PREGUNTA En una reciente conversación con personas de mi grupo de oración, manifesté mi extrañeza de que en la parroquia vecina estuviese siendo dada la comunión a matrimonios divorciados vueltos a casar por lo civil. Me respondieron que la regla general de no admitir a pecadores públicos a la Eucaristía no cambió, pero que en Amoris Laetitia el Papa Francisco sugiere un discernimiento “caso por caso”, que puede llevar a la conclusión de que, en un caso particular, dadas las circunstancias específicas, la regla general no es enteramente válida. Añadieron que eso no es “jesuitismo” del Papa, sino una forma de casuística prevista por santo Tomás de Aquino (y citaron una palabra griega que no memoricé). Quedé muy confundido y quisiera ser esclarecido. Muchas gracias. RESPUESTA
Presumo que sus colegas del grupo de oración se referían a los items 300 y 304 de la Exhortación post-sinodal Amoris laetitia, que tiene el siguiente tenor: “300. Si se tiene en cuenta la innumerable diversidad de situaciones concretas, como las que mencionamos antes, puede comprenderse que no debía esperarse del Sínodo o de esta Exhortación una nueva normativa general de tipo canónica, aplicable a todos los casos. Solo cabe un nuevo aliento a un responsable discernimiento personal y pastoral de los casos particulares, que debería reconocer que, puesto que ‘el grado de responsabilidad no es igual en todos los casos’ [Relatio finalis, 51], las consecuencias o efectos de una norma no necesariamente deben ser siempre las mismas [En nota al pie: Tampoco en lo referente a la disciplina sacramental, puesto que el discernimiento puede reconocer que en una situación particular no hay culpa grave. Allí se aplica lo que afirmé en otro documento: cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 44, 47]”. “304. Es mezquino detenerse sólo a considerar si el obrar de una persona responde o no a una ley o norma general, porque eso no basta para discernir y asegurar una plena fidelidad a Dios en la existencia concreta de un ser humano. Ruego encarecidamente que recordemos siempre algo que enseña santo Tomás de Aquino, y que aprendamos a incorporarlo en el discernimiento pastoral: ‘Aunque en los principios generales haya necesidad, cuanto más se afrontan las cosas particulares, tanta más indeterminación hay [...] En el ámbito de la acción, la verdad o la rectitud práctica no son lo mismo en todas las aplicaciones particulares, sino solamente en los principios generales; y en aquellos para los cuales la rectitud es idéntica en las propias acciones, esta no es igualmente conocida por todos [...] Cuanto más se desciende a lo particular, tanto más aumenta la indeterminación’ [Summa Theologiae I-II, q. 94, a. 4]. Es verdad que las normas generales presentan un bien que nunca se debe desatender ni descuidar, pero en su formulación no pueden abarcar absolutamente todas las situaciones particulares” [las negritas son nuestras]. * * * En esta última frase, Amoris laetitia sugiere, sin emplearlo de modo explícito, el término utilizado ciertamente por su interlocutor: epiqueya o equidad. Esta palabra fue de hecho muy utilizada en las discusiones de los dos sínodos sobre la familia, particularmente por el cardenal Walter Kasper y en el grupo lingüístico alemán. Santo Tomás analiza ese concepto en el tratado de la Suma Teológica sobre la justicia, preguntando si la epiqueya es una virtud y que responde afirmativamente: “Como vimos anteriormente, al tratar de las leyes, por ser los actos humanos, sobre los que recaen las leyes, singulares y contingentes, que pueden ofrecer ilimitadas formas, no fue posible establecer una ley que no fallase en un caso concreto. Los legisladores legislan según lo que sucede en la mayoría de los casos, pero observar punto por punto la ley en todos los casos va contra la equidad y contra el bien común, que es el que persigue la ley” (Summa, II-II, c. 120). ¿Contrariar las leyes divinas? ¿Qué viene a ser entonces, la tal epiqueya? Se trata de la virtud que busca alcanzar el bien previsto por la ley en los casos en que esta última resulte defectuosa, precisamente a causa de su universalidad. Contrariamente al privilegio, la ley es por definición universal: ella tiene en vista el bien común y por eso se aplica a todos; pero obviamente no puede abarcar todos los casos imaginables. Pueden presentarse situaciones no previstas por el legislador, en las cuales, para alcanzar el bien común (que es lo que el legislador busca con la ley), es necesario contrariar el sentido literal de la ley. La ley prohíbe al conductor de un vehículo cruzar con el semáforo en rojo; pero si él estuviera en una calle estrecha y sigue de largo, ignorando la señal, para dejar pasar a los bomberos, es evidente que el bien común pide que la norma sea violada. Santo Tomás da otro ejemplo: “la ley ordena que se devuelvan los depósitos, porque esto es normalmente lo justo; pero puede a veces ser nocivo: pensemos en un loco que depositó su espada y la reclama en su estado de demencia, o si uno exige lo que depositó para atacar a la patria. Por tanto, en estas y similares circunstancias sería pernicioso cumplir la ley a rajatabla” (idem). ¿Se puede aplicar ese principio de equidad en el caso de las personas que viven situaciones matrimoniales irregulares, como sugiere la Amoris laetitia? La respuesta fue dada anticipadamente por el cardenal Carlo Cafarra en el capítulo que él escribió del libro Permanecer en la verdad de Cristo: “La referencia a la epiqueya no tiene fundamento. El motivo de la epiqueya está en el hecho de que, a causa de la limitación del legislador humano, es imposible promulgar una ley que tenga en cuenta todos los casos. Pero si el legislador es Dios, aplicar la epiqueya a las leyes divinas significaría atribuir a Dios la incapacidad propia del legislador humano. La epiqueya, como virtud, se ejerce solamente en el ámbito de las leyes humanas”.
En el mismo sentido se manifestó el cardenal Gerhard Müller, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en un texto divulgado por la web del Vaticano, en el cual refutaba la propuesta hecha por el cardenal Walter Kasper durante el consistorio de febrero de 2014, de dar acceso a la comunión a los divorciados vueltos a casar: “La doctrina de la epiqueya, según la cual, una ley vale en términos generales, pero la acción humana no siempre corresponde totalmente a ella, no puede ser aplicada aquí, puesto que en el caso de la indisolubilidad del matrimonio sacramental se trata de una norma divina que la Iglesia no tiene autoridad para cambiar” (Sobre la indisolubilidad del matrimonio y el debate acerca de los divorciados vueltos a casar y los sacramentos). Absurdo intento de justificar los pecados Además de lo anterior, lo que el mencionado trecho de Amoris laetitia no toma en consideración es que existen normas morales —llamadas absolutos morales— que, por su propia naturaleza, no admiten tales excepciones, por tratarse de normas cuya transgresión literal no puede jamás alcanzar el bien deseado por la ley. En esos casos, la aplicación de la epiqueya sería un contrasentido, porque al violar la ley sería ineludiblemente transgredido el bien moral. Se trata de aquellos actos que la tradición moral de la Iglesia llama intrínsecamente malos, es decir, los actos que, en virtud de su identidad esencial, son contrarios a la recta razón: “Si los actos son intrínsecamente malos, una intención buena o determinadas circunstancias particulares pueden atenuar su malicia, pero no pueden suprimirla: son actos ‘irremediablemente’ malos, por sí y en sí mismos no son ordenables a Dios y al bien de la persona: ‘En cuanto a los actos que son por sí mismos pecados (cum iam opera ipsa peccata sunt) —dice san Agustín—, como el robo, la fornicación, la blasfemia u otros actos semejantes, ¿quién osará afirmar que cumpliéndolos por motivos buenos (bonis causis), ya no serían pecados o —conclusión más absurda aún— que serían pecados justificados?’” (Juan Pablo II, encíclica Veritatis splendor – Sobre algunas cuestiones fundamentales de la enseñanza moral de la Iglesia, nº 81). En ninguna hipótesis el pecado es lícito “La Iglesia, al enseñar la existencia de actos intrínsecamente malos, acoge la doctrina de la sagrada Escritura”, dice en otra parte la misma encíclica: “El apóstol Pablo afirma de modo categórico: ‘¡No os engañéis! Ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los rapaces heredarán el reino de Dios’ (1 Co 6, 9-10)” (idem). Dicho sea de paso, es sorprendente que la exhortación post-sinodal del Papa Francisco silencie otros textos de santo Tomás de Aquino, en los cuales el Doctor Común deja claro que la aplicación de la epiqueya no es lícita cuando se trata de la ley divina.
En su Comentario a la Epístola a los Romanos, por ejemplo, se pregunta cuál es el motivo que lleva a san Pablo a omitir, en Rom 13, 9 el IV mandamiento (honrar padre y madre) en la enumeración de los preceptos relativos al prójimo, inscritos en la segunda tabla de la Ley de Dios. Y el Aquinate responde: “Porque los preceptos negativos son más universales, no sólo en cuanto al tiempo sino también en cuanto a las personas. En cuanto a tiempos porque los preceptos negativos obligan siempre y para siempre. Porque en ningún tiempo es lícito hurtar ni adulterar. Ahora bien, los preceptos afirmativos obligan siempre, pero no para siempre, sino en atención a lugar y tiempo” (c. 13, l. 2). En la propia Suma Teológica, poco después del artículo citado por la Amoris laetitia, santo Tomás explica por qué no se puede recurrir a la epiqueya en lo que respecta a los absolutos morales: “Según se dijo atrás (q. 96 a. 6; q. 97 a. 4) hay lugar a la dispensa cuando se presenta un caso particular en el cual la observancia literal de la ley resultase contraria a la intención del legislador. Ahora bien, la intención del legislador mira primero y principalmente al bien común; luego, a conservar el orden de la justicia y de la virtud, por el cual se conserva el bien común y se llega a él. […] Pues bien, los preceptos del decálogo contienen la misma intención del legislador, esto es, de Dios, pues los preceptos de la primera tabla que se refieren a Dios, contienen el mismo orden al bien común y final, que es Dios. Los preceptos de la segunda tabla contienen el orden de la justicia que se debe observar entre los hombres, a saber, que a ninguno se haga perjuicio y que se dé a cada uno lo que le es debido. En este sentido se han de entender los preceptos del decálogo. De donde se sigue que absolutamente excluyen la dispensa” (I-II. q. 100, a. 8). “La misericordia sin justicia lleva al libertinaje” En el caso específico del VI Mandamiento de la Ley de Dios, el acto moral de mantener relaciones sexuales fuera del matrimonio legítimo es siempre pecado de adulterio (si la persona es casada) o de fornicación (si la persona es soltera), no habiendo ninguna circunstancia que pueda modificar su especificación moral. Por eso, una persona que vive en concubinato o en adulterio, no puede jamás invocar el principio de epiqueya para permanecer en esa situación, alegando que en su situación específica la ley general no es válida. Si la persona no tiene el firme propósito de salir de esa situación de pecado, no podrá recibir la absolución sacramental ni la Sagrada Comunión. En la severidad de la Ley de Dios y de la disciplina de la Iglesia no hay ninguna oposición entre justicia y misericordia, pues, como dice santo Tomás, “la justicia sin la misericordia es crueldad, y la misericordia sin justicia lleva al libertinaje” (Lectura super Mattheum, n. 429).
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