PREGUNTA En una conversación con familiares y amigos, discutimos sobre la existencia del infierno y el final de los condenados. Los incrédulos decían que el infierno no existe, y que los sacerdotes inventaron eso para infundir miedo a la gente. Lo que más me sorprendió fue que algunos de los que frecuentan la parroquia afirmaron que el infierno es contrario a la misericordia infinita de Dios; y si de hecho existe, en algún momento Dios va a liberar a todos los que están allí; o entonces que ya no hay nadie allá. Mis conocimientos doctrinarios fueron insuficientes para sostener con fuerza la existencia del infierno, y también que es eterno. ¿Podría usted ilustrarme con enseñanzas de la Iglesia que sean contundentes al respecto? RESPUESTA
Entre las preguntas recibidas, escogí para responder esta, porque algunos lectores pueden haber quedado desorientados con las noticias difundidas por la prensa, según las cuales el Papa Francisco, por tercera vez, habría dicho a Eugenio Scalfari, fundador del periódico italiano “La Repubblica”, que en el fin del mundo las personas buenas gozarán de la visión de Dios, pero que las malvadas volverán a la nada. El Vaticano se limitó a desmentir que las afirmaciones atribuidas al pontífice hayan sido exactamente aquellas publicadas por el periódico, pero no desmintió que hubo tal conversación, ni hizo ninguna aclaración sobre lo que el Papa habría realmente dicho a Scalfari, un ateo contumaz. Para disipar la confusión creada por ese episodio, debemos recordar lo que la fe nos enseña sobre la existencia del infierno, su eternidad y las penas que allá se sufren. En primer lugar nos incumbe recordar que la razón y el sentido de justicia indican que el bien debe ser premiado, y el mal debe ser castigado. Inclusive muchos pueblos paganos creen en la existencia de un castigo eterno para los malos. Sin embargo, la prueba de la existencia del infierno no nos es dada por la razón, sino por la Revelación divina. El Antiguo Testamento contiene inicialmente pocas precisiones sobre el castigo reservado, después de la muerte, a los malos que dieron las espaldas a Dios. El Libro de Judit dice, con relación a las naciones que se sublevaron contra Él, que “el Señor todopoderoso los castigará en el día del juicio; serán entregados al fuego y los gusanos llorarán con dolor eternamente” (Jdt 16, 17). El profeta Daniel afirma que “muchos de los que duermen en el polvo de la tierra despertarán; unos para vida eterna, otros para vergüenza e ignominia perpetua” (Dan 12, 2). Y san Juan Batista predicaba al pueblo, en las márgenes del Jordán, que Aquel que vendría después de él “tiene el bieldo en la mano: aventará su parva, reunirá su trigo en el granero y quemará la paja en una hoguera que no se apaga” (Mt 3, 12). Habrá llanto y rechinar de dientes Nuestro Señor Jesucristo confirmó solemnemente esta verdad en innumerables ocasiones. Llamó al infierno “gehenna del fuego” (Mt 5, 22), aludiendo a un valle vecino a la ciudad antigua de Jerusalén, donde la basura era incinerada; y también lo llamó “gehenna, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga” (Mc 9, 47-48); recomendó el temor de Dios, que “después de la muerte, tiene poder para arrojar a la gehenna” (Lc 12, 5); nos mandó temer “al que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna” (Mt 10, 28); acusó a los escribas y fariseos de viajar “por tierra y mar para ganar un prosélito, y cuando lo conseguís, lo hacéis digno de la gehenna el doble que vosotros” (Mt 23, 15); y después de calificarlos como “raza de víboras”, preguntó: “¿Cómo escaparéis del juicio de la gehenna?” (Mt 23, 33).
A respecto del estado de castigo de los condenados en el infierno, Jesús dijo incluso que “allí será el llanto y el rechinar de dientes” (Lc 13, 28); en la parábola en que reprende al comensal que se presentó sin el traje de fiesta, mandó a los servidores “atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes” (Mt 22, 13 y 25, 30); refiriéndose a Judas, lamentó ante Dios al “hijo de la perdición” (Jn 17,12); nos mandó entrar “por la puerta estrecha. Porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición” (Mt 7, 13); sobre el destino del rico glotón, afirma que él se encontraba “en el infierno, en medio de los tormentos” (Lc 16, 23). El Divino Salvador dijo también que en el infierno los tormentos son desiguales: aquel que desobedeció “conociendo la voluntad de su Señor […] recibirá muchos azotes”, pero aquel que, “sin conocerla, ha hecho algo digno de azotes, recibirá menos” (Lc 12, 47-48); y sobre la ciudad que rechace a los que Él envió en misión, afirmó que “el día del juicio les será más llevadero a Sodoma y Gomorra, que a aquella ciudad” (Mt 10, 15). Tribulación y angustia de quien practica el mal La enseñanza de san Pablo es clara y simple: “Porque todos tenemos que comparecer ante el tribunal de Cristo para recibir cada cual por lo que haya hecho mientras tenía este cuerpo, sea el bien o el mal” (2 Cor 5, 10). Los obstinados y de corazón impenitente habrán acumulado contra ellos la cólera “para el día de la ira en que se revelará el justo juicio de Dios, el cual pagará a cada uno según sus obras” (Rom 2, 5-6); “tribulación y angustia sobre todo ser humano que haga el mal” (Rom 2, 9). Jesús bajará del “cielo con sus poderosos ángeles, en medio de un fuego llameante, para hacer justicia contra los que se niegan a reconocer a Dios”; y “estos sufrirán el castigo de una ruina definitiva, lejos de la presencia del Señor y de la gloria de su poder” (2 Tes 1, 7-9). Tanto la existencia cuanto la eternidad del infierno son dogmas de fe. El IV Concilio de Letrán declaró que los malos “recibirán el castigo eterno (pœnam perpetuam) con el diablo” (Denz.-Hün. 801) y el Concilio de Trento supone que el castigo es eterno (pœna eterna) (s. 6, c. 25). La pena de daño: privación de la visión de Dios Así como en el pecado mortal existe una doble motivación —la aversión a Dios, nuestro fin último, asociada al apego a las criaturas—, así también en el infierno existe una doble pena: la primera negativa y la segunda positiva. La primera, principal y negativa, es la pena de daño, que consiste en la privación eterna de la visión de Dios: “¡Apartaos de mí, malditos!” (Mt 25, 41), dirá el Señor a los réprobos. Esta condenación es el mayor tormento del infierno, pues cuanto mayor es el valor del bien perdido, mayor es el dolor por su pérdida. Afirma san Alfonso María de Ligorio que, habiendo los réprobos perdido el Bien infinito, su pena es de algún modo infinita. Los bramidos de Esaú por haber perdido la primogenitura (Gn 27, 34) son una pálida imagen de la rabia de los condenados por la pérdida de la visión de Dios. Además, los réprobos también están excluidos de la convivencia con los bienaventurados. Tal vez los vean, como el rico Epulón veía al mendigo Lázaro de la parábola (Lc 16, 19-31), no para su gozo, sino para aumentar su tormento. En lugar de esa convivencia afectuosa, ellos tendrán que convivir eternamente con los demonios y con los demás réprobos, que los odian y aumentan sus tormentos con todo tipo de agresiones.
La pena del fuego El jesuita italiano P. Lucas Pinelli, del siglo XVI, comenta: “Así como es verdaderísimo que el alma incorpórea se une con el cuerpo humano y le comunica la vida, pero cómo sucede esta unión, nadie lo puede comprender; así también es conforme con la verdad que el alma unida con el fuego es quemada y atormentada por él, aunque se ignore el modo como se hace esto”. ¿Por qué no podría Dios todopoderoso excitar en el alma humana después de la muerte, incluso antes de la resurrección de los cuerpos para el Juicio Final, aquellos dolores que padecería por el fuego cuando estaba unida al cuerpo? El fuego del infierno es considerado por san Gregorio como un fuego corporal, pero de un género particular, pues siendo físico tortura también al alma, quema sin consumir, ilumina y calienta, no obstante sin impedir las tinieblas y el rechinar de dientes causado por el frío extremo. La pena del remordimiento Finalmente, los réprobos sufren la pena del remordimiento de la consciencia y de la desesperación, por haber trocado la felicidad eterna por un bien transitorio, sumado a la vergüenza de ver todas sus maldades reveladas y haberse vuelto los últimos de la humanidad, cuando en la tierra muchos de ellos estaban entre los primeros. ¿Quién se va al infierno? Contrariamente a lo que suponen erradamente los calvinistas, nadie es predestinado para ese castigo eterno. El Catecismo de la Iglesia Católica (§1037) es muy claro a ese respecto: “Dios no predestina a nadie a ir al infierno; para que eso suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios (un pecado mortal), y persistir en él hasta el final. En la liturgia eucarística y en las plegarias diarias de los fieles, la Iglesia implora la misericordia de Dios, que ‘quiere que nadie perezca, sino que todos lleguen a la conversión’ (2 Pd 3, 9)”. O sea, al infierno van solo aquellos que voluntariamente mueren en estado de pecado mortal sin contrición. Que nadie os engañe con argumentos falaces
La idea de que el infierno existe y es eterno, pero que está o quedará vacío, es un error muy antiguo, ya difundido en la época de san Agustín, con frecuencia aludiendo al alegato de que el infierno es contrario a la misericordia de Dios. Los adeptos de esos errores eran por eso llamados “misericordiosos”. Es natural que los argumentos de esos autores eclesiásticos anónimos, que contestaban la eternidad de las penas del infierno, sirviesen de refugio y autoengaño a muchos cuya consciencia no estuviese tranquila, de ahí se puede esperar que esas teorías encontrasen amplia audiencia. San Gregorio Magno fue el Padre de la Iglesia que trató de modo más completo de las cuestiones escatológicas, incluido el infierno. Él replicaba, junto con san Agustín, que si el infierno tiene un término final, entonces el cielo también debería tener uno. Porque si la amenaza no es verdadera, entonces la promesa tampoco lo es. Y si la “falsa amenaza” no tiene otra finalidad sino alejar a las personas del mal, entonces la “falsa promesa” no tendría otra finalidad sino atraer a los buenos para el bien. Como nadie puede aceptar esa segunda afirmación, luego es necesario rechazar la primera y repetir, con la Iglesia, que el infierno es realmente eterno. En esa “misericordia”, que cierra los ojos a la justicia de Dios, aún le dan crédito muchos “misericordiosos” modernos. Autores con tales posiciones pueden argumentar con muchos textos de las Sagradas Escrituras sobre la misericordia de Dios, pero se olvidan de que tales textos se refieren a la vida presente, cuando aún hay espacio para el arrepentimiento y el perdón, por lo tanto no son absolutos. De lo contrario, significarían la demolición del Juicio y de sus efectos. Dios dijo claramente por los labios de san Pablo: “No os hagáis ilusiones: los inmorales, idólatras, adúlteros, lujuriosos, invertidos, ladrones, codiciosos, borrachos, difamadores o estafadores no heredarán el reino de Dios” (1 Cor 6, 9-10). Y aún: “Tened entendido que nadie que se da a la fornicación, a la impureza, o al afán de dinero, que es un idólatra, tendrá herencia en el reino de Cristo y de Dios. Que nadie os engañe con argumentos falaces; estas cosas son las que atraen el castigo de Dios sobre los rebeldes” (Ef 5, 5-6). Pensar en el infierno a fin de no ir para allá Pensar muchas veces en el infierno es un excelente instrumento para alejarnos del mal y del pecado. San Bernardo nos aconseja a bajar muchas veces en vida al infierno, para no tener que ir allá después de la muerte. Y Nuestra Señora no vaciló en mostrar el infierno a los tres pastorcitos de Fátima, ¡que en la época de las apariciones tenían respectivamente 10, 9 y 7 años! Si nuestra consciencia nos acusa de alguna falta grave, hagamos el propósito firme de confesarnos en la primera oportunidad, confiando siempre en el Corazón maternal de Aquella que es invocada por la Iglesia como Refugio de los Pecadores.
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