Pregunta Concuerdo plenamente que no pueda haber divorcio y que todo sea hecho como en la época de Jesús, cuando el adulterio era castigado con la muerte. El cónyuge inocente quedaba viudo, pudiendo casarse nuevamente. ¿Será que hoy vamos a matar al cónyuge adúltero? ¿O la parte ofendida tendrá que cargar ese fardo para siempre? Respuesta Mis lectores no habrán dejado escapar el tono sarcástico y amargo de las preguntas. Pero esta columna no teme enfrentar hasta cuestiones aparentemente embarazosas, con la convicción de que solamente Nuestro Señor Jesucristo tiene “palabras de vida eterna” (Jn 6, 68), hasta cuando ellas parecen duras a los oídos de muchos de nuestros contemporáneos. En efecto, la actual disolución de costumbres y la legalización del divorcio y del concubinato —que concede a la concubina los mismos derechos que a la esposa legítima— diluyeron en el espíritu público la noción de la grandeza de la fidelidad matrimonial y de su necesidad para la unión y la estabilidad de las familias y de la sociedad. Para ello concurrieron también los guiones de las telenovelas, que hicieron caer las últimas barreras de horror ante la violación de la santidad de la unión conyugal. Por la narración de las Sagradas Escrituras, en el Libro del Génesis, sabemos que al ver a Eva por primera vez, Adán exclamó: “¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!”. Por eso, la Biblia afirma, “abandonará el varón a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne” (Gén 2, 21-24). Dios no podía manifestar de modo más claro su intención de que la unión matrimonial fuese no apenas indisoluble, sino hasta más estrecha que aquella que une a padres e hijos, puesto que el marido debe dejar a su padre y a su madre para unirse a su mujer. “Lesiona el signo de la Alianza que es el vínculo matrimonial” El vocablo adulterio viene del latín ad alterum, o sea, ir “para otro”. En otras palabras, traicionar la fidelidad jurada en el matrimonio, entregando su cuerpo a una persona diferente del propio cónyuge. Pues, como dice San Pablo: “La mujer no dispone de su cuerpo, sino el marido; de igual modo, tampoco el marido dispone de su propio cuerpo, sino la mujer” (1 Cor 7, 4). Por eso mismo, “cuando un hombre y una mujer, de los cuales al menos uno está casado, establecen una relación sexual, aunque ocasional, cometen un adulterio. [...] Los profetas denuncian su gravedad; ven en el adulterio la imagen del pecado de idolatría. El adulterio es una injusticia. El que lo comete falta a sus compromisos. Lesiona el signo de la Alianza que es el vínculo matrimonial. Quebranta el derecho del otro cónyuge y atenta contra la institución del matrimonio, violando el contrato que le da origen. Compromete el bien de la generación humana y de los hijos, que necesitan la unión estable de los padres” (CIC, nº 2380-2381). La gravedad del adulterio es tal, que Nuestro Señor lo condenó hasta cuando es cometido por un simple deseo: “Habéis oído que se dijo: ‘No cometerás adulterio’. Pero yo os digo: todo el que mira a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón” (Mt 5, 27-28). La Ley en el Antiguo y Nuevo Testamento Por su malicia intrínseca y por los estragos que provoca en la familia y en la sociedad, desde los orígenes de la humanidad y hasta hace poco tiempo, el adulterio era considerado no apenas un pecado, sino también un delito, severamente castigado por la casi unanimidad de las naciones civilizadas. Como refiere quien me escribe, también bajo la Ley Mosaica, inspirada por el propio Dios para domar las pasiones de un pueblo aún grosero y brutal, los dos cómplices del adulterio eran castigados con la muerte: “Si sorprenden a uno acostado con una mujer casada, los dos deben morir: el que se acostó con ella y la mujer” (Dt 22, 22). El carácter medicinal (para el pueblo judío) de la severidad de la pena queda patente al final del versículo: “Así extirparás el mal de en medio de ti”. Con las gracias superabundantes aportadas por la Redención, fue posible pasar de la ley del temor a la ley del amor, por la cual Dios quiere ser adorado “en espíritu y verdad” (Jn 4, 23) y servido en la libertad y en el abandono del corazón. Por otro lado, la Antigua Ley, aunque siendo santa, espiritual y buena, era imperfecta, puesto que indicaba lo que se debía hacer, pero de por sí no daba la gracia para ser cumplida; mientras la Ley evangélica obra por la caridad y, por medio de los sacramentos, nos da la gracia de cumplirla en su plenitud, por la imitación de la perfección del Padre celestial (cf. CIC, nº 1961-1974). Esa nueva pedagogía del Evangelio puede ser vista en muchos episodios de la vida de Jesús, pero muy especialmente cuando defendió y perdonó a la mujer adúltera y cuando conversó con la Samaritana junto al pozo, exhortándolas a no pecar más. Eso no significa que para el adúltero impenitente no haya ningún castigo, sino apenas que el castigo es transferido para la eternidad, porque, como enseña San Pablo, “no os hagáis ilusiones: los inmorales, idólatras, adúlteros, lujuriosos, invertidos [...] no heredarán el reino de Dios” (1 Cor 6, 9-10). Los hombres no pueden separar lo que Dios ha unido
En la Iglesia primitiva, por la convicción de que ella ya representaba el reino celestial en esta tierra y para dar el espectáculo de una sociedad santa e inmaculada, los que habían violado la fidelidad conyugal eran expulsados de su seno mediante una exclusión perpetua de la comunidad eclesial. Más tarde, por la creciente pureza de costumbres de los primeros cristianos y habiendo desaparecido los motivos de ese drástico castigo social, a partir del Papa Calixto (217-222) se consintió en absolver el adulterio también en el fuero externo, bajo la condición de que los pecadores se preparasen para la reconciliación a través de una larga penitencia pública impuesta por el obispo. Al mismo tiempo, la Iglesia aprovechó su creciente influencia sobre la sociedad para ablandar las legislaciones civiles. Por ejemplo, Ella obtuvo del emperador Justiniano que fuese mantenido el rigor de la ley contra el hombre, pero que fuese perdonada la vida de la mujer, la cual era enclaustrada en un monasterio durante todo el tiempo que el marido juzgase necesario para lavar su honra y para que la esposa se enmendara. Poco a poco, la Iglesia fue consiguiendo que hasta la pena de muerte para el varón fuese suprimida. Si el rigor de las penas temporales para los adúlteros fue siendo ablandada por la influencia de la ley evangélica, esta, no obstante, restauró el pleno rigor de la indisolubilidad original del matrimonio, que había sido parcial y temporalmente derogada por la Antigua Ley, por causa de la dureza de corazón del pueblo elegido. Conforme la narración de San Marcos (10, 2-12), “acercándose unos fariseos, le preguntaban para ponerlo a prueba: ‘¿Le es lícito al hombre repudiar a su mujer?’. Él les replicó: ‘¿Qué os ha mandado Moisés?’. Contestaron: ‘Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla’. Jesús les dijo: ‘Por la dureza de vuestro corazón dejó escrito Moisés este precepto. Pero al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre’. En casa, los discípulos volvieron a preguntarle sobre lo mismo. Él les dijo: ‘Si uno repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio’”. La misma enseñanza de que solo la muerte puede disolver el vínculo conyugal es repetida en el Evangelio de San Marcos (16, 18) y en la Primera Epístola de San Pablo a los Corintios, así como en aquella a los Romanos. Y fue reiterada de modo solemne, con el sello de la infalibilidad, en el canon 7 de la sesión 24 del Concilio de Trento, que reza: “Si alguno dijere que la Iglesia yerra cuando enseñó y enseña que, conforme a la doctrina del Evangelio y los Apóstoles, no se puede desatar el vínculo del matrimonio por razón del adulterio de uno de los cónyuges, y que ninguno de los dos, ni siquiera el inocente, que no dio causa para el adulterio, puede contraer nuevo matrimonio mientras viva el otro cónyuge, y que adultera lo mismo el que después de repudiar a la adúltera se casa con otra, como la que después de repudiar al adúltero se casa con otro, sea anatema”. Divorcio: injuria contra la Alianza de la salvación ¿Será entonces verdad lo que dice el consultante al final de su carta, o sea, que no siendo lícito el divorcio por adulterio, la parte inocente tiene que “cargar ese fardo para siempre”, o sea, continuar conviviendo con el cónyuge adúltero que cometió adulterio? No necesariamente. Porque San Pablo, en su Primera Epístola a los Corintios, deja claro que existen casos en que es lícito la mera separación de cuerpos sin disolución del vínculo, al decir que “a los casados les ordeno, no yo sino el Señor: que la mujer no se separe del marido; pero si se separa, que permanezca sin casarse o que se reconcilie con el marido” (7, 10-11). Y por eso el Concilio de Trento, en el canon siguiente al ya citado, define solemnemente que “si alguno dijere que yerra la Iglesia cuando decreta que puede darse [lícitamente] por muchas causas la separación entre los cónyuges en cuanto al lecho o en cuanto a la cohabitación, por tiempo determinado o indeterminado, sea anatema”. Esa enseñanza fue reiterada por el Catecismo de la Iglesia Católica - CIC, en su párrafo 2383: “La separación de los esposos con permanencia del vínculo matrimonial puede ser legítima en ciertos casos previstos por el Derecho Canónico”. No obstante, cabe reiterar una vez más que la separación no es divorcio y que este último es una ofensa grave a la ley natural y divina y una injuria contra la Alianza de la salvación, de la cual el matrimonio sacramental es un signo. “El hecho de contraer una nueva unión —enseña el citado Catecismo—, aunque reconocida por la ley civil, aumenta la gravedad de la ruptura: el cónyuge casado de nuevo se halla entonces en situación de adulterio público y permanente” (nº 2384). De donde resulta que es un sacrilegio dar la Sagrada Comunión a las así llamadas “parejas de segunda unión”, o sea, a los divorciados vueltos a casar por lo civil y que viven de forma marital. ♦
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