por encima de los ríos y del lodo endurecido, los tercios de Bobadilla atacaron los fuertes, que cayeron uno tras otro. Hicieron lo mismo con los navíos que no pudieron escapar. Capturaron a diez de ellos, con sus provisiones, artillería y munición, y tomando a dos mil prisioneros. Considerada imposible algunas horas antes, la victoria fue total. Por primera vez, una flota de mar era vencida por un ejército de tierra. Luego, la lluvia que cayó, derritió el hielo a una velocidad sorprendente. No apenas los católicos discernieron la intervención divina. Viendo su fracaso, el protestante Hollac concluyó que luchaba contra fuerzas mucho más poderosas que las humanas. Mientras huía, sus palabras quedaron registradas para la historia: “Tal parece que Dios es español al obrar tan grande milagro”.2 La batalla tuvo dos días de duración, y al final del 8 de diciembre la victoria estaba consumada a favor de quienes combatían a la sombra de la Inmaculada. Los últimos calvinistas se batieron en retirada. La imagen de la Inmaculada fue trasladada a la iglesia de Bolduque (‘s-Hertogenbosch, en holandés; o Bois-le-Duc, en francés), donde hoy se encuentra. Hasta entonces, cada tercio tenía a un noble que lo financiaba. Después del milagro de Empel, la Inmaculada se convirtió en la patrona de todos los tercios de los Países Bajos y de Italia. En aquella ocasión fue fundada la hermandad de los “Soldados de la Virgen concebida sin mancha”, cuyo primer hermano fue Bobadilla. Todos los militares enrolados en los territorios de Flandes e Italia pasaron a pertenecer a ella. Hasta el día de hoy, año tras año, una delegación de representantes de cada una de las armas españolas comparece a una capilla erigida en Empel, en el lugar del hallazgo, para rendir honras y gratitud a la Inmaculada. Discusiones sobre el milagro
No hay una posición canónica sobre el prodigioso acontecimiento. El fenómeno meteorológico fuera de lo común, de aquel 8 de diciembre de 1585, fue objeto de estudio de historiadores y meteorólogos holandeses. Hoy el Instituto Holandés de Meteorología se declara incapaz de comprender la concatenación de circunstancias que llevaron al agua a congelarse alrededor de Empel durante apenas una noche. Fue un fenómeno nunca antes visto en aquellas tierras y nunca después. Pero quedó claro que los hombres que tenían fe en la Inmaculada Concepción fueron llevados por Ella al triunfo, de modo prodigioso. Como agradecimiento por el milagro de Empel, la Inmaculada Concepción fue proclamada patrona de la infantería española, y su fiesta fue fijada el día 8 de diciembre en todo el imperio español, que en esa época incluía el reino de Portugal y el propio Brasil. La fiesta de la Inmaculada ya había sido inscrita en el calendario litúrgico por el Papa Sixto IV, el 28 de febrero de 1477.
Elección del día 8 de diciembre Posteriormente, en 1708, el Papa Clemente XI extendió la fiesta de la Inmaculada Concepción a toda la Iglesia Católica, siendo desde entonces el 8 de diciembre día de precepto o fiesta de guardar. Por fin, en 1854, el beato Papa Pío IX escogió esa misma fecha, 8 de diciembre, para proclamar el dogma de la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora, por medio de la bula Ineffabilis Deus:
“Por lo cual, después de ofrecer sin interrupción a Dios Padre, por medio de su Hijo, con humildad y penitencia, nuestras privadas oraciones y las públicas de la Iglesia, para que se dignase dirigir y afianzar nuestra mente con la virtud del Espíritu Santo, implorando el auxilio de toda corte celestial, e invocando con gemidos el Espíritu paráclito, e inspirándonoslo él mismo, para honra de la santa e individua Trinidad, para gloria y prez de la Virgen Madre de Dios, para exaltación de la fe católica y aumento de la cristiana religión, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, con la de los santos apóstoles Pedro y Pablo, y con la nuestra: declaramos, afirmamos y definimos que ha sido revelada por Dios, y de consiguiente, que debe ser creída firme y constantemente por todos los fieles, la doctrina que sostiene que la santísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de culpa original, en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, salvador del género humano.
Por lo cual, si algunos presumieren sentir en su corazón contra lo que Nos hemos definido, que Dios no lo permita, tengan entendido y sepan además que se condenan por su propia sentencia, que han naufragado en la fe, y que se han separado de la unidad de la Iglesia, y que además, si osaren manifestar de palabra o por escrito o de otra cualquiera manera externa lo que sintieren en su corazón, por lo mismo quedan sujetos a las penas establecidas por el derecho”.3 En aquella ocasión, el bienaventurado pontífice quiso honrar especialmente a España. El 8 de diciembre de 1857, inauguró un gran monumento a la Inmaculada en la Plaza Mignanelli, en Roma, capital de los Estados Pontificios, donde aún reinaba. Al bendecir la imagen, colocada en la cúspide de una imponente columna frente a la delegación española, dijo al embajador: “España fue la nación, que por sus reyes y por sus teólogos, trabajó más que nadie para que amaneciera el día de la proclamación del dogma de la Concepción Inmaculada de María”. Diez años después del dogma, el mismo Papa confirmó el especial privilegio de España y de todas las naciones que a ella se unieron, de usar paramentos azules en la fiesta de la Inmaculada Concepción. El gesto del beato Pío IX es renovado todos los años por los Papas: se acercan a la famosa columna de la Inmaculada y mandan colocar en el brazo de la Virgen una corona de flores, que es llevada hasta lo alto por una compañía de bomberos romanos. Reflexión para el Reino de María
Cuando el beato Pío IX proclamó el dogma en la Basílica de San Pedro, los presentes tuvieron en general la impresión de que una luz sobrenatural lo envolvía. El mismo Pío IX contó a la superiora de una orden religiosa el fenómeno místico que sintió: “Cuando comencé a publicar el decreto dogmático, sentía mi voz impotente para hacerla escuchar por la inmensa multitud [50 mil personas] que se apiñaban en la Basílica Vaticana. Pero cuando llegué a la fórmula de la definición, Dios dio a la voz a su Vicario tal fuerza y vigor sobrenatural, que la hizo resonar en toda la Basílica. Y yo me quedé tan impresionado por tal socorro divino que fui obligado a suspender, por un instante, la palabra para dar libre curso a mis lágrimas […] Ninguna prosperidad, ninguna alegría de este mundo podría dar, a aquellas delicias, la menor comparación. Y no temo en afirmar que el Vicario de Cristo necesitó de una gracia especial para no morir de dulzura, bajo la impresión de tal conocimiento y de tal sentimiento de la belleza incomparable de María Inmaculada”.4 Ninguno de los soldados hambrientos y heridos, saltando dentro de los navíos de los herejes en Empel, podía imaginar tal escena gloriosa que transcurriría tres siglos después en el Vaticano. Pero la gracia que los llevó a alcanzar la cumbre del heroísmo fue una participación de la misma gracia divina que después arrebataría al santo pontífice, al definir el dogma contra la impiedad revolucionaria y el liberalismo reinante. La promesa de la Virgen María en Fátima —por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará— será en un futuro un hecho consumado. Entonces, todas las amarguras y aparentes frustraciones, enfrentadas hoy con bravura contra los enemigos de la Cristiandad, con la confianza puesta en la Santísima Virgen, podrán hacernos recordar la gesta de los andrajosos y valientes soldados católicos en Empel. Un 8 de diciembre, ellos corrían para dar el asalto a la flota encallada en el hielo, con la certeza de que “de mil soldados no teme espada quien lucha a la sombra de la Inmaculada!”.
Notas.- 1. Rubén Vargas Ugarte SJ, Historia del Culto de María en Iberoamérica y de sus imágenes y santuarios más celebrados, Madrid, 1956, t. 1, p. 116. 2. Milagro de Empel in https://es.wikipedia.org/wiki/Milagro_de_Empel. 3. https://mercaba.org/PIO%20IX/ineffabilis_deus.htm. 4. Apud Domenico Bertetto, Il papa dell’Immacolata, Pío IX, Civiltà, 1972, p. 63-65, http://senzapagare.blogspot.com/2015/12/pio-ix-quando-proclamou-o-dogma-da.html.
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